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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (9 page)

Después de que Kate le hubiera confesado su sucesión de desgracias familiares, Julia le contó cómo había conocido a Bill. Había ofrecido gratis sus servicios como diseñadora en una subasta benéfica, en un intento por matar una bandada entera de pájaros de un tiro —una buena obra, hacer contactos, atraer posibles clientes y conocer gente—. Y Bill hacía lo que normalmente hacen los hombres que trabajan en finanzas, es decir, gastar cantidades excesivas de dinero en tratar de atraer a la clase apropiada de mujer, a saber, casada, de veintitantos años y que le gustara salir, esa clase de mujeres, en fin, que suelen abundar en galas de quinientos dólares por cubierto destinadas a recaudar fondos para construir escuelas secundarias en barrios desfavorecidos.

Bill dio por supuesto que Julia era una de esas mujeres. Para cuando esta le sacó de su error, tres horas más tarde, ya estaban desnudos. Era una situación que Julia misma había propiciado, dispuesta a no desaprovechar la oportunidad de que aquel hombre increíblemente atractivo estuviera interesado en ella.

—Y con los años —dijo— he descubierto que los hombres me encuentran mucho más interesante cuando estoy desnuda.

Por la manera de decirlo, Kate supo que no hablaba en broma.

Se detuvieron en el minúsculo aparcamiento frente a Cactus, una tienda tan gigantesca —mucho más que un supermercado— que se llamaba hipermercado. Corrieron bajo la intensa lluvia y, cuando estuvieron a cubierto bajo el tejadillo, se detuvieron para recobrar el aliento.

—Vaya —dijo Julia rebuscando en su bolso—, me he debido dejar el teléfono en tu coche. ¿Puedo volver a cogerlo?

—Te acompaño —dijo Kate.

—No, de verdad. Llueve demasiado. Tú vete entrando y yo me acerco corriendo.

Kate sacó las llaves del coche de su bolso.

—Por favor.

—Gracias.

Kate echó un vistazo en dirección al aparcamiento, a la carretera, a la fealdad húmeda de los suburbios, la gigantesca masa de cemento llena de tiendas llenas de estanterías llenas de porquerías que no debería querer ni tampoco comprar. Esta salida había sido un error. Tendrían que haber hecho otra cosa. Ir a tomar un café, o hacer turismo en Alemania, o almorzar en Francia. Una escapada.

Viajar se había convertido en la principal afición de Kate. Ya había empezado a hacer averiguaciones sobre la siguiente escapada familiar en cuanto volvieron de Copenhague, el primer fin de semana largo que se habían marchado. Lo próximo sería una excursión a París en coche.

—Gracias —dijo Julia sacudiendo su paraguas. Le devolvió a Kate sus llaves con una media sonrisa inescrutable.

Hoy, 11.02 H

Kate llega hasta la esquina y la dobla; está en la Rue de Seine, fuera de la vista de la Rue Jacob y de quienquiera que esté observándola, antes de darse el lujo de detenerse, de dejar de caminar, soltar la respiración que había estado conteniendo sin ser consciente de ello, cada vez más sumida en sus pensamientos, en sus hipótesis. Al borde de un ataque de pánico.

Llevan viviendo en París un año, de manera anónima, sin ostentación alguna, sin llamar la atención ni despertar sospechas. Deberían estar fuera de peligro.

Pero entonces ¿qué hace aquí esta mujer?

La creciente preocupación la lleva a detenerse, distraída, frente a dos grandes puertas de madera. Una de ellas se abre empujada por una mujer diminuta y decrépita vestida con un impecable traje de punto que lleva un bastón. Se queda mirando a Kate de esa manera descarada que parecen haber inventado las mujeres francesas mayores.


Bonjour
! —grita la vieja de repente y Kate casi se cae de espaldas del susto.


Bonjour
—responde. Puede ver lo que hay detrás de la mujer, un patio luminoso y frondoso al final de un oscuro pasillo cuyas paredes están recubiertas de buzones de correos, cuadros eléctricos, cubos de basura, cables sueltos y bicicletas aseguradas con cadenas. El edificio donde vive tiene un pasillo parecido; hay miles de ellos en París. Todos compitiendo por el premio al lugar-ideal-para-cometer-un-asesinato.

Sigue caminando, perdida en sus pensamientos. Se detiene de nuevo ante el escaparate de gran tamaño de una galería de arte. Fotografía contemporánea. Observa el reflejo de los peatones en la ventana, en su mayoría mujeres vestidas como ella y hombres que van a juego. También pasa una pandilla de turistas alemanes con sandalias y calcetines y tres jóvenes americanos con mochilas y tatuajes.

Hay un hombre que camina por su mismo lado de la acera demasiado despacio, vestido con un traje que no es de su talla y un calzado que desentona, zapatillas de cordones y suela de goma que resultan demasiado informales, demasiado feas. Kate le mira pasar y seguir calle arriba hasta desaparecer.

