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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (19 page)

Convertido ya en Mini-Rob, el baktus descendió la escarpada pared agarrándose a sus múltiples grietas y esperó a que el guardia que hacía la ronda desapareciera detrás de una esquina para correr hacia el muro y empezar a buscar una entrada. Después de dar una vuelta completa al antiguo fortín llegó a la conclusión de que todas las piedras estaban sólidamente unidas, sin una sola fisura por la que escurrirse. Por encima de él (muy por encima de él) había una fila de ventanas a modo de troneras por las que antiguamente los soldados habían asomado sus armas para disparar contra sus atacantes. Rob comprobó con disgusto que los muros eran demasiado lisos y no podría escalarlos sin ayuda. Entonces oyó pasos y se le ocurrió una idea.

El guardia que patrullaba hizo su aparición desde detrás de la esquina. Rob esperó a que pasara junto a él, saltó y se agarró a la culata del fusil que el guardia llevaba colgado del hombro. Luego trepó por ella hasta alcanzar el cañón, rezando al Amo y Señor para que el guardia no notara su peso. Una vez sentado junto a la boca del cañón, esperó a que el guardia estuviera debajo de una de las troneras y entonces saltó, quedando agarrado a ella con las puntas de los dedos mientras el guardia continuaba su ronda como si nada hubiera ocurrido.

Con un pequeño impulso, Rob logró encaramarse a la ventana, cubierta por un mugriento cristal que no dejaba ver más que una tenue luz en el interior de la prisión. Tocó, golpeó y empujó, pero el cristal era demasiado duro para moverlo o romperlo. Echaba de menos su hacha, que se había perdido en la refriega con los tuétanos. Preocupado, se secó el sudor con la mano… y entonces lo vio. ¡El anillo que le había dado el Sabio Silvestre! El cristal de la ventana era sólido, pero no lo suficiente para la coraza de un armadillo mensajero. Trazó un círculo con el anillo y lo retiró con cuidado, dejando en el cristal una abertura redonda perfecta. Luego dio las gracias al Sabio y saltó al interior, magullándose un poco en la caída de casi dos metros.

Unas pocas antorchas sujetas a la pared iluminaban un recinto cuadrado rodeado de celdas, la mayoría de ellas vacías. En la situada más a la derecha, junto a la puerta principal, se reconocía la silueta acostada de un esqueleto, probablemente un pirata al que habían caído encima más años de condena de los que podía cumplir en vida. Justo al otro lado de la puerta había un mostrador de madera. Tras él, una funcionaria de prisiones, grande y rolliza, con el cabello castaño recogido en un bosque de moños, soportaba con estoicismo las monsergas del huésped de la celda situada más al fondo.

—¡Sácame de aquí o te arrepentirás! No tienes ni idea de con quién te la estás jugando. Este lugar tiene las horas contadas. Dentro de poco no quedará una sola piedra en pie y tendré el gusto de hacerte picadillo con mis propias manos. ¡Vamos, suéltame!

Rob reconoció sin esfuerzo al general tuétano y sonrió satisfecho al ver que aún tenía morado el ojo en el que había impactado su bota. Estaba sentado en un banco, con la espalda pegada contra la pared y los brazos y piernas encadenados. La lástima era que no le hubieran amordazado, porque sus violentos ataques verbales parecían no tener fin. Arrimándose todo lo que pudo a la pared para impedir que la luz de las antorchas lo delatara, Rob se fue acercando al mostrador. Primero un paso, luego otro… Faltaban ya menos de cinco pasos cuando unos ojos rojos aparecieron ante él, encima de un hocico estrecho y peludo del que sobresalían dos grandes dientes. La rata no debía de medir más de veinte centímetros de alto, pero para Mini-Rob era casi como un dinosaurio. El animal empezó a olfatearlo y luego emitió un agudo chillido que le obligó a taparse los oídos. Luego echó a correr con la gigantesca bestia pisándole los talones, sintiendo en la nuca su aliento cálido y apestoso. El baktus, reducido a dos veces la mitad de su tamaño, se lanzó hacia delante con los brazos extendidos y logró deslizarse por la estrecha ranura que quedaba entre el suelo y el mostrador. La rata, mucho más grande, tuvo que rodearlo, pero en lugar de su escurridiza presa se encontró con las polvorientas botas de la funcionaría.

