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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (51 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Hardinge tenía su paz, y las riendas del Punjab en su mano. Goolab tenía su Cachemira, Gran Bretaña su frontera más allá del Satley donde empiezan las colinas, y la puerta norte de la India cerrada contra la ola musulmana. El pequeño Dalip tendría su trono, y su hermosa madre las trampas del poder y todo el alcohol y amantes que desease (con una agradable excepción). Tej Singh y Lal Singh podían disfrutar los frutos de su traición, y el viejo Paddy todavía seguiría «sin ser batido nunca». Alick Gardner tendría sus posesiones en las colinas más allá de Jumoo, soñando sin duda con el lejano Wisconsin, y Broadfoot, Sale y Nicolson sus líneas en la
Gazette
. Maka Khan e Imam Shah tendrían una tumba junto al
ghat
de Sobraon (aunque yo no sabía aquello entonces). Mangla seguiría siendo la esclava más rica de Lahore, probablemente más rica todavía. Sentía aún una punzada al pensar en ella y la sigo sintiendo, cuando veo una gasa negra. Y Jassa tenía vía libre para salir de la ciudad, que normalmente es lo mejor que pueden obtener los de su calaña.

En resumen, no había estado mal la pequeña guerra, ¿verdad? Todo el mundo había obtenido lo que quería, más o menos… Quizás, a su propia y absurda manera, incluso el khalsa. Veinte mil muertos,
sijs
, indios y británicos… muchos hombres excelentes, según había dicho Gardner. Pero… paz para el resto, y mucho para pocos. Lo cual me recuerda que nunca descubrí qué demonios ocurrió con el legado de Soochet.

Nadie podía prever entonces que todo volvería a empezar de nuevo, que al cabo de tres breves años los
sijs
estarían en armas otra vez, que la guerrera blanca de Paddy saldría del armario con olor a alcanfor, y que las bayonetas y los
tulwars
se cruzarían una vez más en Chillianwala y Gujarat. Y después, la Union Flag ondearía sobre el Punjab al fin, Broadfoot podría descansar tranquilo y el dos veces derrotado pero nunca destruido khalsa podría renacer en los regimientos que se sublevaron en el motín y disputaron la frontera norte del Raj más tarde. Por la Reina Blanca y por nuestro sustento. El niño que se había vuelto loco por mi pistola y cabalgó riendo hacia las montañas de Jupindar viviría una vida de disipación en el exilio, y Mai Jeendan, la reina bailarina y Madre de Todos los
Sijs
, con su apetito y su belleza intactos, moriría al fin en Inglaterra.
[145]

Pero todo eso ocurrió más adelante, cuando yo estaba por el Misisipí con los alguaciles detrás de mí. Mi historia del Punjab acaba aquí, y no puedo quejarme, porque como todos los demás, yo también obtuve el deseo de mi corazón: la piel intacta y vía libre hacia casa. No me hubiera importado compartir un poco de gloria, pero tampoco me preocupó demasiado. La mayoría de mis campañas habían terminado con inmerecidas rosas de camino hacia Buckingham Palace, así que incluso me parecía divertido que aquella vez, en la que realicé un buen servicio (con miedo, quejas y reticencias, lo admito) y casi estuve a punto de morir por ello, recibiera sólo indiferencia y aprobación a regañadientes…, más o menos.

Lawrence y yo entramos en la gran tienda que servía como comedor de oficiales; al parecer, todo el mundo estaba allí, porque Hardinge había ido a esperar las noticias del tratado con Goolab, y él Y el grupo de Calcuta estaban disfrutando de una complacida charla antes de volver a entrar. Lawrence me dirigió una rápida mirada mientras entrábamos, como para decir que si no preferiría que fuéramos a su tienda, pero yo me adelanté. Gough, Smith y lo mejor del ejército estaban allí también, y bromeaban con Hodson y Edwardes mientras Lawrence pedía la bebida. Yo cogí un vaso para servirme, y me dirigí hacia donde estaba sentado Hardinge con Currie y los otros diplomáticos.

