—¿Y cómo puede estar tan segura?
Y ella dijo:
—Este pajarito acaba de contármelo.
En la isla de Manhattan, Bobby King apagó la luz del despacho en lo alto del Chrysler Building, dio las buenas noches a su secretaria y se fue a su casa. No volverá a aparecer en esta historia. Nada más hizo desde ese momento que tuviera la menor relación con el futuro de la raza humana hasta que, al cabo de muchos años de múltiples afanes, entró en el túnel azul que conduce al Más Allá.
En la ciudad de Guayaquil, en el mismo momento en que Bobby King llegaba a su casa, *Zenji Hiroguchi abandonaba su habitación en El Dorado, enfadado con su esposa encinta. Ella había dicho cosas imperdonables acerca de los motivos que lo habían llevado a crear Gokubi, y luego Mandarax. *Zenji apretó el botón del ascensor y chasqueó los dedos.
Y luego se encontró en el corredor con la persona que menos deseaba ver, la causa de todas sus dificultades, *Andrew MacIntosh.
—Oh, aquí está usted —dijo *MacIntosh—. Estaba por ir a decirle que algo ocurre con los teléfonos. Tan pronto como estén reparados, tendré muy buenas noticias para usted.
*Zenji, cuyos genes viven todavía hoy, estaba tan irritado con su esposa y ahora con *MacIntosh, que no pudo hablar. De modo que pulsó un mensaje en japonés en el teclado de Mandarax, y Mandarax lo expuso en inglés ante *MacIntosh en la pequeña pantalla:
No tengo ganas de hablar. Estoy muy alterado. Por favor, déjeme tranquilo.
Como Bobby King, entre paréntesis, tampoco *MacIntosh tendría influencia en el futuro de la raza humana. Si diez años más tarde, en Santa Rosalía, la hija de *MacIntosh hubiera aceptado que la inseminaran artificialmente, la historia podría haber sido muy distinta. Creo que podría decirse con bastante seguridad que le habría agradado no poco participar en los experimentos de Mary Hepburn con el esperma del capitán. Si Selena hubiera sido más afortunada, todos en la actualidad tendrían los mismos antepasados que él: los aguerridos soldados escoceses que en tiempos muy lejanos habían rechazado a las legiones romanas. ¡Qué oportunidad perdida! Como lo habría expresado Mandarax:
De todas las palabras del habla o de la pluma, éstas son las más tristes: «¡Pudo haber ocurrido!».
John Greenlcaf Whittier (1807-1892)
—¿Qué puedo hacer por ayudarlo? —preguntó *MacIntosh—. Haré lo que sea. Sólo dígalo.
*Zenji comprobó que ni siquiera podía sacudir la cabeza. Lo más que pudo hacer fue cerrar con fuerza los ojos. Y entonces el ascensor llegó y *Zenji pensó que se le volaría la tapa de los sesos cuando *MacIntosh entró con él en el ascensor.
—Mire —dijo *MacIntosh mientras bajaban—, soy su amigo. Puede decirme lo que sea. Si soy yo el que lo molesta, puede mandarme al carajo y seré el primero en comprenderlo. Cometo errores. Soy humano.
• • •
Cuando llegaron al vestíbulo, el cerebro voluminoso de *Zenji le dio un consejo poco práctico, casi infantil: de algún modo tenía que escapar de *MacIntosh; era capaz de vencer al atlético americano en una carrera pedestre.
De modo que salió escapado por la puerta de entrada del hotel hacia la sección acordonada por la policía en la calle Diez de Agosto, con *MacIntosh pisándole los talones.
Los dos cruzaron el vestíbulo y salieron al sol tan deprisa, que el infeliz von Kleist, *Siegfried, que estaba en el bar detrás de la barra, no pudo avisarles a tiempo. Demasiado tarde gritó:
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Yo no lo haría si fuera ustedes!
Y echó a correr tras ellos.
• • •
Muchos acontecimientos que tendrían repercusión un millón de años más tarde estaban desarrollándose en un pequeño lugar del planeta, en un tiempo muy corto. Mientras el desafortunado hermano von Kleist corría tras *MacIntosh e *Hiroguchi, el hermano afortunado se duchaba en su cabina del puente del
Bahía de Darwin.
No hacía entonces nada particularmente importante para el futuro de la humanidad aparte de sobrevivir, aparte de seguir con vida, pero su primer oficial, Hernando Cruz, estaba por llevar a cabo una acción de radical influencia.
Cruz estaba afuera, en la cubierta, mirando distraídamente el único otro barco a la vista, el carguero colombiano
San Mateo,
anclado desde hacía mucho en el estuario. Cruz era un hombre calvo y robusto, que había hecho cincuenta cruceros a las islas, ida y vuelta. Había sido parte de la tripulación mínima que había traído el
Bahía de Darwin
desde Malmö. Había supervisado los equipos en Guayaquil mientras el capitán nominal viajaba por los Estados Unidos haciendo publicidad. Este hombre había almacenado en el voluminoso cerebro un perfecto conocimiento de cada una de las partes del
Bahía de Darwin,
desde los poderosos motores diesel abajo, hasta la fabricación de hielo detrás del bar en el salón principal. Conocía además las virtudes y debilidades de cada miembro de la tripulación y se había ganado el respeto de todos ellos.
