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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (2 page)

—Vigila el gas. Lávate los dientes después de comer. Y a ver qué comes. Como a mi vuelta vea el cubo lleno de cajas de pizza la vamos a tener, ¿eh? —como anticipo a lo que podía pasar, el doctor le propinó a su hijo una colleja—. Tu hermana vendrá de vez en cuando. Supongo que cocinará algo. Si no, tienes congelados y la despensa llena. Haz caso a la señorita Avila, y aplícate de una vez, ¿lo harás? En la puerta de la nevera te dejo el número de los tíos para que me llames sí pasa algo. Que no va a pasar, pero por si pasa… Le daré un beso a la abuela de tu parte. Le diré que no has ido porque tienes que estudiar. Te llamaré antes de la operación para que le digas algo, que últimamente no hablas nada con ella. ¡Menudo nieto, que no llama a su abuela!

Es difícil explicar con palabras el alivio que sintió Kevin cuando su padre metió las maletas en el taxi y éste se fue haciendo pequeñito hasta desaparecer al final de la calle Westmooreland. No hay nada peor que un padre hipocondriaco, divorciado y sobreprotector que, para colmo, es uno de los mayores expertos en cáncer del mundo. Kevin había pensado más de una vez que la agonía de quienes padecían aquella horrible enfermedad podía alcanzar cotas exageradas si el doctor Dexter se comportaba con sus pacientes como lo hacía con él.

Respiró hondo y salió del cuarto de baño. La sala de lectura estaba casi vacía, con sólo una mesa ocupada por varios adolescentes que trabajaban en sus ordenadores. Junto a la estantería de literatura juvenil, la chica que acababa de socorrerlo miraba los lomos de las novelas de Los Hollister.

—Es una faena —susurró sin mirarle—. Pensé que habría alguno nuevo, pero los he leído todos.

—Los Hollister —a Kevin le sonaban aquellos libros. Los había visto durante mucho tiempo en la casa de su abuela, cuando vivían en Detroit, pero nunca había sentido el menor interés por ellos. Siempre pensó que trataban de las andanzas de una panda de mocosos metiéndose en líos.

—A mí me chiflan —decía ella—. El de La casa encantada lo he debido de leer al menos diez veces.

—Sí, sí… Ese es tremendo.

—Otro que me gusta es Tom Sawyer, y los berenjenales en que se mete. Por no hablar de Huckleberry Finn. Me parto de risa con sus andanzas.

Kevin empezaba a sentirse un poco incómodo. Le avergonzaba explicarle a esa chica el tipo de libros que él prefería, pero ella parecía una caja de sorpresas, y, tras revolver un poco en la sección de novela juvenil, pasó por una estantería un poco apartada y le mostró un ejemplar muy viejo de El señor de los anillos.

—¿Y esto qué? ¿No es una pena que no hayan hecho más partes?

—¡Guau! —exclamó Kevin tan alto que la bibliotecaria chistó pidiendo silencio—. Me leí la primera parte de un tirón cuando estuve en el hospital. Tenía doce años.

—Yo lo empecé con once, pero no lo acabé hasta que tuve trece. ¿Y a ti qué te pasa con los hospitales? ¿Siempre estás accidentándote por ahí o qué?

—Aquello fue apendicitis. Pero he pasado mucho tiempo en hospitales. Mi padre es médico.

—Ya veo —rió ella—. Ganas de hacerle trabajar.

Él también rió, y sintió una sacudida cuando ella cogió de un estante Las aventuras de Tom Bombadil y lo encajó cuidadosamente bajo su brazo. Había leído ese libro hacía un par de años y lo había pasado en grande con él. Si Kevin había estado feliz aquella mañana, ahora se sentía como en un sueño. Esa chica era un milagro; un regalo caído del cielo; una…

—¡Panocha!