—Buenas tardes, señor —le dije, con tono servil—, o buenos días, mejor. Me voy hoy, como ya sabrá.

—Ah, sí —dijo él, displicente—. Es cierto. Bueno, adiós, Flashman, y que tenga un buen viaje. —No me ofreció la mano, sino que se volvió para hablar con Currie.

—Bueno, gracias, Excelencia —insistí yo—. Es muy amable por su parte. ¿Puedo ofrecerle mis felicitaciones por el afortunado final de nuestros recientes… problemas?

Me dirigió una mirada, con la frente ensombrecida, sospechando alguna insolencia, pero sin estar seguro de ello.

—Gracias —dijo, y volvió a darme la espalda.

—Creo que el tratado ha sido acordado ya —comenté alegremente, pero lo bastante alto para que las cabezas se volvieran. Paddy había dejado de hablar con Gilberty Mackeson, Havelock estaba frunciendo el ceño con sus pobladas cejas, y Nicholson y Hope Grant y una docena más me miraban con curiosidad. El propio Hardinge se volvió impaciente, ofendido por mi familiaridad, y Lawrence se colocó junto a mí y me tiró de la manga para que nos fuéramos.

—Buen
bandobast
en conjunto —dije yo—, pero una de las cláusulas necesitará un pequeño retoque, me atrevería a decir. Bueno, no es una cláusula, exactamente… más bien es un acuerdo, ya sabe…

—¿Está usted borracho, señor? ¡Le ordeno que se retire a sus cuarteles inmediatamente!

—Estoy completamente sobrio, Excelencia, se lo aseguro. El reglamento me lo exige. La constitución británica. No, insisto, una de las cláusulas del tratado, o más bien el acuerdo que ya he mencionado, no puede llevarse a efecto sin mi ayuda. Así que antes de irme…

—Mayor Lawrence, le ruego que conduzca a este oficial…

—¡No, no, escúcheme! Es el gran diamante, ¿sabe? El Koh-i-noor, ése que van a entregar los
sijs
. Bueno, no lo podrán entregar si no lo tienen, ¿verdad? Así que quizá sea mejor que primero se lo devuelva usted… para que ellos puedan ofrecérselo a usted de forma oficial, con una ceremonia adecuada… ¡Ahí lo tiene, cójalo!

(El noveno paquete de Los Diarios de Flashman acaba aquí, de forma abrupta, como de costumbre. Unas pocas semanas más tarde, el Koh-i-noor estaba de nuevo en posesión del durbar de Lahore, y fue mostrado en la ceremonia del tratado, pero no fue entregado finalmente hasta la anexión del Punjab en 1849, después de la segunda guerra sij. El diamante fue presentado a la reina Victoria por el sucesor de Hardinge, lord Dalhousie. Sin duda siguiendo el consejo de Flashman, ella no lo lució en su corona en el jubileo de1887. Véase apéndice III.)

APÉNDICE I: La crisis del Satley

Los orígenes de la primera guerra
sij
no se pueden resumir en pocas palabras. Flashman ha relatado de forma bastante correcta el desarrollo de la crisis, desde cerca, y quizá lo único útil que se pueda hacer sea distanciarse un poco y tratar de equilibrar algunos de los factores que parecen especialmente importantes.

Es fácil decir que con un poderoso y arrogante khalsa inclinado a la invasión, la guerra era inevitable; nadie en el Punjab podía reprimirles (o quería hacerlo), así que ¿qué podían hacer los británicos sino prepararse para la tormenta? Cunningham, un historiador muy respetado, creía que mientras fue el khalsa el que tomó la iniciativa, se debía «culpar principalmente» a los británicos de la guerra. Su conclusión fue asumida con entusiasmo en algunos ambientes, pero sus argumentos sugieren que los británicos, «un poder inteligente», enfrentados a «un dominio militar medio bárbaro», debían haber actuado con más sabiduría y previsión. Suena bastante arrogante, incluso para 1849, y quizás «igualmente» o «parcialmente» sería mejor que «principalmente». Al mismo tiempo, George Bruce tiene razón cuando acusa a Hardinge de parálisis mental, y de no hacer un movimiento racional para detener la guerra. Bruce señala los fallos importantes de comunicación. Sin embargo, considerando el estado del
durbar
de Lahore, y los motivos que impulsaban a sus principales actores, quizá no debería cargarse toda la responsabilidad sobre los hombros británicos.