Él era el verdadero capitán, el que verdaderamente tendría el gobierno del barco, mientras que Adolf von Kleist, que ahora cantaba en la ducha, conquistaría a los pasajeros a la hora de las comidas y bailaría con todas y cada una de las señoras por las noches.
A Cruz le preocupaba muy poco lo que por casualidad estaba mirando, el
San Mateo
y la gran balsa de materia vegetal que se había acumulado alrededor de la cadena del ancla. Ese pequeño barco herrumbrado se había convertido hasta tal punto en un rasgo permanente, que bien podría haber sido una roca sin vida. Pero ahora observó que un buque cisterna se había acercado al
San Mateo
y lo alimentaba como una ballena podría alimentar a un ballenato. Excretaba combustible diesel por un tubo de goma; leche materna para el motor del
San Mateo.
Lo que había ocurrido era que los propietarios del
San Mateo
habían recibido una fuerte suma en dólares estadounidenses a cambio de cocaína colombiana, y habían pasado de contrabando esos dólares a Ecuador, donde los habían cambiado no sólo por combustible diesel, sino por el más preciado de todos los bienes, alimentos, el combustible de los seres humanos. De modo que había allí un cierto monto de comercio internacional.
Cruz no podía adivinar los detalles de la corrupción que habían hecho posibles los combustibles y el aprovisionamiento del
San Mateo,
pero meditó sin duda acerca de la corrupción en general, a saber: quienquiera que tuviera riqueza líquida, lo mereciera o no, podía aspirar a cualquier cosa. El capitán en la ducha era una de esas personas, Cruz no. Los ahorros penosamente acumulados a lo largo de su vida, todos ellos en sucres, se habían convertido en basura.
Envidió el entusiasmo de los tripulantes del
San Mateo,
ahora que volvían a su tierra. Desde que se levantara al amanecer, había estado pensando seriamente en volver a su propio hogar. Tenía una esposa encinta y once hijos en una bonita casa cerca del aeropuerto, y todos ellos estaban asustados. Por cierto, necesitaban a Cruz, y sin embargo, hasta ahora, abandonar un barco al que estaba unido por el deber —el motivo no importaba—, le había parecido una forma de suicidio, la destrucción de lo más admirable de su carácter y reputación.
Pero ahora decidió abandonar el
Bahía de Darwin.
Palmeó la baranda alrededor de la cubierta y dijo lo siguiente en español y en voz baja:
—Buena suerte, mi princesa sueca. Soñaré contigo.
El caso de Cruz se asemejaba mucho al de Jesús Ortiz, que había desconectado los teléfonos de El Dorado. El voluminoso cerebro le había ocultado hasta el último momento que ya era hora de que actuara de manera antisocial.
• • •
Eso dejó a von Kleist por completo a cargo de todo, aunque no sabía un pepino de navegación, de las Islas Galápagos, o del funcionamiento y mantenimiento de un barco de ese tamaño.
La combinación de la incompetencia del capitán y la decisión de Hernando Cruz de ir en ayuda de los de su propia sangre, aunque asunto de comedia entonces, resultó de incalculable valor para la humanidad de hoy. No era del todo una comedia, ni tampoco un asunto supuestamente serio.
• • •
Si «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se hubiera desarrollado tal como se esperaba, la división de deberes entre el capitán y el primer oficial habría sido la común y típica de las organizaciones de hace un millón de años: el conductor nominal especializado en las frivolidades sociales, y el supuesto segundo cargado con la responsabilidad de saber cómo funcionaba todo en realidad, y lo que en realidad sucedía.
En la cumbre de las naciones mejor gobernadas había por lo común apareamientos simbióticos de ese tipo. Y cuando pienso en los errores suicidas que las naciones solían cometer en los viejos tiempos, advierto que las organizaciones políticas intentaban componérselas con un Adolf von Kleist sin la asistencia de un Hernando Cruz. Demasiado tarde, los habitantes sobrevivientes de esas naciones salieron arrastrándose de las ruinas que ellos mismos habían creado, y descubrieron que, durante todo aquel agónico proceso, no había habido absolutamente nadie en la cumbre que comprendiera cómo funcionaban en realidad las cosas, de qué se trataba, y qué era lo que en realidad sucedía.
El hermano von Kleist afortunado, el antepasado común de todos los que viven en la actualidad, era alto y delgado y de nariz aguileña. Tenía una gran cabeza cubierta de rizos que habían sido dorados, pero que ahora eran blancos. Lo habían puesto al mando del
Bahía de Darwin
en el entendimiento de que el primer oficial sería el que pensaría en serio, por la misma razón por la que habían puesto a *Siegfried al frente del hotel: sus tíos de Quito habían querido que un pariente próximo atendiera a unos famosos huéspedes y vigilara una valiosa propiedad.