El grito convirtió en escarcha la sangre de Kevin. Sentado en un butacón en la zona de prensa había un chico rubio con el pelo muy rizado que se levantó tras dejar en una mesita la revista de caza y pesca que estaba hojeando. Kevin tragó saliva, pero ya era demasiado tarde para huir. Nathan Addison se acercaba a él con sus andares de pato y su bobalicona sonrisa. No era un mal tipo, pero su conversación se limitaba a los cotilleos del instituto, las virtudes de la vida al aire libre y lo fuerte y valiente que era su padre, el Gran Pescador Blanco.

—Eh, Panocha —insistió como si el otro no le hubiera oído de sobra. Tampoco pareció darse cuenta de la presencia de la chica rubia, o tal vez era incapaz de admitir que Kevin Panocha Dexter pudiera estar relacionado de cualquier modo con una muchacha tan guapa. El caso es que no paró de llamarlo por su incómodo apodo hasta que lo tuvo casi pegado a las narices—. Iba a pasar luego por tu casa. Este fin de semana mi padre me lleva a pescar al lago Columbia. Vendrán Johnny, Carla y los Bryson. Yo creo que Johnny y Carla están liados, pero ya les he advertido: con mi padre delante ninguna marranada o se quedan en tierra. ¿Qué dices? ¿Te apuntas? Dormiremos en tiendas y comeremos lo que pesquemos, como hacían los indios.

De todos los tormentos imaginables de este mundo, a Kevin no se le ocurría ninguno peor que compartir dos días con los insoportables mellizos Bryson, los empalagosos Johnny y Carla (que claro que estaban liados, todo el mundo lo sabía) y Nathan Addison y su padre. Súmense a eso dos días sin Fabuland y se obtendrá la excusa perfecta para cometer una locura como en esas películas de terror ambientadas en campamentos de adolescentes.

—Lo siento, Nathan. Tengo que estudiar.

—Oh, vamos, Panocha. Tienes todo el verano…

—¡No me llames Panocha!

—¡Chisssssss! —insistió la bibliotecaria.

Nathan miraba a su compañero, sin entender por qué no podía usar el nombre por el que todos le conocían en el instituto, y finalmente se dio por vencido.

—Como quieras, Panocha. Si cambias de opinión llámame —dijo antes de volver a la butaca arrastrando los pies.

La chica miró a Kevin con una sonrisa compasiva.

—Vaya, así que tú también. Creí que era la única.

—¿Qué quieres decir?

—Tú también tienes motes. Me he pasado la infancia aguantando que me llamaran Cuatro ojos, Rarita, Cheewaka y cosas así.

—¿Cheewaka? —A Kevin no le cabía en la cabeza que una chica como aquélla pudiera recibir burlas por parte de sus compañeros.

—Sí. Porque decían que venía de otra galaxia. Y me adelanto a tu pregunta: lo de Cuatro ojos fue antes de ponerme lentillas. Por cierto, creo que mi nuevo mote debería ser Maleducada. Ni siquiera me he presentado.

—Pues ya somos dos. Me llamo Kevin. Kevin Dexter.

—Martha Sheridan. ¿Por qué no has aceptado la invitación del padre de ese chico? ¡Es verano! Hay que divertirse. Tomar el aire, pasear, hacer ejercicio, vivir alguna aventura…

—Eso es justamente lo que voy a hacer —los ojos de Kevin empezaron a brillar. Ella había dicho la palabra mágica y él pensaba aprovecharse—. Pero no será con Nathan Addison y sus amigos. Espera aquí un momento.

Regresó con un pequeño libro de tapa blanda en cuya portada podía verse un ejército de orcos atacando una ciudad. El título decía: Fabuland. El regreso de Orth.

Martha lo contempló un rato antes de preguntar:

—¿Tú lees estas cosas?

—De vez en cuando. Pero Fabuland no es sólo una saga de libros. Hay algo todavía mejor.

—¿Mejor que un libro?

—Mucho mejor.