—¡Maldito bicho! ¡Creí haberte dicho que no volvieras a salir de tu agujero! ¡Ahora verás!

Rob permaneció escondido bajo la madera del mostrador mientras la mujer cogía una escoba y salía en persecución del roedor, que huyó despavorido y desapareció dentro de una celda vacía.

—¡Eso, eso! —gritaba mientras tanto el general Bígaro—. ¡Te muestras muy valiente ante una simple rata, pero ya veremos si te queda algo de valor cuando mis hombres reduzcan este lugar y toda la ciudad a polvo y cascotes! ¡Te voy a despellejar! ¡Te juro que te cogeré con mis propias manos y…!

No pudo continuar porque el palo de la escoba pasó entre las rejas y se introdujo en su boca.

—Cállate, saco de huesos. Cállate o entraré ahí y te desarmaré pieza por pieza. ¿Está claro?

—Mrdita bduja. Mrnmmf. Dte vaz a endtedad. Ummrnmf…

Libre de la rata y de la funcionaría, Rob había aprovechado para salir de su escondite y trepar al mostrador, desde donde se divisaba un casillero de madera con todos los compartimentos vacíos menos uno, el que contenía las pertenencias del tuétano. Pudo ver la ballesta y algunas flechas, un montón de monedas, un papel que resultó ser el resguardo de atraque en el puerto, un pequeño puñal… y al fondo del todo su preciada bolsa del inventario. Sin perder tiempo (no sabía NI era más peligroso el tuétano, la rata o la funcionaría) abrió la bolsa, que ahora era mucho más grande que él, y se metió dentro.

—Oguba… Oguba, ¿estás ahí? —susurró en la oscuridad. De pronto, una pequeña lengua fría y fantasmal le lamió el rostro, y el interior de la bolsa empezó a vibrar con unos pasos alegres y festivos—. ¡Oguba! —exclamó Rob, feliz—. Vamos, salgamos de aquí. Con cuidado.

Abandonaron la bolsa, vieron que la escoba de la funcionaría seguía en la boca del tuétano, y bajaron con cuidado del casillero. Pero sus problemas aún no habían acabado. Las paredes del interior de la prisión eran tan lisas como las del exterior, de manera que resultaba imposible trepar hasta alguna de las ventanas. El único modo de salir era la puerta principal, pero ésta se encontraba cerrada a cal y canto, y Rob ya había comprobado que la rendija inferior no era lo suficientemente grande. Examinó el mostrador y se fijó en un montón de papeles con fichas de reclusos (algunos de los cuales habían muerto hacía siglos) iluminadas por una lámpara de aceite colocada en el borde de la mesa. De inmediato supo lo que había que hacer, pero el inoportuno regreso de la funcionaría le obligó a esconderse con Oguba bajo el mostrador.

—Vale, Oguba, éste es el plan: tú ve hacia aquella celda y llama la atención de la rata. Luego corre hacia aquí sin mirar atrás y procurando que no te coja. La mujer perseguirá a la rata con la escoba. Entonces aguarda mi señal y corre hacia la puerta. ¿Has entendido?

La cerdita asintió con la cabeza y volvió a lamer la cara de Rob. Era evidente que se alegraba de volver a verlo. A continuación salió corriendo en dirección a la celda donde estaba escondida la rata y volvió a los cinco segundos con el animal bufando tras ella. Por un momento Rob temió que fuera a atraparla, pero la cerdita dio un quiebro en el último momento y se puso a salvo bajo la madera del escritorio mientras la rata chocaba contra la pared.

