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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (10 page)

Dexter estaba fascinado.

Bill cogió la botella de vino y repartió las últimas gotas entre los cuatro de forma equitativa. Después se subió un poco el puño de la camisa para ver la hora en uno de esos relojes carísimos con aparatosa correa de metal. Dexter llevaba un Timex comprado en el supermercado.

—Es casi medianoche —anunció Bill.

—¿Pedimos otra botella? —preguntó Julia mirando a su alrededor en espera de objeciones, confirmaciones o indiferencia.

—Bueno, podríamos hacer eso. —Bill se inclinó hacia los demás en un gesto de complicidad—. O podríamos ir a un sitio que conozco.


Nous sommes amis de Pierre
—dijo Bill al portero.

Estaban de pie en la amplia acera de un bulevar ancho y tranquilo, al otro lado del Pont d’Alma.


Est-il chez lui ce soir
?

El hombre detrás de la cortina de terciopelo era alto, negro y calvo.


Votre nom
?

—Bill Maclean.
Je suis americain
.

El hombre sonrió ante lo obvio de la afirmación e hizo una inclinación de cabeza hacia una chica espigada enfundada en un vestido plateado que estaba de pie a unos pocos metros, fumando; ella misma tenía cierto aire de pitillo. Tiró la colilla y entró.

Kate y Dexter y Julia y Bill esperaron en compañía de otra docena de personas que quizá estaban en su misma situación. Tal vez esperaban la misma cosa y de la misma persona. Más supuestos amigos de Pierre.

Esto era algo que Kate y Dexter nunca habían hecho, ni en Washington ni en ninguna otra parte. Dexter tomó la mano de Kate, tenía los dedos fríos por el aire de otoño, y le hizo cosquillas en la palma con el índice. Kate ahogó una risa; aquella era la señal que le hacía Dexter cuando tenía ganas de hacer el amor.

La chica del cigarrillo reapareció, asintió hacia el portero y a continuación encendió otro pitillo y puso de nuevo cara de aburrimiento.


Bienvenue, Beel
—dijo el portero.

Un hombre distinto grande y negro, pero con el pelo corto estilo afro y situado junto al cordón de entrada y no detrás de él, retiró el enganche metálico y sostuvo la pesada cuerda trenzada.

Bill hizo pasar a su mujer por la abertura y a continuación repitió el gesto con Kate, mientras con los dedos presionaba suavemente la tela de su chaqueta, las yemas rozándole muy poco, pero de manera perceptible, a través de la seda y la lana. Sobresaltada, Kate supo inmediatamente que aquel gesto no era casual, a su mujer no la había tocado así.


Merci beaucoup
—dijo Bill estrechando la mano del portero.

El vestíbulo de entrada estaba oscuro y una tenue luz roja se reflejaba en las paredes, que eran a la vez brillantes y mates. Kate alargó la mano y deslizó los dedos por los relieves de suave terciopelo con forma de flor de lis sobre un fondo de satén. El vestíbulo se amplió y abrió y se encontraron ante una barra de bar, pidiendo una botella de champán y Bill dejando una tarjeta de crédito sobre la madera brillante, que el barman se apresuró a coger y dejar junto a la caja registradora. Cuenta abierta.

Más allá del bar, mesas bajas y sillones dispuestos alrededor de una diminuta pista de baile. Dos mujeres bailaban juguetonas alrededor de un hombre, que estaba quieto ladeando la cabeza de un lado a otro. Baile minimalista.

Bill se inclinó hacia Kate y le habló al oído.

—Todavía es pronto —explicó—. Luego habrá más gente.

—¿Pronto? Si es medianoche.

—Este sitio no abre hasta las once y nadie viene a esa hora.

Llegaron hasta una mesa con un hombre delgado y de piel olivácea que apestaba a cigarrillos. Tenía las orejas perforadas con aros, los brazos cubiertos de tatuajes y la camisa desabrochada hasta la entrepierna. Él y Bill se dieron dos besos. Bill lo presentó como Pierre, primero a Kate, después a Dexter y, por último, a
ma femme
, Julia. Pierre parecía sorprendido por el hecho de que Bill estuviera casado.

Los americanos se sentaron en una mesa contigua a la de Pierre, en la que había un hombre de aspecto similar a este y dos mujeres jóvenes con aspecto de modelos vestidas con pantalones vaqueros y blusas ceñidas y a las que no les sobraba un solo gramo de grasa en el cuerpo.

Kate dio otro sorbo de vino.

Estaba oscuro y había mucho ruido, y la pista de baile y las luces y la música hacían imposible concentrarse en nada que no fuera aquella luz, este cuerpo, este ritmo y esa voz, y todas esas distracciones, la sobrecarga sensorial, creaban una suerte de intimidad, como un escudo de energía detrás del cual Kate sintió que por fin podía tomarse un momento para estudiar a Bill, el marido de la mujer que de la noche a la mañana se había convertido en su mejor amiga en este continente.