Kevin estaba cada vez más alterado. En otras circunstancias le habría enseñado a Martha el escudo de Leuret Nogara que llevaba consigo, pero no consideró que la biblioteca pública fuera el lugar más apropiado para mostrar los calzoncillos a una chica que acababa de conocer.

—¿Vives por aquí cerca? —preguntó ella, sofocando durante un instante el fulgor de los ojos de Kevin.

—En la calle Westmooreland. ¿Y tú?

—En la calle Sherman.

—¿De verdad? Somos casi vecinos. ¿Cómo es que no te he visto antes por ahí?

—Tal vez porque es mi primera semana en Ypsilanti. Nos mudamos desde Lexington el viernes. Mis padres se conocieron aquí, porque mi abuelo paterno vino a trabajar a la fábrica de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Después se volvieron a Kentucky, y allí nací yo. Es la primera vez que vengo a mi tierra de origen. Aunque en realidad mi sangre es un cóctel muy curioso. Mis bisabuelos eran irlandeses y la familia de mi madre procede de Nueva Orleans.

Kevin no supo si fue, entre otras cosas, porque no se parecía en nada a su hermana, pero enseguida se dio cuenta de que aquélla era una chica a la que quería tener a su lado. No «a su lado» en el sentido que le daría el cotilla de Nathan Addison, pero sí a su lado… de alguna manera. Mientras hacía ademán de dirigirse a coger un libro en español, pensó que invitaría a Martha a visitar su casa esa tarde, antes de la clase de la señorita Avila. Así podría enseñarle todos sus libros, su colección de maquetas y, sobre todo, el verdadero significado de Fabuland. Seguro que al verlo mostraría más entusiasmo que el que había reflejado su rostro al ver la portada de El regreso de Orth. Cogió al azar un libro de los más finos que vio (Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez) y notó que las palabras empezaban a amontonarse en su mente mientras las palpitaciones de su cuello tomaban velocidad, como burbujas en una botella a punto de abrirse. ¿Cómo se invitaba a casa a una chica como aquélla sin parecer un fresco? Lo más probable era que, en cuanto lo hiciera, Martha se ofendería y no volvería a verla nunca más. Además estaba el peligro de los gallos. Seguro que se le escapaba alguno al hacer la pregunta. ¿Y por qué estaba tan colorado? Nadie se pone rojo por hacer una pregunta si ésta no esconde detrás una intención perversa. ¿Qué pensaría Martha de él?

Al final se armó de valor y abrió la boca para decir algo, pero en ese momento un hombre se acercó a Martha y le acarició la nuca con familiaridad.

—¿Has terminado?

—Sí, papá —respondió sonriente mostrándole el libro—. Mira, te presento a Kevin. Vive en Westmooreland.

—¿Cómo estás, Kevin? —El señor Sheridan era un hombretón rubio de impecable bigote y fríos ojos azules que tendió a Kevin una mano grande y fuerte como una bala de cañón.

—¿Cómo está usted? —respondió sintiéndose ridículo al aceptar el saludo con la mano izquierda, ya que la derecha aún estaba cubierta por el improvisado vendaje.

—Vamos, Martha. Tengo el coche fuera. ¿Te llevamos a casa, Kevin?

—Ehm… Gracias, señor. He venido en mí…

—Tiene un patinete a motor, papá —explicó Martha mirando a Kevin con aire protector—. Ten más cuidado al frenar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Kevin viendo que sus oportunidades de invitar a Martha a su casa se diluían como un cacahuete en ácido sulfúrico.

«La próxima vez», se prometió a sí mismo. Luego puso sobre el mostrador los Doce cuentos peregrinos de García Márquez y se sintió el ser más tonto del mundo.

Menos mal que esa noche Fabuland le daría una nueva oportunidad para demostrar su valor.

Capítulo 2

En las profundidades de Jungla Canalla no existe más regla que la del más fuerte. Los peligros que acechan son grandes y abundantes, pero ninguno tiene comparación con el que representan las familias de monos resinosos. Estos primates, en apariencia tan vulgares, alcanzan un grado de agresividad extremo cuando consumen la resina del Gran Sauce. Por desgracia, todos los monos resinosos de Jungla Canalla tienen ese hábito del que procede su nombre.