—¿Otra vez? —gritó la funcionaría agarrando la escoba—. ¡Ahora vas a ver! ¡Te voy a hacer consomé, bicho peludo!

En el momento en que la corpulenta mujer salió corriendo tras el roedor, Rob se encaramó al escritorio y volcó la lámpara de aceite sobre los papeles, que empezaron a arder de inmediato.

—¡Prepárate, Oguba! —exclamó tras dejarse caer al suelo junto a la cerdita. El olor a papel quemado empezó a unirse a1 de madera chamuscada cuando las llamas se extendieron de las fichas al escritorio y la funcionaría se olvidó de la rata para concentrarse en un peligro mucho mayor.

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó mientras corría hacia la puerta—. ¡Guardias! ¡Socorro!

En cuanto la puerta estuvo abierta, Rob y Oguba se colaron por el hueco esquivando por poco las botas de los guardias que corrían a sofocar el incendio. Dejaron atrás la prisión, y con ella los gritos histéricos de la funcionaría, los gruñidos de los guardias y las maldiciones del tuétano, que seguía amenazando a la mujer con una muerte larga y dolorosa.

Las pezuñas de Oguba no eran apropiadas para escalar el acantilado, así que tuvo que colgarse del cuello de Rob mientras éste ascendía. Cuando después de mucho esfuerzo logró llegar a la cima se encontró con que sus amigos no estaban allí.

—¡Naj! ¡Haba! —llamó, mirando a uno y otro lado. Frente a él, una lengua de humo salía por la puerta de la prisión. Al otro lado, detrás de un bosquecillo, la luna iluminaba una mansión que antes le había pasado inadvertida. ¿Estarían sus amigos allí? ¿Podía ser que a Naj le hubiera entrado hambre y…?

Una sombra enorme lo cubrió de pronto. Oguba se refugió tras él, aterrorizada, mirando la criatura monstruosa que los había sorprendido por detrás. Era mucho más grande que la rata y parecía el triple de peligrosa. Sin darles tiempo a reaccionar, el animal abrió la boca y los engulló a los dos mientras una mano le daba amistosos golpecitos en el cuello.

—Bien hecho, Contramaestre. Ahora llevemos a esta chusma ante el gobernador. Creo que se alegrará de verlos.

En lo más alto de la fortaleza de Isla Neblina, Kreesor observaba con su telescopio cómo
Un-Anul
se acercaba lentamente al punto señalado en su mapa celeste. En algo menos de tres días, el satélite estaría alineado con el sol de Fabuland y el hechizo de resurrección sería infalible. Las cenizas del brujo Gelfin esperaban ya en el laboratorio. Las muestras de Animatoris Mortuari estaban preparadas en sus respectivos frascos, según la receta que el chamán de Isla Zombie había confesado tras largas jornadas de tortura. Kreesor estaba impaciente. Tres días más y tendría junto a él al brujo más poderoso que había pisado jamás Fabuland. Juntos reescribirían el Libro Negro y dominarían el universo. Para empezar le cambiarían el nombre. ¿Brujuland?, pensó. Le pareció ridículo, pero bajo la boscosa capa de pelo negro se adivinó una malvada sonrisa.

—Míralo bien, Xivirín —le dijo a su ayudante—. Es nuestra estrella de la suerte.

—Sí, gran Kreesor —repuso Xivirín, que no podía ver nada porque su maestro no se despegaba del telescopio. De todas formas, él no había ido allí a mirar el cielo, sino a informarle de que el laboratorio estaba preparado.

—¿Todo en orden por los calabozos? —preguntó el mago.

