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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados

 

Cuando su marido acepta un empleo nuevo en Luxemburgo, Kate piensa que por fin va a dejar atrás su vida secreta como agente de la CIA. Una vez en Europa, ella y su marido, Dexter, traban amistad con otra pareja estadounidense, encantadores y muy sociables, pero Kate no puede evitar tener la sensación de que no son quienes dicen ser. Cuando empieza a vigilarlos, descubre que están envueltos en una misión clandestina. Para Kate resulta esencial descubrir si su pasado ha vuelto para amenazar a su familia y asegurarse de que no ha dejado ningún cabo suelto. Pero ¿y si toda esta trama de engaños no tuviera nada que ver con su pasado?

Chris Pavone

Expatriados

ePUB v1.0

Jianka
03.07.12

Título original:
The expats

Christopher Pavone, 2011.

Traducción: Laura Vidal

Diseño/retoque portada: OpalWorks

Editor original: Jianka (v1.0)

ePub base v2.0

A mis pequeños expatriados Sam y Alex

«La verdad es sin duda hermosa, pero también lo son las mentiras».

Ralph Waldo Emerson

«El único encanto del matrimonio es que obliga a ambas partes a llevar una vida de engaño».

Oscar Wilde

Preludio
Hoy, 10.52 H, París

—¿Kate?

Kate está mirando un escaparate lleno de almohadones, manteles y cortinas, todo ello en tonos tostados, chocolates y verdes musgo, la paleta de colores que ha reemplazado a los tonos pastel de la semana pasada. La estación ha cambiado, tal cual.

Aparta la vista del escaparate y se vuelve hacia la mujer que está de pie junto a ella, en el estrecho tramo de acera de la Rue Jacob. ¿Quién será?

—¡Madre mía, Kate! ¿Eres tú?

La voz le resulta familiar. Pero la voz no basta.

Kate ha olvidado lo que estaba buscando sin demasiado entusiasmo. Algo de tela. ¿Cortinas para el cuarto de baño de invitados? Alguna frivolidad.

Se ajusta el cinturón de la gabardina en un gesto de autoprotección. Ha llovido a primera hora de la mañana, mientras llevaba a sus hijos al colegio, y la humedad sube lentamente desde el Sena como una serpiente mientras los tacones de sus botas de piel resuenan contra el empedrado. Todavía lleva el impermeable y un ejemplar doblado del
Herald Tribune
asoma de su bolsillo; terminó el crucigrama en el café situado junto al colegio donde desayuna casi todas las mañanas con otras madres expatriadas.

Esta mujer no es una de ellas.

Esta mujer lleva unas gafas de sol que le cubren la mitad de la frente y parte de las mejillas, así como toda la zona de los ojos; imposible identificar con seguridad quién hay debajo de todo ese plástico con anagramas dorados. Lleva el pelo corto castaño muy tirante y pegado a la cabeza, sujeto con una cinta de seda. Es alta y tiene buen tipo, aunque con pecho y caderas redondeados; voluptuosa. La piel le brilla con un bronceado saludable y de aspecto natural, como si pasara mucho tiempo al aire libre, jugando al tenis o cuidando del jardín. Nada de esos morenos requemados que tanto parecen gustar a las mujeres francesas, generados por radiaciones ultravioletas de lámparas fluorescentes en camillas con forma de ataúd.

La ropa que viste esta mujer, aunque no son pantalones y chaqueta de montar, recuerda a la hípica. Kate reconoce la chaqueta de cuadros, la ha visto en el escaparate de una tienda cercana escandalosamente cara, una tienda nueva que ha sustituido a una librería muy popular, un cambio que, al decir de los vecinos, anuncia el final del Faubourg Saint Germain que conocían y amaban. Pero la popularidad de la librería era, en gran medida, abstracta, y el local estaba siempre vacío, mientras que la nueva tienda suele estar atestada, no solo de amas de casa tejanas, hombres de negocios japoneses y mafiosos rusos que pagan en metálico —en fajos pulcros y crujientes de dinero recién blanqueado— camisas, fulares y bolsos por docenas, también por los adinerados habitantes del barrio. Aquí no hay pobres.