Rob McBride, descendiente de Ian McBride, el fundador del clan McBride de Esnas, avanzaba con pies de plomo alzando su hacha, atento a cualquier señal de peligro. Por el momento los monos resinosos no habían hecho acto de presencia, probablemente porque era aquella hora, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, la que aprovechaban para peregrinar al Gran Sauce y embriagarse de su pegajosa sustancia.

Debido a su baja estatura, Rob McBride no veía en su avance más que vegetación, hormigas y los enormes pies peludos de su compañero de viaje, que iba unos metros por delante de él abriéndose camino entre el follaje con la ayuda de su machete.

—¿Estás segura de que es por aquí? —preguntó Rob tras una caminata de tres horas según el cómputo fabuloso.

Naj el gregoch detuvo su corpachón, de manera que Rob estuvo a punto de chocar contra su espalda color mostaza. Al darse la vuelta, el gregoch mostró su habitual expresión furiosa.

—Vamos a ver, enano. En primer lugar, y según las indicaciones que nos dio Imi, éste es el camino que conduce a la cueva: atravesando Jungla Canalla en dirección sudoeste hasta llegar al río Nudoso y luego hacia el oeste. No tiene pérdida.

Rob palideció. Aunque conocía a Naj desde hacía tiempo, nunca dejaban de impresionarle las facciones toscas de jabalí que contrastaban con las coquetas pestañas y el lazo rojo con topos blancos sobre la cabeza.

—Y en segundo lugar —continuó el gregoch— vuelve a dirigirte a mí en términos femeninos y te como de un bocado.

—Pero es que…

—Es que qué.

—Nada, nada.

—Venga, dilo. Es que qué.

—Ya hemos hablado de esto, Naj. Perdona, no quería…

—Pues quiero que volvamos a hablar. Es que qué.

—Es que… Bueno, Naj. Tú te has visto. Y yo te veo constantemente. Sabes que lo que uno ve influye mucho a la hora de tratar con las personas, y… y tú, con ese aspecto… En fin, no resultas muy… muy…

—Muy qué.

—Muy…

—¿Muy gregoch?

—No, no. Claro que no. Gregoch sí eres. Pero un gregoch… cómo decirlo. Muy poco…

—¿Masculino?

—¡Tú lo has dicho! ¿Lo has oído? Lo has dicho tú misma. ¡Tú mismo!

—¡Vaya novedad, medio metro! No me obligues a recordarte que tú tampoco eres el guerrero norman que te gustaría ser. Más bien parece que te hayan hecho para vigilar un jardín.

A Rob le molestó el comentario, pero no dijo nada.

—Aclarado esto, sigamos adelante —dijo Naj—. Tenemos que encontrar el huevo. Y para encontrar el huevo, es necesario llegar a la cueva. Y a la cueva se llega atravesando Jungla Canalla en dirección sudoeste hasta el río. Y nunca conseguiremos atravesar la jungla en esa dirección ni en ninguna otra si no dejas de interrumpirme cada cuatro pasos para preguntarme si seguimos la senda correcta y recordarme que tengo un lazo rojo en la cabeza. ¿Ha quedado claro?

—Muy claro. Perdona, Naj. No molestaré más. Tú eres la… el guía.

A pesar de sus frecuentes discusiones, Rob McBride y Naj el gregoch habían desarrollado una estrecha relación de amistad. Tal como había recalcado Naj, ninguno de los dos estaba conforme con su aspecto. Rob hubiera querido ser un guerrero norman, alto, ágil, bien parecido, con capacidad para conquistar tanto una provincia como el corazón de cualquier mujer. El problema de Naj era aún más complicado. Era un gregoch y se sentía bien siendo un gregoch. Lo único que… no así.

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