El capitán y su hermano tenían hermosas casas entre las frías nieblas al norte de Quito, que nunca volverían a ver. También habían heredado una fortuna considerable de la madre asesinada y de ambos pares de abuelos. Muy poco de esa fortuna estaba invertida en inservibles sucres. La mayor parte la administraba el Chase Manhattan Bank en Nueva York y consistía en dólares estadounidenses y yens japoneses.
Mientras bailaba bajo la ducha, el capitán no creía que tuviera motivos para preocuparse demasiado, por perturbadas que parecieran las cosas en Guayaquil. No importaba qué sucediera, Hernando Cruz sabría cómo arreglárselas.
Después de que el capitán se hubo secado, su voluminoso cerebro tuvo lo que le pareció una buena idea para transmitir a Cruz. Si los miembros de la tripulación estuvieran por desertar, pensó, Cruz podría recordarles que el
Bahía de Darwin
era técnicamente un buque de guerra, lo cual significaba que los desertores serían severamente castigados de acuerdo con los reglamentos de la Marina.
Era ésta una mala legislación, pero tenía razón en cuanto a que el barco, en los papeles, pertenecía a la Marina Ecuatoriana. El mismo capitán, como almirante, era quien le había dado la bienvenida en nombre de las fuerzas de guerra cuando el barco llegó de Malmö en el verano. Era preciso todavía alfombrar las cubiertas, y el acero desnudo estaba perforado aquí y allá, para dar cabida a ametralladoras, lanzamisiles, cargas de profundidad, etcétera, cuando se declarara la guerra.
Se convertiría entonces en buque blindado de transporte de tropas, con, como dijo el capitán en
El espectáculo de esta noche:
—…diez botellas de Dom Pérignon y un bidet para cada cien hombres.
• • •
El capitán tuvo algunas otras ideas en la ducha, pero todas provenían de Hernando Cruz. Por ejemplo: si el crucero se cancelaba, lo que parecía casi seguro, Cruz y unos pocos hombres más anclarían el barco en algún sitio del marjal, lejos de posibles saqueos. No se le ocurría a Cruz ningún motivo para que el capitán lo acompañara en ese viaje.
Si se desencadenaba el infierno y no hubiera sitio seguro para el barco cerca de la ciudad, Cruz tenía intención de llevarlo a la base naval de la Isla Baltra, en las Galápagos. Tampoco en ese caso veía Cruz motivo para que el capitán lo acompañara.
O, si las celebridades venían en efecto a la mañana siguiente desde Nueva York, lo que parecía inverosímil, era entonces imprescindible que el capitán estuviese a bordo para saludarlos y darles ánimo. Mientras los esperaban, Cruz anclaría el
Bahía de Darwin
lejos de la costa, como el carguero colombiano
San Mateo.
Traería el barco de vuelta al muelle cuando las celebridades estuvieran allí, listas para embarcar. Las llevaría a la seguridad de altamar tan pronto como fuera posible, y luego, según fueran las noticias, quizá, hiciesen el prometido paseo por las Galápagos.
Aunque muy probablemente los llevaría a algún puerto más seguro que Guayaquil, pero sin duda no a un puerto de Perú, Chile o Colombia, lo que equivale a decir ningún puerto de la costa occidental de América del Sur. Los ciudadanos de todos esos países estaban cuando menos tan desesperados como los de Ecuador.
Panamá era una posibilidad.
De ser necesario, Hernando Cruz pensaba llevar a las celebridades hasta San Diego. Por cierto había alimentos, combustible y agua más que suficientes para un viaje de esa duración. Y las celebridades podrían telefonear a sus amigos y parientes por el camino, diciéndoles que por malas que fueran las noticias que llegaban del mundo entero, ellos como de costumbre estaban pasándolo requetebién.
Un plan de emergencia que el capitán no consideró en la ducha fue que él mismo se haría pleno cargo del barco con la única ayuda de Mary Hepburn y que lo encallaría en Santa Rosalía, isla que se convertiría en cuna de toda la humanidad.
• • •
He aquí una cita que Mandarax conocía muy bien:
Una pequeña negligencia puede producir una gran calamidad… por falta de un clavo, se perdió una herradura; por falta de una herradura, se perdió un caballo; por falta de un caballo, se perdió un jinete.
Benjamín Franklin (1706-1790)
Sí, y una pequeña negligencia puede producir con igual facilidad una buena noticia. Por falta de Hernando Cruz a bordo del
Bahía de Darwin,
se salvó la humanidad. Cruz nunca habría encallado el barco en Santa Rosalía.
Y ahora se alejaba del muelle en su Cadillac El Dorado con la baulera atestada de exquisiteces destinadas al «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Había robado toda esa comida para su familia al amanecer, mucho antes que llegaran las tropas y las muchedumbres hambrientas.