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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (17 page)

—¿El héroe principal? —preguntó Naj apretando los puños—. ¿Qué te hace pensar que eres el héroe principal?

—Nada me hace pensarlo, gregoch; simplemente lo sé. Llevo mucho tiempo en Fabuland, he visto todo tipo de cosas y he conocido todo tipo de seres, muchos de ellos con misiones como la vuestra. No tiene nada de malo. Al contrario, es bueno. Le da vidilla a este mundo. Todos tienen derecho a participar. Sólo digo que si algún día alguien escribiera un libro sobre Fabuland, yo sería el protagonista. ¡Vosotros saldríais también, de eso no hay duda! Pero sólo desde el momento en que os topasteis conmigo en el río. ¿Entendéis lo que quiero decir?

Rob meditó un rato sobre el discurso de Steamboat y decidió no continuar la conversación por ese cauce. A veces él mismo había fantaseado sobre las múltiples posibilidades que ofrecía la realidad en Fabuland y cómo cada uno de sus habitantes debía de sentirse protagonista absoluto de su historia. Apaciguó al iracundo Naj y sugirió que era tarde y que lo mejor sería que se marcharan a dormir.

Cuando estaba ya acomodado bajo la manta, Naj se le acercó.

—¿Qué te parece el gallito este? —susurró—. ¿Quién se ha creído que es?

—No le des más vueltas. Que se crea lo que quiera. Incluso es posible que tenga razón. Lo importante es que mañana nos llevará a Port Varese y estaremos más cerca de nuestro objetivo, aunque me temo que sin Oguba las cosas resultarán mucho más difíciles.

El gregoch miró hacia donde los restos de la hoguera alumbraban el bulto durmiente de Julius Steamboat y luego se volvió hacia el lugar donde se había acostado Haba la Rana.

—¿Te has dado cuenta?

—¿De qué?

—De Haba. Ni se ha inmutado cuando Steamboat ha dicho que era hijo de un duque. ¿No se supone que es un duque quien tiene que besarla para recuperar su apariencia normal?

—He pensado lo mismo que tú. Pero también entiendo a Haba. Si tú estuvieras hechizado, ¿le pedirías a un tipo que acabas de conocer que te diera un beso?

—Sin dudarlo un instante.

—Ya, pero tú eres mucho más osado que nuestra amiga. Imagino que ella estará esperando a conocerlo mejor. Es posible que se lo pida mañana.

—Y si no lo haré yo —dijo Naj con una sonrisa picara.

—Vaya, vaya, el gregoch casamentero. No conocía esa faceta tuya.

—Hay tantas cosas de mí que no conoces…

—Pues no será porque te las calles. Menudo bocazas.

Prolongaron la amistosa discusión unos minutos más y luego se dieron las buenas noches. Rob agradeció la perspectiva de un descanso en condiciones, pero aún había algo que vendría a perturbar su sosiego. Llevaba un par de horas dormido cuando notó que lo sacudían suavemente. Pensó que sería Naj, pero al abrir los ojos vio algo grande y verde que reconoció como un armadillo mensajero.

Remitente
: Princesa Sidior Bam

Destinatario
: Rob McBride

Asuntó
: Hola otra vez

Rob… Ayúdame.

Y ahí estaba de nuevo. La princesa de los ojos plateados.

No decía nada más, pero aquel sencillo mensaje era lo suficientemente expresivo para emocionar a un tuétano. Cuando acabó de visualizarlo, Rob lo pasó dos veces más, y luego otras dos, y en todas aquellas lecturas sintió una poderosa angustia. Había algo en las palabras de la princesa que le ponía la carne de gallina.

Kevin sentía lo mismo. No parecían mensajes escritos por un jugador corriente, y los bots de Fabuland nunca enviaban armadillos mensajeros si no resultaba esencial para el funcionamiento del juego. Aquello le afectaba, y no podía permitirse el lujo de que ocurriera. Su misión era lo más importante. Antes de apagar el ordenador se prometió que al día siguiente hablaría de ello con Martha. Necesitaba salir de dudas.

