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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (52 page)

ºº

Te pido que sigas esto (secuencia de señal adjunta). ¿Quieres recibir mi estado mental?

ªª

Mi querida nave, ¿de veras es esto necesario?

ºº

Nada es necesario. Algunas cosas son deseables. Yo deseo esto. ¿Quieres recibir mi estado mental?

ªª

¿Te detendrás si no lo hago?

ºº

Puede. Desde luego eso me demorará

ªª

No te gusta facilitarle las cosas a los demás, ¿verdad?

ºº

Soy una nave de guerra. Esa no es mi función. ¿Quieres recibir mi estado mental?

ªª

¿Sabes?, por esto precisamente preferimos llevar tripulaciones humanas a bordo. Ayuda a prevenir heroicidades.

ºº

Ahora estás intentando entretenerme. Si no accedes a recibir mi estado mental, lo transmitiré hacia ti de todas maneras. ¿Quieres recibir mi estado mental?

ªª

Si insistes... Pero no lo haré con la conciencia tranquila...

La nave transmitió a la otra una copia de lo que en otros tiempos podría haberse llamado su alma. Entonces experimentó un extraña sentimiento de liberación y libertad mientras completaba sus preparativos para el combate. Ahora sentía una extraña afinidad, al mismo tiempo orgullosa y humilde, con los guerreros de todas las especies en todas las épocas del mundo que se habían despedido de sus vidas, sus seres queridos, sus amigos y conocidos, habían hecho las paces consigo mismos y con las entidades que exigiesen sus supersticiones, y se habían preparado para morir en batalla.

La embargó el más fugaz momento de azoramiento por haber despreciado alguna vez a estos bárbaros por su falta de civilización. Siempre había sabido que no era culpa suya ser unas criaturas tan humildes, pero a pesar de todo le costaba expurgar a sus pensamientos sobre estos animales del patricio desdén que tan frecuente era entre las Mentes. Ahora en cambio, percibió una hermandad que no solo se extendía a través de las eras, especies o civilizaciones, sino también sobre el presumiblemente más alargado abismo que separaba la torpe, confusa y apagada consciencia exhibida por la mente animal y la casi infinitamente más extendida, refinada e integrada percepción de lo que la mayoría de las especies antiguas se complacían por alguna razón en llamar Inteligencia Artificial (u otra cosa no menos –y puede que con razón, aunque inconscientemente– desalentadora).

Así que ahora había descubierto la verdad que había en la idea de una especie de pureza en la contemplación y preparación del sacrificio personal. Era algo que el estado mental que acababa de transferir –su nuevo yo, que renacería en la matriz de una nueva nave de guerra, antes de no mucho tiempo– no podría experimentar nunca. Por un instante consideró la posibilidad de enviar su estado mental actual para reemplazar al anterior, pero inmediatamente abandonó la idea. Para empezar, supondría perder más tiempo, pero además, y esto era lo más importante, sentía que estaría insultando a la extraña calma y seguridad interior que sentía ahora si la colocaba artificialmente en una Mente que no estaba a punto de morir. Sería inapropiado, puede que hasta inquietante. No, aquella certeza transparente era exclusivamente para ella y la sostendría junto a su alma exculpada como un talismán de sagrada verdad.

La nave de guerra revisó sus sistemas internos. Todo estaba preparado; cualquier demora adicional constituiría una prevaricación. Giró en la dirección por la que había venido. Encendió con lentitud sus motores para acelerar gradualmente y encaminarse, luminosa, hacia el vacío. Mientras avanzaba, sembró el tejido del espacio con minas y misiles capaces de actuar en el hiperespacio. Quizá solo pudieran eliminar una nave o dos, y eso con suerte, pero al menos frenarían al resto. Aumentó la velocidad hasta que la tasa de degradación significativa de los motores se situó en 128 horas, luego en 64 y luego en 32. Se mantuvo allí. Por encima de esto se hubiera arriesgado a sufrir una inmediata y catastrófica avería.

Atravesó las oscuras horas de distancia que para la mera luz eran décadas, gloriosa en su triunfante y sacrificial celeridad, radiante en su marcial justicia.

Sentía la flota que se le estaba acercando como un mapa de cometas brillantes y veloces en aquel espacio contemplado. Noventa y seis naves distribuidas en un tosco círculo de treinta años luz de diámetro en el espacio tridimensional, la mitad por encima y la mitad por debajo del tejido. Tras ellas captó los rastros de otra oleada, numéricamente tan grande como la primera pero extendida a lo largo del doble de su volumen.

Había trescientas ochenta y cuatro naves almacenadas en Miseria. Cuatro oleadas si cada una era tan grande como la primera. ¿Dónde se colocaría ella si estuviera al mando?

Cerca del centro de la tercera oleada, pero no exactamente en él.

¿Adivinaría la nave capitana su propósito y se colocaría en otro lugar? ¿En el extremo exterior de la primera oleada, en algún lugar de la segunda, en retaguardia, o incluso más lejos, completamente separada de todas las oleadas?

Adivina.