¿Y esta mujer? Está sonriendo, la boca dibujando una hilera perfecta de dientes blancos y brillantes. Una sonrisa que le resulta conocida y una voz que también, pero Kate todavía necesita verle los ojos para confirmar sus peores sospechas.

Hay coches nuevos fabricados en el sureste asiático que cuestan menos que la chaqueta de cuadros de esta mujer. Kate va bien vestida, con ese estilo discreto que prefieren las mujeres como ella, pero esta mujer se guía por unos principios del todo distintos.

Esta mujer es americana, pero no tiene acento de ningún estado. Podría ser de cualquier parte. Podría ser cualquiera.

—Soy yo —dice, quitándose por fin las gafas de sol.

Kate da instintivamente un paso atrás y casi tropieza con la piedra gris manchada de hollín del friso de la pared del edificio. Las hebillas de su bolso chocan de forma alarmante contra el cristal del escaparate.

Tiene la boca abierta de par en par.

Su primer pensamiento es para los niños y enseguida se alarma. La esencia de la maternidad: alarmarse por si estarán bien, siempre. Esta era la única parte del plan que Dexter nunca había tenido en cuenta, el terror irracional —la ansiedad imposible de dominar— en todo lo referido a los niños.

Esta mujer se estaba ocultando detrás de sus gafas de sol y se ha cambiado el color y el corte del pelo; además tiene la piel más bronceada que antes y ha engordado cinco kilos. Parece distinta, pero aun así Kate no entiende cómo no la ha reconocido de entrada, desde que pronunció la primera sílaba. Sabe que es porque no quería hacerlo.

—¡Madre mía! —consigue balbucear.

Empieza a pensar a toda velocidad y se ve corriendo calle abajo y cruzando la esquina, escondiéndose detrás de la puerta roja y pesada y el siempre frío corredor, bajo los soportales que rodean el patio y, de ahí, al vestíbulo con suelo de mármol, para subir en el ascensor
art déco
hasta el alegre rellano de paredes amarillas con el dibujo del siglo XVIII con marco dorado.

Esta mujer está abriendo los brazos, una invitación a que Kate la abrace al estilo americano.

Correr hasta el extremo del pasillo, a la oficina con paredes forradas de madera y vistas a las azoteas de París y a la torre Eiffel. Después, usar la recargada llave de bronce para abrir el cajón inferior del escritorio antiguo.

¿Y por qué no abrazarla? Son viejas amigas. Más o menos. Si alguien las estuviera mirando, quizá encontrara sospechoso que no se abrazaran. O tal vez lo que resultaría sospechoso es que lo hicieran.

No ha tardado mucho en darse cuenta de que hay gente mirando. Que siempre la ha habido, todo el tiempo. Hace solo unos pocos meses, Kate se había dado el lujo de pensar que, por primera vez, vivía sin ser vigilada.

Dentro del cajón del escritorio, en la caja de acero de doble cerradura.

—Qué sorpresa —dice Kate, y solo miente a medias.

Después, dentro de la caja, los cuatro pasaportes con identidades falsas para toda la familia. Y el grueso fajo de billetes doblado y sujeto con una goma elástica, una mezcla de billetes de euro de alta denominación, libras británicas y dólares estadounidenses, todos limpios y nuevos, su variante particular del blanqueo de capitales.

—Qué alegría verte.

Y, envuelta en un paño de gamuza azul claro, la Beretta del 92 que le compró a aquel chulo en Ámsterdam.

Parte 1
1

Dos años antes, Washington DC

—¿Luxemburgo?

—Sí.

—Luxemburgo.

—Eso he dicho.

Katherine no sabía cómo reaccionar a esto, así que decidió irse por las ramas y hacerse la ignorante.