Capítulo 14

Ese día, una masa nubosa tapaba el sol y ensombrecía el camino de Frog Island. Kevin y Martha habían dejado en casa sus vehículos. Les apetecía caminar.

—Alegra esa cara. Todo fue una falsa alarma. Rob está vivo.

—No es eso —replicó Kevin. Apenas había dicho nada, y durante todo el trayecto su vista no se había despegado del suelo—. Martha, necesito preguntarte algo.

—Lo que quieras.

—Sé que te tomas esto como un juego… lo de Fabuland, quiero decir.

—Porque lo es.

—Lo es, lo es, sí… pero ¿y si no lo fuera?

—¿Qué quieres decir, Kevin?

—Verás… —Kevin no sabía cómo plantearlo para no enfadar a Martha, pero al final decidió ser directo—: ¿eres la princesa?

—Ya estás con lo de siempre… Empiezo a aburrirme, Panocha.

—Es importante para mí saberlo. Todos esos mensajes, esa tristeza, la sensación de urgencia tan… real. Necesito saber si tú…

—Ya, Kevin. Y ayer necesitabas saber si yo era la ninfa del bosque. Y el otro día si era la pastorcita del prado verde. O la encargada de la cantina…

—Sólo dime que no eres tú.

Martha se detuvo, preocupada por la amargura que translucía el tono de Kevin.

—Vamos, ¿qué te pasa?

—Esa chica. Esa princesa… Parece estar en apuros.

—Pues claro que está en apuros. Y Rob estuvo a punto de palmarla anoche. Todos los personajes de Fabuland, como los de cualquier historia de aventuras, se encuentran permanentemente en apuros. Si tuvieran una existencia tranquila y feliz, sin sobresaltos ni problemas, si no estuvieran a punto de morir varias veces al día, nadie leería, vería ni jugaría sus historias. Sus desgracias son nuestro consuelo, porque nosotros estamos a salvo en el mundo real mientras ellos se juegan la vida cada vez que abrimos el libro, ponemos la película o encendemos el ordenador. Por eso gustan tanto desde que el mundo es mundo.

Kevin aguantó el sermón con la mirada fija en las puntas de sus zapatillas deportivas, donde empezaban a rebotar las primeras gotas de lluvia. Martha le cogió de la mano y corrió con él bajo una gran carpa blanca que estaban montando en el centro del parque con motivo del Festival de la Cerveza.

—Me siento un poco… idiota —dijo él al fin.

—Tranquilo. No deberías.

—No sólo por lo de ahora. Anoche…

—Ya lo sé. Te sientes mal porque cuando viste que Rob estaba vivo aplazaste nuestra cita dos horas para poder quedarte jugando hasta más tarde. ¿No has pensado que puedes tener un problema?

—Yo no tengo un problema. La gente que tu madre trata tiene un problema. Yo sólo… disfruto de mi tiempo libre haciendo cosas que me gustan. No tiene nada de malo.

—No lo tiene hasta que se come tu verdadera vida.

—¿Mi verdadera vida? ¿Cuál es mi verdadera vida? ¿Una hermana gorrona que cada dos días se lía con uno distinto? ¿Un padre amargado? ¿Una madre hippy y chalada? ¿Una abuela que dentro de dos horas puede quedarse paralítica?

—¡No digas eso! La operación saldrá bien, ya lo verás. Hoy día los medios para ese tipo de intervenciones están muy adelantados. Parece mentira que un tecnófilo como tú no confíe en la ciencia.

—No soy un tec… tecni… no soy eso. Pero contéstame. ¿Qué vida tengo?

—Bueno… Tienes a Chema y a Hideki, aunque sea en la distancia. Tienes tus libros, y tu música, y tu ordenador. Tus clases de español. Y una biblioteca al lado de casa. Y un parque estupendo, y un patinete. Y me tienes a mí.

—¿A ti? —se sorprendió Kevin. En ningún momento había sido consciente de «tener» a Martha y eso le provocó un escalofrío.

