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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (30 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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—Su mente es la de un ser humano, no la de un robot —respondió Bliss, sin mover apenas los labios.

—Todavía no has respondido a mi pregunta —dijo el solariano—. Disculpo tu impertinencia y la atribuyo a tu sorpresa. Ahora, te preguntaré de nuevo, y procura no fallar por segunda vez. ¿Qué queréis de mis robots?

—Somos viajeros y buscamos información para llegar a nuestro destino —explicó Trevize—. Pedimos información que nos fuese de utilidad a tus robots, pero ellos no sabían nada.

—¿Cuál es la información que buscáis? Tal vez yo pueda ayudaros.

—Queremos saber la situación de la Tierra. ¿Podrías decirnos cuál es? El solariano arqueó las cejas.

—Yo había pensado que el primer objeto de vuestra curiosidad habría sido yo mismo. Os informaré de esto aunque no me lo hayáis pedido. Soy Sarton Bander, y os halláis en la finca de Bander que se extiende en todas direcciones hasta donde podéis alcanzar con la mirada y mucho más allá. No puedo decir que seáis bienvenidos aquí, pues, al entrar, habéis cometido un abuso de confianza. Sois los primeros colonizadores que aterrizan en «Solaria» en muchos miles de años, y ahora resulta que sólo lo habéis hecho para preguntar cuál es el mejor camino para llegar a otro planeta. En los viejos tiempos, vosotros y vuestra nave habríais sido destruidos sin previo aviso.

—Seria un tratamiento bárbaro hacia una gente que no trae malas intenciones y no ofrece el menor peligro —dijo prudentemente Trevize.

—De acuerdo, pero cuando unos miembros de una sociedad en expansión llegan a otra que es inofensiva y estática, el mero contacto supone un peligro en potencia. Mientras temíamos que nos causasen daño, estábamos dispuestos a destruir inmediatamente a los que llegasen. Como ya no tenemos motivos para temer a nadie, nos hallamos, como podéis ver, dispuestos a hablar.

—Agradezco la información que nos has ofrecido con tanta liberalidad; sin embargo, no has contestado la pregunta que te hice. La repetiré. ¿Puedes decirnos la situación del planeta Tierra?

—Supongo que con la palabra Tierra quieres designar el mundo en que tuvieron su origen la especie humana y las diferentes especies de plantas y animales. —E hizo un gracioso ademán, como abarcando todo lo que les rodeaba.

—Sí, así es, señor.

Una rara expresión de contrariedad apareció en el semblante del solariano.

—Por favor, llámame Bander si quieres usar una forma de tratamiento. No me designes con ninguna palabra que tenga un sentido de género. Yo no soy varón ni hembra. Soy un todo.

Trevize asintió con la cabeza (él había acertado).

—Como quieras, Bander. Entonces, ¿cuál es la situación de la Tierra, del planeta de origen de todos nosotros?

—No lo sé —dijo Bander—. Ni me interesa tampoco. Si lo supiese, o si pudiese averiguarlo, no os serviría de nada, pues la Tierra ya no existe como mundo. ¡Ah…! —prosiguió, estirando los brazos—. Se está bien al sol. Subo muy pocas veces a la superficie, y nunca cuando el sol no brilla. Envié a mis robots a recibiros cuando el sol se ocultaba todavía detrás de las nubes. Sólo los seguí cuando el cielo se despejó.

—¿Por qué dejó la Tierra de existir como mundo? —insistió Trevize, apercibiéndose para escuchar una vez más el cuento de la radiactividad.

Sin embargo, Bander hizo caso omiso de la pregunta o, más bien, la desdeñó tranquilamente.

—La historia es demasiado larga —dijo—. Me habéis dicho que no veníais con malas intenciones.

—Es cierto.

—Entonces, ¿por qué llevas armas?

—Por simple precaución. No sabía lo que podríamos encontrar aquí.

—No importa. Tus pequeñas armas no representan ningún peligro para mí. Sin embargo, siento curiosidad. Desde luego, he oído hablar mucho de vuestras armas, y vuestra Historia bárbara parece haber dependido de ellas por entero. Aun así, nunca he visto ninguna. ¿Puedo ver las tuyas?

Trevize dio un paso atrás.

—Siento decirte que no, Bander.

Bander pareció divertido.

—Sólo te lo he preguntado por cortesía. No tenía necesidad de hacerlo.

Alargó una mano y el blaster emergió de la funda derecha, mientras el látigo neurónico lo hacía de la izquierda. Trevize fue a agarrar sus armas, pero sintió que sus brazos eran retenidos hacia atrás como por fuertes lazos elásticos. Tanto Pelorat como Bliss se dispusieron a avanzar, pero fueron retenidos de manera parecida.

—No tratéis de intervenir —dijo Bander—. No podéis hacerlo. —Las armas volaron hacia sus manos y él las observó con atención—. Ésta —dijo, refiriéndose al blaster —parece ser una emisora de rayos de microondas que producen calor, haciendo estallar cualquier cuerpo que contenga fluidos. La otra es más sutil, y debo confesar que, a primera vista, no veo para qué puede servir. Sin embargo, como no traéis malas intenciones, no necesitáis las armas. Puedo descargar, y es lo que haré, el contenido energético de las unidades de ambas armas. Así, se volverán inofensivas, a menos que se usen como cachiporras, y servirían de poco usadas con ese fin.