—Las cosas siguen igual. El chamán no prueba bocado, y el perrito continúa estable dentro de la burbuja. Señor, si me permite, aún no entiendo por qué…

—Te lo he explicado mil veces, Xivirín. Ese perro tiene encima una maldición que lo convierte en una bestia asesina si sale de su entorno. Afortunadamente, el mago Karius llegó a tiempo y le lanzó un hechizo ambiental antes de que acabara con todos nuestros soldados —Kreesor no mencionó que algunos de esos mismos soldados habían perecido poco después en el Río Nudoso cuando intentaban dar caza a la rana roja y a sus amigos—. Esa burbuja donde está metido recrea las condiciones de Leuret Nogara, de manera que seguirá siendo un perrito hasta que lo saque de ahí para interrogarlo.

—Eso ya lo sabía, gran Kreesor. Lo que no entiendo es… Bueno, cuando lo saque de allí se convertirá de nuevo en una bestia asesina.

—No importa. Es posible que esté al tanto de nuestros planes y necesito saber quién más los conoce. ¡No me mires así, Xivirín! No pienso quedarme a solas con esa bestia. Ya se me ocurrirá algún conjuro para interrogarle sin peligro. En cuanto Gelfin esté con nosotros, él y los doce huevos áureos nos harán todopoderosos.

—Aún falta uno, gran Kreesor —le recordó Xivirín.

—Lo sé, pero es sólo cuestión de tiempo dar con él. En cuanto acabe con esto enviaré otra expedición a Jungla Canalla. Y entonces…

No hizo falta que terminara la frase. Todos sabían lo que ocurriría entonces.

—¿Qué hay de la cerda? —preguntó Kreesor—. ¿Aún no hay noticias del general Bígaro?

—No desde que volvió a Port Varese, herido y sin sus hombres. Su último mensaje decía que los guardias del puerto no le dejaban zarpar, y desde entonces no hemos sabido nada le él.

—Enviaremos una tropa a buscarlo. Ve a los barracones y di al capitán Sapo que prepare su barco. Quiero que esté listo para zarpar antes del anochecer. Les daremos a esos varesianos una lección.

—Como desees, gran Kreesor —dijo Xivirín antes de abandonar el laboratorio. Cuando cerró la puerta se preguntó por enésima vez si era un aprendiz de mago o el chico de los recados.

Capítulo 16

Posiblemente, de todas las experiencias asquerosas imaginables, permanecer empapado de babas dentro de la boca de un perro gigante es una de las peores. El alivio de Rob y Oguba fue infinito cuando, tras un buen rato, el perro los escupió en una suntuosa alfombra escarlata.

—¡Maldita sea, Sparkot! ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero ver a tu chucho escupir en mi alfombra?

—Lo lamento de veras, señor gobernador. Yo… Ahora mismo lo limpio.

—Mejor será que no quede ni gota. ¡Pero…! ¿Qué demonios es eso que hay ahí? ¡Resulta realmente asqueroso, Sparkot!

El guardia, que frotaba la alfombra con un trozo de papel mugriento, explicó:

—Son los prisioneros, señor gobernador. Contramaestre los descubrió mientras patrullábamos por el acantilado del viejo fortín.

—¿Eso son prisioneros? —preguntó el gobernador de Port Varese acercándose al mejunje pastoso que había sobre la alfombra—. ¿Y por qué no los habéis llevado directamente a la prisión?

—Verá, gobernador…, señor. La prisión estaba en llamas. Oh no se preocupe. Los guardias parecían tener la situación controlada cuando nos fuimos. Ha debido de ser un accidente.

—Esa funcionaría idiota… Sabía que no podíamos confiar en ella por muchas becas en Mundogaláctico que nos pasara por las narices. Yo me encargaré de esto.

Sparkot y Contramaestre habían irrumpido en el salón de la mansión del gobernador mientras éste se encontraba reunido con algunos de los más intrépidos marineros de la ciudad para organizar las labores de búsqueda del maestro Jean du Guillaumes. Todos ellos seguían sentados en torno a la gran mesa, fumando y bebiendo licores, mientras el gobernador observaba cómo Sparkot limpiaba a los prisioneros en una palangana y los secaba con una toalla.

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