Está claro que Broadfoot no era el hombre ideal para el puesto delicado de agente del noroeste. Como muchos británicos, creía que cuanto antes gobernara Gran Bretaña el Punjab, sería mejor, pero considerando lo que venía ocurriendo al norte del Satley desde hacía años, ¿se le podía culpar por ello? Se tiende a considerarle el villano de la historia, y ciertamente él estaba dispuesto, de forma beligerante, a empeorar la situación, pero también lo hicieron muchos otros. Jeendan y sus asociados querían al khalsa destruido, y el khalsa se apresuró a correr a su destrucción. Hubiera sido necesario un agente de gran autocontrol y un gobernador general habilísimo, lo cual Hardinge ciertamente no era, para pacificar las cosas. La impresión que uno tiene del
lobby
británico de la paz, personificado por Hardinge, es que hubieran deseado que el Punjab se perdiera o, mejor, que permaneciera en la fuerte y disciplinada estabilidad que había conocido bajo Runjeet Singh. Pero Hardinge no tenía ni idea de cómo conseguir eso. Por el lado de los
sijs
, uno puede entender su aprensión. Bajo el Satley, eran bien conscientes de ello, se agazapaba un gigante que había mostrado una alarmante tendencia a la conquista. El Sind era un ejemplo reciente y aplastante. El
sij
que no se tomara en serio la posibilidad de que los británicos estuvieran decididos a tragarse el Punjab era un loco. Siendo objetivo, aquello tenía lógica. Si la Compañía no tenía ni el poder ni la inclinación necesarias para emprender futuras expansiones (por el momento, al menos), este hecho podía muy bien no ser evidente en Lahore. ¿Y el khalsa? Belicosos como eran y ansiosos como estaban por asestar un golpe al campeón reinante, tenían razones para sospechar que si no iniciaban la lucha, lo harían los británicos.

Éstas son observaciones muy generales, y a cada una de ellas puede añadirse la matización de «sí, pero…». Uno puede revisar la correspondencia de Broadfoot o las provocaciones ofrecidas del lado de los
sijs
en detalle, pero sopesando todas esas cosas tan ecuánimemente como se pueda, parece que la guerra estalló porque era activamente deseada por el khalsa, acosados por Jeendan y otros por razones deplorables, mientras que por el lado británico había algunos, incluyendo a Hardinge, que no tenían la suficiente visión y flexibilidad, y otros que estaban dispuestos, con diferentes grados de ansiedad, a dejar que ocurriera. Debería recordarse también que los combatientes de cada lado se subestimaban unos a otros, a pesar de todos sus temores, los británicos, con mucha mayor experiencia bélica, tenían la firme convicción de ser invencibles, y aunque ésta se vio duramente sacudida en el campo de batalla, al final resultó justificada. El khalsa parecía no tener dudas en absoluto, e incluso teniendo en su contra la traición de sus líderes, mantuvieron su confianza hasta los últimos momentos de Sobraon.

Incluso entonces, después de la paz, con el Punjab como protectorado británico, el espíritu del khalsa permaneció: volvieron. El combustible estaba allí, en la presencia británica en Lahore, que empezó protegiendo la posición de los gobernantes nominales del Punjab y acabó asumiendo el poder; en las intrigas de Jeendan y Lal Singh, que encontraron el nuevo orden de cosas menos satisfactorio de lo que habían esperado (ambos fueron exiliados finalmente); pero sobre todo, quizá, en la firme creencia de los soldados
sijs
de que lo que casi consiguieron una vez podían conseguirlo la segunda. El resultado fue la segunda guerra
sij
de 1848-1849, que acabó con una completa victoria británica. Gough, dudando por una vez, entabló una costosa acción en Chillianwalla y fue reemplazado, pero antes de que llegase su sucesor, ya había ganado la decisiva victoria de Gujarat. El Punjab estaba anexionado. Dalip Singh fue depuesto, y como había predicho Gardner, los británicos heredaron algo infinitamente más valioso que el Punjab o el Koh-i-noor: esos magníficos regimientos cuyo valor y lealtad se convirtieron en proverbiales durante cientos de años, desde el Gran Motín a Meiktila y la carretera de Rangún.