—Aunque a veces te comportes como un idiota y un grosero —respondió ella frunciendo el ceño—. Pero creo que cuentas con muchas cualidades y deberías explotarlas. Te propongo una cosa. Yo te perdono por ser un idiota y tú pasas dos horas sin hablar de Fabuland. ¿Trato hecho?

Kevin iba a aceptar, pero antes de poder abrir la boca se encontró con que ésta se encontraba apretada contra los labios de Martha. Fue un beso rápido, como una estrella fugaz. En las horas siguientes, Kevin llegó a dudar de que aquel beso hubiera sido real, pero él en el fondo sabía que sí. ¿A qué se debía si no aquella sensación de plenitud y felicidad que siguió a la sorpresa y que no se marcharía en todo el día? Aceptó el trato y durante aquella mañana se dedicó a disfrutar de la compañía de la fascinante Martha Sheridan. Se sintió dichoso. Dichoso de «tenerla», de compartir con ella lo que no podía compartir con nadie fuera de una pantalla de ordenador, de descubrir que se preocupaban por las mismas cosas y se reían con los mismos chistes. De aquel beso de ensueño que no significaba nada y al mismo tiempo lo era todo. La dicha se mantuvo cuando, al volver a casa totalmente empapado, no vio el coche de su hermana ni olió sus malditos espaguetis. Se hizo una ensalada y unos huevos revueltos y se tumbó en el sofá, donde devoró del tirón tres de los peregrinos cuentos de García Márquez.

El chaparrón duró poco, así que Kevin pudo ver anochecer sentado en el jardín, con los restos de un sándwich, un zumo de naranja y el libro al lado. Se sentía un hombre nuevo. Es más, se sentía un hombre. Estaba tan pletórico y satisfecho que si el bobo de Nathan Addison hubiera pasado en ese momento por la puerta y le hubiera dicho «Hola, Panocha», él le habría respondido con un cordial «Buenas noches, ¿cómo va todo?».

Sonó el teléfono y su corazón empezó a latir con fuerza. Esperaba oír la voz de Martha, pero no fue así.

—Kevin. ¿Cómo va todo?

—Hola, papá. ¿Qué ha pasado?

—La operación ha sido un éxito, hijo —dijo su padre emocionado—. La abuela está bien y dicen los médicos que en una semana podrá irse a casa.

Para cualquier otra persona, aquélla habría sido la culminación de un día perfecto. Pero a Kevin aún le quedaba algo que hacer. El reloj del salón dio las siete cuando subió a su cuarto dispuesto a abandonar por unas horas al radiante Kevin Dexter y convertirse de nuevo en Rob McBride.

Steamboat remaba de espaldas, situado entre Rob, que iba en la proa, y Naj y Haba, sentados en la popa, de cara al viento.

El baktus iba concentrado en varias preocupaciones. Pensaba en los peligros que les esperaban en Isla Neblina, en los huevos áureos y en la pobre Oguba. Lo más probable era que los tuétanos hubieran llevado a la cerda a la guarida de Kreesor para asegurarse de que nadie encontraría jamás los huevos. Doble problema. Si ya era peligroso introducirse en la isla, más lo era hacerlo para encontrar a Oguba y luego los huevos áureos. Eran dos misiones en una. El doble de esfuerzo y el doble de posibilidades de que los descubrieran. El doble de oportunidades para fracasar y morir.

Mientras tanto, Haba había entrado en una de sus largas fases silenciosas. Se limitaba a mirar hacia el frente, sin cambiar de expresión, con los ojos fijos en algún punto indeterminado más allá de las largas hileras de álamos que flanqueaban las dos orillas.

—Sé lo que te pasa —susurró Naj al oído de la rana— y no debes preocuparte. La timidez es algo normal. Todos la tenemos. Se trata de un recurso de la mente para evitarnos hacer el ridículo —la mirada de Haba se desplazó hacia el lazo del gregoch, donde se detuvo un instante antes de regresar al lugar invisible que parecía captar toda su atención—. Reconozco que al principio desconfiaba de ti. Sólo un poco, ¿eh? Pero nos has ayudado mucho y creo que eres una gran rana. Déjalo todo de mi cuenta —guiñó un ojo—. Dentro de poco volverás a sentirte tú misma.