—¿Dónde está Luxemburgo?

Según formulaba esta pregunta hipócrita, ya se estaba arrepintiendo.

—En el oeste de Europa.

—Ya, pero… ¿está en Alemania?

Apartó la vista de Dexter, de la vergüenza que sentía por el embrollo en que se estaba metiendo ella sola.

—¿O en Suiza?

Dexter la miró con cara deliberadamente inexpresiva; era evidente que se estaba esforzando —y mucho— para no decir alguna inconveniencia.

—Es un país —dijo—. Un gran ducado —añadió como sin darle importancia.

—¿Un gran ducado?

Dexter asintió.

—Me estás tomando el pelo.

—Es el único gran ducado que hay en el mundo.

Katherine no dijo nada.

—Limita con Francia, Bélgica y Alemania —continuó Dexter sin que Katherine se lo hubiera preguntado—. Está rodeado por esos tres países.

—No —dijo Katherine negando con la cabeza—, ese país no existe. Estás hablando de…, no sé. Alsacia. O Lorena. De Alsacia-Lorena.

—Esos sitios están en Francia. Luxemburgo es…, esto…, una nación independiente.

—¿Y por qué es un gran ducado?

—Porque lo gobierna un gran duque.

Katherine dirigió de nuevo su atención a la tabla de cortar, a la cebolla en trozos pequeños sobre la encimera que amenazaba con desprenderse del todo de los armarios combados sobre los que reposaba, como si una fuerza primitiva tirara de ella —el agua, la gravedad o ambas cosas—, lo cual hacía que la cocina pasara de ofrecer un estado aceptablemente destartalado a uno intolerablemente cutre, antihigiénico y directamente peligroso, lo que los obligaría a una renovación completa que, incluso renunciando a todos los detalles lujosos prescindibles y a cualquier capricho estético, no costaría menos de cuarenta mil dólares, que no tenían.

Como medida temporal, Dexter había asegurado con abrazaderas las esquinas de la encimera para evitar que se despegaran del armario que la sostenía. Eso había sido dos meses atrás y desde entonces este burdo apaño había llevado a Katherine a romper en pedazos una copa de vino y, una semana más tarde, mientras cortaba un mango, a golpearse la mano contra una de las abrazaderas, provocando que el cuchillo se deslizara y la hoja se clavara silenciosamente en la parte carnosa de su palma izquierda, bañando de sangre el mango y la tabla de cortar. Se había quedado frente a la pila presionándose el corte con un paño de cocina mientras la sangre goteaba sobre una raída alfombrilla del suelo e iba empapando las fibras de algodón, trazando el mismo dibujo que aquel día en el Waldorf, cuando debió haber apartado la vista pero no lo hizo.

—¿Y qué es un gran duque? —preguntó mientras se secaba las lágrimas provocadas por la cebolla.

—El tipo que está a cargo del gran ducado.

—Te lo estás inventando.

—De eso nada. —Dexter esbozaba una sonrisa leve, como si de verdad le estuviera tomando el pelo. Pero no, era una sonrisa demasiado leve para eso; era la sonrisa con la que Dexter hacía ver que te estaba tomando el pelo aunque en realidad hablaba completamente en serio. El truco de la falsa sonrisa.

—Vale —dijo—. Te seguiré el rollo. ¿Y por qué nos íbamos a mudar a Luxemburgo?

—Para ganar un montón de dinero y viajar por toda Europa. —Y ahí estaba, la sonrisa amplia, la de verdad—. Lo que siempre hemos soñado. —Era la mirada franca de un hombre que no tenía secretos y que no admitía la posibilidad de que otros los tuvieran. Eso era lo que valoraba de él por encima de todo.

—¿Vas a ganar mucho dinero? ¿En Luxemburgo?

—Sí.

—¿Cómo?

—Andan escasos de hombres atractivos. Así que me van a pagar una pasta por ser tan increíblemente guapo y tan asombrosamente sexy.

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