Continúa mirando el escaparate, ahora fijándose en el interior y no en las imágenes reflejadas. Cerca de media docena de personas pasean por las salas amplias y despejadas que se suceden unas a otras. La puerta delantera se mantiene abierta con un calce de plástico dejando entrar una brisa fresca otoñal. Dentro debe de haber mucho ruido, lo suficiente para que Kate pueda mantener una conversación telefónica que nadie pueda escuchar.


Bonjour
—dice a la bonita muchacha que está en la recepción, idéntica a todas las demás muchachas bonitas que trabajan de cajeras de supermercado o azafatas de congresos, puestas allí para atraer el dinero que siempre flota alrededor de las calles de los
arrondisements
del centro de París.


Bonjour, madame
.

Kate es consciente de que la joven la está estudiando, evaluando sus zapatos, su bolso, sus joyas y su corte de pelo, calculándolo todo con una sola mirada. Si hay algo que estas dependientas parisienses saben hacer es diferenciar con rapidez el cliente genuino del que se limita a curiosear o, como mucho, a salir de la tienda después de haber comprado el artículo más barato. Kate sabe que ha pasado el examen.

Echa un vistazo a las fotografías de gran tamaño de la sala delantera, paisajes semiabstractos: rígidas hileras de campos de cultivo, repetitivas fachadas de edificios de oficinas modernistas, arrugas ondulantes en masas de agua. Podrían ser de cualquier parte del mundo estos paisajes.

Se demora los pocos segundos de rigor delante de cada obra antes de pasar a la siguiente sala, que está dedicada a playas. Hay una pareja joven hablando a voz en grito en español, con acento de Madrid.

Kate saca el teléfono.

Se había repetido a sí misma que nunca volvería a ver a aquella mujer, pero en su fuero interno nunca había estado convencida. De hecho, siempre ha sabido, en el fondo, que ocurriría lo contrario, que la volvería a ver, como de hecho acababa de ocurrir.

¿Es el pasado de su marido, que ha vuelto para perseguirla?

Pulsa el botón de marcación rápida.

¿O es el suyo?

7

Kate pasó sus días de libertad en París en el Marais. Dexter estaba de acuerdo en que tenía derecho a visitar alguna de las ciudades sola. Viajar no era divertido si no podías ver o hacer lo que te apetecía; se convertía entonces en un trabajo más, solo que en un sitio distinto.

Dos fines de semana atrás, en Copenhague, Kate había pasado sus horas libres curioseando en tiendas del centro. Ahora, en Village Saint Paul, compró un juego de paños de cocina antiguos y un cubo de hielo de plata grabada; también un frasco de sales de esmalte; artículos domésticos, antiguos e inconfundiblemente franceses. Además adquirió un par de zapatos de lona y suela de goma para protegerse las plantas de los pies de los suelos empedrados de Luxemburgo y también de París. De toda la vieja y empedrada Europa.

El cielo estaba azul brillante salpicado de nubes altas y esponjosas. Veranillo de San Miguel, setenta grados Fahrenheit. Aunque debería pensar en centígrados, veintiún grados centígrados.

Kate se estaba acostumbrando a la idea de deambular por una ciudad extranjera sin tener que preocuparse en absoluto de que alguien, en cualquier momento y por una variedad de razones, quisiera matarla.

Caminó en zigzag de vuelta hacia el río, donde había quedado con su marido y sus hijos, en la Île Saint Louis. Después de cuatro horas sin ellos, les echaba de menos; no podía dejar de imaginar sus caras, sus ojos sonrientes, sus pequeños y nerviosos brazos. Pasaba horas de su nueva vida deseando descansar de sus hijos, y otras tantas impaciente por volverlos a ver.

Llegó a la
brasserie
, se asomó al interior y no vio a su familia. Se sentó fuera, parpadeando por el sol. Los vio venir desde la Île de la Cité, con Notre Dame a su espalda, sus gárgolas y arbotantes. Los niños corrían por el puente peatonal que separaba una isla de la otra esquivando gente y bicicletas y perros terrier que andaban sin correa.

Kate se levantó, los saludó con la mano y los llamó. Echaron a correr y al llegar la abrazaron y besaron.

—¡Mira, mamá! —Jake le mostró una figurilla de acción, un Batman de plástico.

—¡Sí! —gritó Ben, demasiado excitado para contenerse—. ¡Mira! —El suyo era un Spiderman.

—Hemos encontrado una tienda de cómics —reconoció Dexter—. Y no hemos podido resistirnos. —Lo decía en tono de disculpa, avergonzado de haberles comprado a los niños aquellas porquerías de figuritas de plástico diseñadas por corporaciones estadounidenses y fabricadas en el sureste asiático.

Kate no dijo nada. Se sentía incapaz de criticar a nadie que pasara un día entero con niños.

—Pero también hemos estado en una librería. ¿A que sí, chicos?

—Sí —admitió Jake—, y papá compró El
principillo
.

—Se dice
principito
.

—Eso. Es un librito, mamá. Caramba con el expertito.

—No, es que se titula
El principito
. Lo hemos comprado en Shakespeare and Company.