La barca pasó al lado de una islita con una cabaña de madera de la que salieron dos hombres que agitaron las manos para saludar a Steamboat.

—Pet y Pat —explicó éste—. Suministran cebos y aparejos de pesca. Fabrican las mejores redes del mercado. Sólidas y absolutamente indestructibles, como la mía.

—No hace falta que lo jures —gruñó Rob contemplando la cabaña que iba quedando atrás.

Más adelante el río se estrechaba hasta formar un canal. A ambos lados había plataformas de madera por las que la gente paseaba o pescaba. Algunos se zambullían y nadaban hacia el otro lado, donde volvían a emerger. Vio que algunos guardias con casacas azules y largos fusiles vigilaban la entrada del canal. Dos de ellos se acercaron e inspeccionaron la barca y a sus ocupantes antes de permitirles el paso.

Al abandonar el canal, les recibió un espectáculo fabuloso.

El Mar de los Cenizos se abría ante ellos formando al norte una espléndida laguna recorrida por un puerto en el que había atracadas no menos de cincuenta embarcaciones entre veleros, botes y lanchas. Ocupando una buena porción de los muelles se veía un enorme galeón que parecía bastante viejo. Al otro lado del puerto la ciudad bullía, adornada por un sinfín de banderitas de todos los colores. Parecía estar en fiestas, aunque no se distinguía a nadie por las calles.

—Port Varese —anunció Julius Steamboat mientras remaba hacia una dársena vacía—. La frontera entre Mundomediano y Mundomarino. Si nunca habíais estado tan al Oeste comprobaréis que aquí las cosas son ligeramente distintas a lo que estáis acostumbrados a ver.

—¿Qué se celebra? —preguntó Rob mientras Steamboat amarraba la barca entre un velero y una corbeta.

—¿De verdad no lo sabes? —se extrañó. Miró a Naj y a Haba, que tenían la misma expresión de indiferencia—. ¿Vosotros tampoco? Caramba, me preocupa lo poco informados que estáis. Ya dije que no quiero ofenderos, pero a veces parecéis seres fabulosos del nivel dos.

—En realidad somos de nivel uno —replicó Rob sin cortarse un pelo—. Y sólo te he preguntado qué se celebra aquí.

La preocupación de Steamboat se hizo patente en su rostro. Miró fijamente al baktus y luego a sus dos compañeros para asegurarse de que no bromeaban. Después se quitó el sombrero dejando que su largo cabello negro cayera en cascada sobre sus hombros y se secó el sudor con la manga.

—Es posible que no lo supierais cuando dejasteis vuestro hogar, pero los seres del primer nivel no deben salir de su mundo, ¡Es una imprudencia suicida! No… no estáis preparados, aquí rigen otras normas. El peligro más pequeño se convierte en algo mortal para los que no tienen el grado de destreza adecuado. Hacedme caso, amigos. Dad la vuelta y volved a casa. Puedo llevaros al sitio donde os conocí y desde allí podréis regresar sin problemas. ¿Qué me decís?

—¿Qué se celebra aquí, Julius?

—¡Está bien! —exclamó Steamboat cuando comprendió que aquellos tres no se asustaban con facilidad—. Si queréis morir es asunto vuestro. Estos días se celebra en Port Varese el Tercer Festival de Música Dramática. Los varesianos son grandes aficionados a la música, no a la que se baila en las cantinas, sino a la que sirve como fondo para representaciones teatrales, cuentos y demás espectáculos narrativos. Estas gentes pueden parecer rudos piratas, pero en realidad son almas sensibles… aunque a veces su entusiasmo haga que se les vaya la mano y quemen algún local. Pero no es lo habitual. Ahora debo marchar a reunirme con el gobernador y ponerle al día de las novedades de mi misión. Señor baktus, señoras… ha sido un placer. Procuren que no les maten.

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