El solariano soltó las armas que, volando de nuevo por el aire, volvieron hacia Trevize y se introdujeron en sus respectivas fundas.

Trevize, dueño ya de sus movimientos, sacó el blaster, pero vio que sería inútil emplearlo. El contacto se había aflojado y estaba claro que la unidad energética había sido descargada. Lo propio podía decirse del látigo neurónico.

Miró a Bander, el cual dijo, sonriendo:

—Nada puedes hacer, forastero. Si quisiera, podría destruir vuestra nave y, desde luego, a vosotros.

XI. Bajo tierra

Trevize quedó como petrificado. Tratando de respirar con normalidad, se volvió para mirar a Bliss.

Ésta rodeaba la cintura de Pelorat con un brazo protector y, a juzgar por su aspecto, estaba completamente tranquila. Sonrió un poco y asintió con la cabeza.

Trevize se volvió a Bander de nuevo. Habiendo interpretado las acciones de Bliss como muestras de confianza, y esperando ansiosamente no equivocarse, dijo:

—¿Cómo has hecho eso, Bander?

Éste sonrió, con visible buen humor.

—Decidme, forasteritos, ¿creéis en la brujería? ¿En la magia?

—No, no creemos en ella, solarianito —saltó Trevize.

Bliss le tiró de la manga y murmuró:

—No le irrites. Es peligroso.

—Ya lo veo —dijo Trevize, haciendo un gran esfuerzo para no levantar la voz—. Haz algo.

—Todavía no —respondió Bliss, con voz casi inaudible—. Si se siente seguro, será menos peligroso.

Bander no prestó atención a los breves murmullos entre los dos forasteros. Se apartó descuidadamente de ellos y los dos robots le abrieron paso. Después, miró hacia atrás y dobló un dedo lánguidamente.

—Venid, seguidme. Los tres. Os contaré una historia que tal vez no os interese, pero que me interesa a mi.

Y siguió andando con toda tranquilidad.

Trevize permaneció un momento en el mismo sitio, sin saber qué hacer. Pero Bliss echó a andar y la presión de su brazo obligó a Pelorat a seguirle. En definitiva, Trevize hizo lo propio; la única alternativa habría sido quedarse a solas con los robots.

—Si Bander es tan amable de contarnos la historia que tal vez no nos interese… —comento Bliss ligeramente.

Bander se volvió y la miró con fijeza, como si reparase en ella por primera vez.

—Tú eres la mitad humana femenina, ¿no? —dijo—. La mitad inferior.

—La mitad más pequeña, Bander. Si.

—Entonces, esos dos son mitades masculinas, ¿eh?

—En efecto.

—¿Has tenido ya tu hijo, hembra?

—Me llamo Bliss, Bander. Todavía no he tenido un hijo. Éste se llama Trevize. Y éste, Pel.

—¿Y cuál de los dos masculinos te ayudará cuando llegue tu hora? ¿Lo harán los dos? ¿O ninguno de ellos?

—Pel me ayudará, Bander.

Bander miró a Pelorat.

—Veo que tienes los cabellos blancos.

—Si —dijo Pelorat.

—¿Los has tenido siempre de este color?

—No, Bander; se volvieron así con la edad.

—¿Y cuál es la tuya?

—Cincuenta y dos años, Bander —respondió Pelorat, y añadió rápidamente—: Quiero decir años según el patrón galáctico.

Bander siguió andando (en dirección a una mansión lejana, pensó Trevize, pero más despacio.

—No sé cuál es la duración del año según el patrón galáctico, pero puede ser muy diferente de la del nuestro. ¿Y cuántos tendrás cuando mueras, Pel?

—No lo sé. Puedo vivir treinta más.

—De ochenta y dos. Una vida corta, y dividida en mitades. Increíble. Sin embargo, mis remotos antepasados eran como vosotros y vivieron en la Tierra. Pero algunos de ellos la abandonaron para fundar nuevos mundos alrededor de otras estrellas, mundos maravillosos, muchos y bien organizados.

—No muchos. Cincuenta —dijo Trevize en voz alta.

Bander lo miró con altivez. Su buen humor parecía haber menguado.

—Trevize. Ése es tu nombre, ¿no?

—Golan Trevize es mi nombre completo. Digo que eran cincuenta mundos Espaciales. Los nuestros se cuentan por millones.

—Entonces, ¿conoces la historia que quiero contaros? —dijo Bander con suavidad.

—Si ibas a decimos que antaño hubo cincuenta mundos Espaciales, ya lo sabemos.

—Pero nosotros no contamos sólo en números, pequeño medio-humano —dijo Bander—. También contamos la calidad. Fueron cincuenta, pero todos vuestros millones no valdrían lo que uno sólo de ellos. Y Solaria fue el quincuagésimo y, por tanto, el mejor. Solaria estuvo muy por encima de los otros mundos Espaciales, como estaban todos éstos por encima de la Tierra.