Bill tenía un brazo apoyado en el respaldo de la butaca, se había quitado la chaqueta y se había desabrochado dos botones de la camisa. Parecía estar por completo en su salsa, en este club privé de la margen derecha del Sena. Echó la cabeza hacia atrás para oír lo que Pierre le decía y a continuación dejó escapar una carcajada sonora y relajada. Podía haber pasado por un diseñador de moda o un director de cine. Desde luego no tenía aspecto de trabajar con divisas.

El efecto del chiste que había contado Pierre se fue disipando y, con él, la sonrisa de Bill. Este se volvió hacia sus compañeros de mesa, los americanos, y sus ojos se encontraron con los de Kate y se quedaron allí unos instantes, sin decir ni preguntar nada, solo mirando. Kate se preguntó qué es lo que andaría buscando ese hombre y quién sería.

Su manera de estar, su presencia dominaba lo que le rodeaba y hacía parecer a su mujer más pequeña y callada, incluso cuando estaba de pie y hablando en voz alta. Formaban una extraña pareja; Bill era en cierta manera demasiado hombre para Julia.

—Chicos —dijo Kate a su marido y a Bill sacándose el teléfono del bolsillo—, ¿qué tal una foto?

Ambos parecieron reticentes, pero no lo suficiente como para negarse.

Kate había conocido a muchos tipos como Bill, machos alfa que siempre se están midiendo con los de su misma especie. Tratar con ellos había sido su trabajo, pero en la vida privada siempre había intentado evitarlos.

—Julia, ¿por qué no te pones tú también?

El trío sonrió y Kate sacó la foto.

Miró a los dos hombres al otro lado de la mesa baja llena de restos de bebidas, el suyo y este otro. El segundo rezumaba por todos sus poros una confianza que brotaba desde algún manantial profundo que a saber dónde se originaba —quizá había sido un deportista de élite, o tenía memoria fotográfica o estaba impresionantemente bien dotado— y que se traducía en elegancia, fluidez, como si tuviera todos los mecanismos engrasados a la perfección, siempre lubricados y listos para ponerse a funcionar, que se manifestaban en unos movimientos físicos suaves, sonrisas traviesas y una sensualidad innegablemente animal. He aquí un hombre que nunca se mesaba los cabellos ni se ajustaba el nudo de la corbata ni hablaba de cosas sin importancia; este hombre no hacía ningún gesto gratuito.

Y el otro, despojado de confianza en sí mismo, con la fontanería en mal estado, un depósito atascado o una tubería rota, de manera que solo un hilillo de energía le fluía por el cuerpo, insuficiente hasta para disimular el nerviosismo y la inseguridad. Este era su hombre, que no solo la quería, sino que la necesitaba, no solo de manera temporal, sino desesperadamente. Este era el legado de su infancia, el resultado de sus reservas infinitas de autoconfianza, su manera de estar en el mundo: Kate necesitaba, y mucho, sentirse necesitada. Siempre se había sentido atraída por hombres que, más que quererla, la necesitaban. Y se había casado con el que la necesitaba más que ninguno.

El nuevo hombre la miraba de nuevo fijamente, desafiándola, consciente de que ella le estaba estudiando y deseoso de hacerle saber que él también la estudiaba a ella.

No pudo evitar preguntarse cómo sería estar con un hombre que no la necesitaba en absoluto, que únicamente la deseara.

Kate no era consciente de que nadie hubiera pedido ni traído la tercera botella de champán, pero era imposible que esta fuera todavía la segunda. Tenía calor y sed, así que dio un largo trago y después otro antes de que Julia la arrastrara de nuevo hacia la atestada pista de baile, donde todos hacían idénticos movimientos siguiendo un mismo ritmo, todos sudorosos, la luz estroboscópica recorriendo lentamente el local y la bola de espejos destellando.

Dexter estaba absorto en una conversación con una mujer guapísima que trabajaba en una cadena de noticias. Quería irse a vivir a Washington esta periodista francesa, para trabajar de comentarista política, y estaba intentando sonsacarle a Dexter información que este no tenía en realidad. Kate no le reprochaba que disfrutara de su momento de gloria, gozando de la atención de una mujer hermosa e inalcanzable.

Estaban todos borrachos.

Julia se había desabrochado otro botón de la blusa, traspasando así la línea que va de sexi a exhibicionista. Pero la mitad de las mujeres del club iban igual de desnudas que ella.

Kate apartó la vista del brillante escote de Julia y sorteó los obstáculos de luces y sombras hasta la pared de enfrente, donde Bill estaba apoyado en compañía de una atractiva mujer que tenía la cabeza vuelta hacia él y, posiblemente, le acababa de pasar la lengua por la oreja.

Kate miró a Julia, que tenía los ojos cerrados, ajena a todo.

Miró de nuevo aquel mar de cuerpos. Ahora era Bill quien estaba vuelto hacia el cuello de la mujer. Esta sonrió y asintió con la cabeza. Bill la tomó por la muñeca y se alejó con ella.