—Sí —admitió de nuevo Jake—. ¿Podemos leerlo? ¿Ahora?

—Ahora mismo no, cariño —dijo Kate—. Si acaso más tarde.

Jake suspiró con toda la decepción que un niño pequeño es capaz de sentir, cientos de veces al día por cualquier cosa, por todas, por nada.


Monsieur
? —El camarero estaba junto a Dexter, quien pidió una cerveza. El camarero se echó a un lado para permitir a una pareja de rusos de mediana edad que dejaran su mesa, haciendo ruido y con pésimos modales. La mujer iba cargada de bolsas de las tiendas de precios exorbitantes de la Rue Saint Honoré, a un kilómetro y medio de allí. Estas personas habían venido demasiado lejos y al lugar equivocado.


Et pour les enfants
? —preguntó el camarero ignorando a los rusos—.
Quelque chose à boire
?


Oui. Deux Fantas, orange, s’il vout plait. Et la carte
.


Bien sûr, madame
. —El camarero cogió dos cartas encuadernadas en piel y de nuevo se apartó cuando llegó una nueva pareja a instalarse en la mesa de al lado.

Incluso sin tener en cuenta el primer plato de la noche anterior, a base de ostras —«un moco gris gigante nadando en baba» es como Jake lo había descrito—, en general no estaban teniendo demasiada suerte con la comida y los niños. Así que Kate esperaba —rezaba— que en esta
brasserie
tuvieran algo parecido a un menú infantil. Se puso a leer el menú, buscando frenética algo apropiado.

El hombre de la mesa de al lado pidió una bebida y la mujer añadió:
La même chose
con una voz que le resultó familiar. Kate levantó la vista y vio a un hombre de lo más atractivo sentado frente a ella, mientras que la mujer estaba frente a Dexter; ambas mujeres llevaban gafas de sol. Debido a esta configuración y a las gafas, y al hecho de que Kate estuviera absorta en la carta —estaba casi decidida por el codillo estofado, que venía acompañado del siempre bien recibido puré de manzana—, pasó un minuto entero antes de que las dos mujeres, sentadas casi juntas, se dieran cuenta de quién era la otra.

—¡Pero bueno!

—¡Julia! ¡Qué sorpresa!

—¡Ah! —dijo Dexter sonriendo a Kate—. Tú eres la mujer de Chicago.

Ya empezaba con la bromita. Kate le dio una patada por debajo de la mesa.

Todos habían pedido bebidas y decidieron cenar juntos más tarde. Al final resultó que Bill tenía razón y que el hotel tenía servicio de canguro. Kate empezaba a sospechar que Bill era de esos tipos que siempre tienen razón.

Así que dieron de comer a los niños y volvieron al hotel. El conserje les prometió que la joven encargada de cuidarlos llegaría a las diez. Kate y Dexter acostaron a los niños después de haberles explicado, confiando en que lo entendieran, que si se despertaban durante la noche para beber agua o hacer pis, o porque tenían una pesadilla, habría una desconocida en la habitación y que probablemente no hablaría inglés.

Los cuatro adultos, un poco alegres ya por el alcohol, salieron a la calle cerca de las diez y media y se dirigieron hacia un restaurante de moda que Bill había elegido. Estaba en una calle tranquila y en apariencia desierta, pero el interior era cálido y estaba atestado, con rodillas pegadas a las patas de las mesas, sillas pegadas a la pared y los camareros en una fluida maraña de brazos y manos llevando platos y cuencos, el tintineo de copas, el entrechocar de tenedores y cuchillos.

Su camarero hundió la nariz en la anchísima copa con el ceño fruncido, analizando con atención el vino que se disponía a servir. Levantó las cejas en un encogimiento de hombros facial. Pas mal, dijo. «No está mal». Había tenido que deslizarse y hacer piruetas para poder servir el vino correctamente, pasando junto a otros camareros y el resto del personal y sorteando extremidades de clientes que gesticulaban.

Kate miró por la ventana, por entre las medias cortinas —cortinas de bistró, recordó que se llamaban, y ahora entendía por qué—, al otro lado de la avenida, hasta un recargado balcón art nouveau en unas ventanas extraordinariamente altas que brillaban con luz de velas desde detrás de unos finísimos visillos, a través de los cuales distinguía movimientos propios de una fiesta, sombras que cambiaban de sitio, luces parpadeantes y una mujer que separó las cortinas para expulsar el humo de un cigarrillo por la ventana francesa —eso es, ¡ventana francesa!— entreabierta que daba a la ancha avenida.

Los hombres se pusieron a hablar de esquí. Bill estaba contándole a Dexter anécdotas de Zermatt, Courchevel, Kitzbühel. Bill era uno de esos expertos en todo, alguien que tiene una estación de esquí en los Alpes, una isla del Caribe y una añada de Burdeos favoritos, que conocía de memoria los distintos modelos de esquís, las mejores cuerdas de raqueta de tenis y tenía un equipo de rugbi y un programa de televisión de culto de los años setenta preferidos.

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