Penetró en el Ultraespacio recorriendo el tejido con sus sensores y preparando los sistemas de armas. Su velocidad era tan colosal que estaba acercándose a la flota enemiga más deprisa de lo que hubiera visto nunca salvo en las simulaciones más salvajes. Pasó a gran altura sobre ella en el hiperespacio, todavía, según parecía, sin ser descubierta. Una descarga de placer puro embargó su Mente. Nunca se había sentido tan bien. Pronto, muy pronto, moriría, pero lo haría de forma gloriosa, y su reputación pasaría a la nueva nave nacida con sus recuerdos y su personalidad, transmitidos en su estado mental por la
Liquídalos más tarde.

Cayó sobre la tercera oleada de atacantes como un león sobre una manada de herbívoros.

VI

Byr se encontraba en la plataforma de piedra circular que había en la cima de la torre, contemplando el océano, donde dos líneas de luz de luna trazaban sendas hebras de plata sobre las aguas incansables. Tras ella, la cúpula de la torre de cristal estaba a oscuras. Se había ido a la cama al mismo tiempo que Dajeil, quien últimamente se cansaba más deprisa de lo normal. Se habían disculpado y habían dejado solos a los demás. Kran, Aist y Tuly eran viejos amigos de la UGC
Comportamiento inaceptable
, otra de las naves engendradas por la
Confidente silencioso.
Conocían a Dajeil Gelian desde hacía veinte años. Los tres estaban a bordo de la
Confidente silencioso
cuatro años antes y eran algunas de las últimas personas que Byr y Dajeil habían visto antes de partir hacia Telaturier.

La
Comportamiento inaceptable
pasaba por la zona y la habían convencido de que los dejara allí un par de días para hacer una visita a sus viejos amigos.

Las lunas proyectaban su robada luz sobre la quejumbrosa danza del oleaje y Byr, que había segregado un poco de
difuso,
estaba pensando que la V de su luz, en su eterna convergencia sobre el observador, alentaba una especie de egocentrismo, una idea completamente romántica sobre el papel central que ocupaba uno en el esquema personal, una ilusoria fe en la propia importancia. Aún recordaba la primera vez que había estado allí y había pensado algo parecido, cuando todavía era un hombre y Dajeil y él no llevaban demasiado tiempo viviendo en el planeta.

Había sido la primera noche que –por fin, después de tantas complicaciones– se habían acostado juntos. Había subido allí en mitad de la noche, mientras ella dormía, y había contemplado las aguas. En aquel momento, el mar estaba casi en calma y el reflejo de las lunas flotaba lento y casi intacto sobre la faz tranquila de las adormecidas aguas del océano.

En ese momento se había preguntado si habría cometido un terrible error. Parte de su mente estaba convencida de que sí, mientras que otra, encaramada a la ventajosa posición moral de la madurez, le aseguraba que era la cosa más inteligente que había hecho nunca, que por fin estaba creciendo. Aquella noche había decidido que aunque fuera un error, tendría que asumir las consecuencias. Era uno de esos errores que solo podían resolverse abrazándolos, aferrándose a ellos con las dos manos y aceptando los resultados de tu decisión. El único modo que tenía de preservar su orgullo era olvidarlo mientras estuvieran allí. Haría el trabajo, cumpliría con su deber y sacrificaría sus propios intereses a los de Dajeil, para que nadie pudiera reprocharle nada. Su recompensa era que ella nunca había parecido tan feliz y que, casi por vez primera en su vida, se sentía responsable del placer de otra persona más allá de lo inmediato.

Cuando, meses más tarde, ella sugirió que tuvieran un niño y, poco después, mientras todavía lo estaban pensando, que Mutualizaran –puesto que tenían el tiempo y el compromiso necesarios– había respondido con un entusiasmo extravagante, casi como si el escándalo de sus aplausos pudiera ahogar las dudas que seguía oyendo en su interior.

–¿Byr? –dijo una voz suave desde la pequeña cúpula que había entre las escaleras y el tejado.

Se volvió.

–¿Sí?

–Hola. Tú tampoco podías dormir, ¿eh? –dijo Aist mientras se le acercaba. Llevaba un pijama oscuro. Sus pies desnudos hacían un sonido blando sobre las losas.

–No –dijo Byr. No necesitaba dormir demasiado. Últimamente pasaba mucho tiempo solo, mientras Dajeil dormía o se sentaba en cuclillas en uno de sus trances o preparaba algo en la guardería que estaban montando para sus hijos.

–Igual que yo –dijo Aist. Cruzó los brazos por debajo del pecho y se inclinó sobre el parapeto, dejando que sus manos y sus hombros colgaran sobre el vacío. Escupió. La saliva cayó como una mota blanca entre los rayos de la luna y desapareció frente a la oscura pendiente del último piso de la torre. Volvió a apoyarse en el suelo y se apartó el pelo, castaño y no muy largo, de los ojos, mientras estudiaba con el ceño ligeramente fruncido el rostro de Byr. Sacudió la cabeza–. ¿Sabes? –dijo–, nunca pensé que fueras uno de esos que cambian de sexo, y mucho menos que quisieras tener un niño.