Para entonces Julia había abierto los ojos, pero no miraba hacia donde estaba su marido.

Kate vio a Bill desaparecer con la chica en uno de esos pasillos que en los clubes y bares conducen a la intimidad, a los lavabos, el cuarto de la limpieza, el almacén, a puertas traseras que dan a callejones. A esos sitios donde la gente va a altas horas de la noche a tocarse y acariciarse, a desabrochar cremalleras y a bajarse la ropa interior entre jadeos y prisas.

Kate parpadeó y permaneció con los ojos cerrados durante unos cuantos compases tecno. Julia se alejó, bailando con un hombre alto y peligrosamente delgado, con los labios húmedos y la boca entreabierta, los dientes brillantes y la punta de la lengua apoyada en el labio superior. Julia tenía una mano apoyada en el vientre que poco a poco subió hasta colocarse en uno de sus pechos, acariciándose para después bajarla de nuevo, pasando por el vientre, hasta la cadera y el muslo. Tenía la cabeza echada hacia atrás dejando expuesto el cuello brillante y los ojos entornados, apenas mirando, no al hombre con el que bailaba, sino hacia otro lado de la habitación, pero tampoco hacia donde su marido había desaparecido, sino en dirección a —Kate no necesitó girarse para saberlo— Dexter.

Eran las tres y media de la madrugada.

Los gorilas y las chicas núbiles habían desaparecido de la entrada y en el bulevar desierto no se veía un taxi ni un alma cuando, de repente, aparecieron dos hombres salidos de ninguna parte, encapuchados, con pantalones caídos,
piercings
y barba desaliñada. Uno de ellos empujó a Dexter contra la pared. El otro hizo el gesto rápido e inconfundible del chico nervioso que se dispone a sacar un arma.

Kate recordaba los segundos que vinieron a continuación milésima a milésima. La cara de pánico de Dexter, el horror paralizado de Julia y la asombrosa e impasible calma de Bill.


Je vous en prie
—dijo—.
Un moment
.

Kate permanecía fuera de la acción, ignorada. Para ella habría sido fácil poner fin a la escena: una patada rápida a la cabeza, el puñetazo en los riñones y después hacerse con el arma, si es que para entonces el tipo seguía con ella en la mano. Pero, si lo hacía, todo el mundo se preguntaría de dónde había sacado la sangre fría y la técnica y no podría darles una explicación.

Así que se concentró en pensar si había algo que no quería entregar a aquellos tipos. Los atracadores no disparan a los turistas en una calle del centro de París, ¿no? No.

Pero entonces ocurrió una cosa extraña, Bill cogió el bolso de Julia y se lo ofreció al joven que sostenía el arma. Era evidente que esta no era la manera en que aquellos tipos querían hacer la transacción, así que ambos negaron con la cabeza.


Tenez
—dijo Bill, y Kate vio que sabía lo que hacía y por qué, empujando el bolso contra el arma, acercándose demasiado y obligando al otro joven a colocarse entre Bill y las balas para coger el botín, y entonces fue cuando Bill se lanzó hacia el que no iba armado y lo utilizó como escudo mientras se hacía con la pistola, descaradamente y sin esfuerzo alguno.

Todos se quedaron paralizados mirando el arma y los unos a los otros, con la boca abierta de par en par y pensando en cuál sería el siguiente movimiento…

Los dos chicos echaron a correr y Bill tiró la pistola a la alcantarilla.

8

Era lunes por la tarde y llovía a mares.

Kate estaba sola delante del colegio sosteniendo el paraguas tan bajo que la cabeza tocaba el nailon de rayas y tenía las varillas de aluminio apoyadas en el hombro en un intento por proteger las escasas partes de su cuerpo que aún no tenía empapadas. De cintura para abajo estaba irremediablemente chorreando y embarrada.

Una cortina de gruesas gotas caía desde el cielo oscuro y denso golpeando el asfalto, martilleando la hierba y chapoteando en los profundos charcos que se habían formado en todas las cuestas, desagües, grietas y rendijas.

Las madres se agrupaban por nacionalidades. Había grupos de danesas de ojos azules con aire de suficiencia y de holandesas rubias, también de italianas con altos tacones y de suecas supersaludables. En los grupos mixtos de habla inglesa predominaban las británicas pálidas, las americanas regordetas, las siempre sonrientes australianas y las provocativamente simpáticas neozelandesas, con alguna que otra irlandesa y escocesa. Luego estaban las indias, tan insulares, y las siempre impenetrables japonesas. Por último, rusas, checas y polacas deambulaban en un intento por acoplarse a Europa occidental, tratando de ser simpáticas, apretando manos con la esperanza de ser invitadas a unirse a la Unión Europea ignorando, tal vez voluntariamente, lo inútil que resulta siempre intentar que lo inviten a uno a algo.

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