»Sólo los de Solaria aprendimos cómo había que vivir la vida. No lo hicimos en manadas. O rebollos, como en la Tierra y en otros planetas, incluso en los mundos Espaciales. Vivimos cada uno a solas, con robots para ayudarnos, viéndonos electrónicamente siempre que lo deseábamos, pero sólo raras veces de un modo natural. Hace muchos años que no he mirado a seres humanos como os estoy mirando ahora, aunque sois sólo medio humanos y, por consiguiente, vuestra presencia no limita mi libertad más de lo que la limitarían una vaca o un robot.

»Sin embargo, hubo un tiempo en que también nosotros fuimos medio-humanos. No importa cómo perfeccionamos nuestra libertad, ni cómo nos convertimos en amos solitarios de innumerables robots, la libertad nunca fue absoluta. Para producir pequeños, se necesitaba la colaboración de dos individuos. Desde luego, se podían aportar espermatozoides y óvulos, emplear procedimientos de fertilización y provocar artificialmente el crecimiento embriónico de manera automática. Era posible que un niño viviese de forma adecuada bajo el cuidado de los robots. Podía hacerse todo eso, pero los medio-humanos no querían renunciar al placer inherente a la fecundación biológica. Como consecuencia de ello, se establecerían lazos emocionales perversos y se perdería la libertad. ¿Comprendéis ahora que todo esto debía cambiar?

—No, Bander —dijo Trevize—, ya que nosotros no medimos la libertad por vuestro patrón.

—Porque no sabéis lo que es la libertad. Siempre habéis vivido en enjambres y no conocéis otro estilo de vida que el de sentiros obligados constantemente, incluso en las cosas más pequeñas, a doblegar vuestra voluntad a la de otros, lo que es igualmente vil, a pasaros la vida luchando por doblegar la voluntad de los otros a la vuestra. ¿Es eso libertad? ¡La libertad deja de serlo si uno no puede vivir como quiera ¡Exactamente como quiera!

»Entonces, llegó el tiempo en que los terrícolas empezaron a emigrar una vez más, y sus pegajosas multitudes se lanzaron de nuevo a través del espacio. Los otros Espaciales, que no eran tan gregarios como los terrícolas, sino en un grado menor, trataron de competir.

»Nosotros, los solarianos, no lo hicimos. Previmos el inevitable fracaso de aquel hervidero. Nos metimos bajo tierra y rompimos todo contacto con el resto de la galaxia. Estábamos resueltos a seguir siendo lo que éramos, a toda costa. Inventamos robots eficientes y armas para proteger nuestra superficie, aparentemente vacía, y actuaron de un modo admirable. Vinieron naves, fueron destruidas y dejaron de venir. El planeta fue considerado desierto y todos lo olvidaron, tal como nosotros queríamos.

»Y, mientras tanto, bajo tierra, trabajamos para resolver nuestros problemas. Reformamos cuidadosa y delicadamente nuestros genes. Sufrimos fracasos, pero también conseguimos algunos éxitos, y sacamos provecho de éstos. Tardamos muchos siglos, pero al fin nos convertimos en seres humanos totales, aunando en un cuerpo los principios masculino y femenino, obteniendo así un placer completo a voluntad y produciendo, cuando lo deseamos, óvulos fecundados para su desarrollo bajo un cuidado robótico especializado.

—¿Hermafroditas? —preguntó Pelorat.

—¿Es así como se llama en vuestro lenguaje? —preguntó Bander, con indiferencia—. Nunca había oído esa palabra.

—El hermafroditismo detiene la evolución en seco —dijo Trevize—. Cada hijo es la copia genética de su padre hermafrodita.

—Vamos —dijo Bander—, vosotros consideráis la evolución como un juego de azar. Nosotros podemos proyectar nuestros hijos, cuando queramos, y cambiar y ajustar los genes, algo que a veces lo hacemos. Pero casi hemos llegado a mi morada. Entremos. Se está haciendo tarde.

El sol empieza a dar poco calor y dentro estaremos más cómodos. Cruzaron una puerta que no tenía ninguna cerradura, pero que se abrió al acercarse ellos y volvió a cerrarse cuando hubieron pasado. No había ventanas, pero, al penetrar ellos en la cavernosa estancia, las paredes se iluminaron y brillaron. El suelo parecía desnudo, pero era blando y elástico al tacto. Había un robot inmóvil en cada uno de los cuatro rincones de la habitación.

—Esa pared —dijo Bander, señalando la que estaba frente a la puerta (una pared que no parecía en modo alguno diferente de las otras tres) —es mi pantalla visual. El mundo se despliega ante mí a través de esa pantalla, pero en modo alguno coarta mi libertad, puesto que no puedo ser obligado a usarla.

—Ni puedes obligar a que la use, si quieres verle a través de esa pantalla y él no lo desea —dijo Trevize.

—¿Obligar? —preguntó Bander con altivez—. Que lo otro haga lo que quiera, si acepta que yo haga lo que me plazca. Por favor, observa que empleamos el género neutro cuando nos referimos los unos a los otros.

Había un sillón en la estancia, delante de la pantalla, y Bander se sentó en él.

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