APÉNDICE II: Jeendan y Mangla

No hay forma alguna de comprobar los recuerdos de Flashman sobre la maharaní Jeendan (también llamada Jindan o Chunda) y su corte; uno sólo puede decir que son enteramente coherentes con los relatos de reputados escritores contemporáneos. «Una extraña mezcla de prostituta, tigresa y
El príncipe
, de Maquiavelo», la llamó Henry Lawrence, y tenía razón en las tres cosas. Abrumadoramente bella, valiente, sensual y disipada, una brillante y poco escrupulosa política y exhibicionista sin escrúpulos, podría aparecer en cualquier periódico sensacionalista moderno, pues es difícil inventar una historia más sensacional que la de su subida al poder y la explotación que hizo de él.

Al parecer nació alrededor de 1818, hija de un trabajador de un canal de Runjeet Singh, y los vívidos detalles de los primeros años de su vida se los debemos a Carmichael Smyth. Éste obtuvo la mayoría de esa información de Gardner, que la conocía bien y la admiraba, y que dejó también escritos sobre ella. El padre de Jeendan era una especie de bufón sin licencia de Runjeet, y asediaba al maharajá con su hija, que entonces sólo era una niña, sugiriéndole en broma que podía hacer de ella una reina adecuada. La versión de Gardner es que Runjeet la tomó en su harén «donde la pequeña belleza solía jugar y divertirse… y se las arregló para cautivarle de una manera que despertó los celos de las esposas reales». Fue enviada a un guardián de Amritsar cuando tenía trece años, y tuvo una serie de amantes sucesivos antes de volver a Lahore «para vivificar las escenas de la noche en palacio». En 1835 se casó con Runjeet, pero continuó teniendo otros amantes, con el conocimiento del maharajá e incluso (de acuerdo con Smyth) su estímulo… «relatar con detalle… las escenas vividas en presencia del viejo jefe mismo y a su instigación, sería un ultraje a la decencia». No es sorprendente que cuando nació Dalip, en 1837, hubiese dudas acerca de su paternidad, pero Runjeet lo reconoció encantado.

Después de la muerte del viejo maharajá, se sabe poco de Jeendan hasta la ascensión de Dalip al trono en 1843 (tenía ocho y no siete años cuando Flashman le conoció). Después, como Reina Madre y corregente con su hermano, se mantuvo ocupada tramando intrigas, pacificando el khalsa y dedicada a lo que Broadfoot, excitado por el escándalo, llamó mala conducta y notoria inmoralidad. El agente explicó que se sentía más como un guardián de burdel que como representante del gobierno, la comparó con Mesalina y afirmó que sin duda la bebida y la disipación habían perturbado su mente. («¿Qué pensarían… si supieran que cuatro jóvenes se van cambiando cuando dejan de proporcionar satisfacción a la Rani, pasando con ella la noche?») Sin duda él estaba dispuesto a repetir todos los cotilleos salaces que pudiera, para demostrar que un régimen tan corrupto reclamaba la intervención británica, pero incluso concediéndole una cierta exageración, no hay duda de que, tal como Khushwant Singh explica, el
durbar
«se abandonó a las delicias de la carne». Incluso antes de la muerte de su hermano, Jeendan y sus confederados conspiraron para traicionar al país para su propia seguridad y provecho; la muerte de Jawaheer fue finalmente lo que la decidió a lanzar al khalsa a la destrucción, «y así la Rani… planeó vengarse de los asesinos».

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