–Ni yo –dijo Byr mientras se inclinaba sobre el parapeto y dirigía la mirada hacia el mar–. Todavía hay veces que no me lo creo.

Aist se inclinó hacia él.

–Pero está bien, ¿no? O sea, eres feliz, ¿verdad?

Byr miró a la otra mujer.

–¿No es obvio?

Aist guardó silencio un rato. Entonces dijo:

–Dajeil te quiere muchísimo. Hace veinte años que la conozco. También ella ha cambiado del todo, ¿sabes? No solo tú. Siempre fue independiente, nunca quiso tener hijos ni establecerse con una persona, al menos no mucho tiempo. Hasta que fuera más mayor. Os habéis cambiado tanto el uno al otro... Es... es algo que no se ve a menudo. Casi da miedo pero, bueno, es bastante impresionante, ¿sabes?

–Claro.

Guardaron silencio un rato más.

–¿Cuándo crees que tendrás al niño? –preguntó Aist–. ¿Cuánto tiempo dejaréis pasar después de que ella haya tenido a...? Se llama Ren, ¿no?

–Sí, Ren. No lo sé. Ya veremos. –Se rió, una risilla que parecía más bien una tos–. Puede que esperemos a que Ren sea mayor para que nos ayude a cuidarlo.

Aist hizo el mismo ruido. Volvió a apoyarse en el parapeto, levantó los pies del suelo y se mantuvo en equilibrio sobre los brazos doblados.

–¿Qué tal llevas lo de estar tan lejos de todo el mundo? ¿Tenéis muchas visitas?

Byr sacudió la cabeza.

–No. Sois el tercer grupo que nos visita.

–Supongo que uno se siente solo. O sea, os tenéis el uno al otro pero...

–Los 'Krik son muy divertidos –dijo Byr–. Son gente, individuos. A estas alturas debo de conocer a miles de ellos, supongo. Son entre veinte y treinta millones. Montones de nuevos coleguillas que conocer.

Aist se rió entre dientes.

–Supongo que no se puede uno acostar con ellos, ¿verdad?

Byr la miró de soslayo.

–Nunca lo he intentado. Lo dudo.

–Tío, Byr, tú eras todo un conquistador –dijo ella–. Recuerdo cuando nos conocimos, en la
Confidente
. Nunca había visto a nadie tan concentrado. –Se echó a reír–. ¡En todo! Eras como una fuerza de la naturaleza; un terremoto o un maremoto.

–Esos son desastres naturales –señaló Byr con una frialdad fingida.

–Bueno, pues algo parecido –dijo Aist con una risa delicada. Lentamente, lanzó una mirada tímida a la otra mujer–. Supongo que me habría visto en la línea de fuego si me hubiera quedado más tiempo por allí.

–Supongo que es posible –dijo Byr con una voz cansada y resignada.

–Sí. Todo podría haber sido completamente diferente.

Byr asintió.

–O exactamente igual.

–Bueno, no lo digas así –dijo Aist–. A mí no me hubiera importado. –Se inclinó sobre el parapeto y escupió con delicadeza, moviendo ligeramente la cabeza para que el escupitajo saliera impulsado hacia delante. Esta vez cayó en el camino de grava que rodeaba la base de la torre. La chica emitió un sonido de satisfacción y miró a Byr. Se limpió la barbilla y sonrió. Volvió a mirarlo y examinó su rostro–. No es justo, Byr –dijo–. Me gustas, seas lo que seas. –Lentamente, acercó una mano a su mejilla. Byr miró sus grandes y oscuros ojos.

Una de las lunas empezó a desaparecer detrás de un desgarrado jirón de nube y se levantó una brisa que olía a humedad.

Es una prueba, por su amiga
–pensó Byr, mientras las manos de la otra mujer, suaves como plumas, le acariciaban delicadamente la cara. Pero sus dedos estaban temblando–.
Es una prueba a pesar de todo; está decidida a hacerlo, pero también nerviosa.
–Levantó la mano y le cogió los dedos con suavidad. Aist lo tomó como una señal para besarla.

Después de un rato, Byr dijo:

–Aist... –y trató de apartarla.

–Eh –dijo la otra en voz baja–, no significa nada, ¿vale? Es solo deseo. No significa nada.

Un poco más tarde, Byr dijo:

–¿Por qué estamos haciendo esto?

–¿Y por qué no? –susurró Aist.

A Byr se le ocurrían varias razones, dormidas en la pétrea oscuridad que tenían debajo.

Cómo he cambiado
–pensó–.
Claro que, en realidad, no tanto.

VII

Ulver Seich paseaba por el área de alojamiento de la
Zona Gris
. Al menos en la UGC había más sitio para andar. Si hubiera llegado directamente desde la casa de su familia en Phage le habría parecido espantosamente estrecha, pero comparada con los claustrofóbicos confines de la
Franco intercambio de puntos de vista,
parecía casi espacioso. (Había pasado muy poco tiempo en Grada y este lo había ocupado con un frenesí de preparativos apresurados, así que no contaba. En cuando al módulo...
¡Agh!).

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