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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (41 page)

Se volvió hacia la Sublimadora. Era casi tan alta como él; tenía un rostro bonito pero un poco vacuo, aunque era posible que se lo pareciera por sus prejuicios personales.

Los Sublimadores habían convertido en religión lo que era una parte habitual pero generalmente opcional de la elección que de su destino hacía cada especie. Los Sublimadores creían que todo el mundo debía ser Sublime, que todo humano, todo animal, toda máquina y toda Mente debía aspirar a la definitiva trascendencia y dejar atrás la vida mundana para fijar un rumbo lo más directo posible al nirvana.

La gente que se unía a la secta pasaba un año tratando de convencer a otros de esto antes de Sublimar, uniéndose a una de las mentes colectivas del grupo para contemplar la irrealidad. Los pocos drones, IA y Mentes a los que lograban convencer de las ventajas de este curso de acción pensaban que los argumentos de los Sublimadores tendían en última instancia a lo que muchas máquinas hacían ya en tales circunstancias, así que desaparecían en dirección a la Entidad Sublimada más próxima, aunque de vez en cuando uno o dos de ellos permanecían en el estado pre-Sublimado el tiempo suficiente para colaborar en la causa. En general, no obstante, la secta no gozaba de gran consideración en ninguna parte. La Sublimación se consideraba algo que les ocurría habitualmente a sociedades enteras, algo más parecido a una alteración práctica del estilo de vida que a un compromiso religioso. Más parecido a una mudanza que al ingreso en una sociedad sagrada.

–Bueno, no sé –dijo Genar-Hofoen con tono cauto–. ¿En que creen exactamente ustedes?

La Sublimadora dirigió la mirada a la calle que discurría tras él.

–Oh, creemos en el poder de lo Sublime –dijo–. Deje que le cuente más. –Volvió a mirar la calle–. Oh, quizá deberíamos quitarnos de aquí, ¿no cree? –Extendió una mano y retrocedió un paso hacia el pavimento.

Genar-Hofoen volvió la vista atrás, donde las cosas estaban embrollándose. El gigantesco animal que había visto antes –un pesadosasuro sexípodo– estaba avanzando lentamente por la avenida en medio de una especie de cortejo y una hueste de espectadores. El animal, de hirsuto pelaje marrón, tenía seis metros de alto y estaba cubierto de espléndidas banderolas y oriflamas, y su jinete, un mahout con un uniforme de colores chillones, blandía una maza llameante. La bestia llevaba encima una reluciente cúpula negra y plateada cuyas bulbosas ventanas de filigrana no ofrecían indicio alguno sobre sus ocupantes. Sendos cuencos de similar ornamentación le tapaban los ojos. Cinco kliestrithrals la acompañaban. Cada una de las criaturas de negros colmillos arañaba la calle y resoplaba y mantenía tensa la correa con la que la sujetaba un fornido guardia mercenario. Un puñado de gente impedía el paso de la procesión. El pesadosasuro se detuvo y echó atrás la alargada cabeza, profirió un rugido sorprendentemente suave y contenido, y a continuación se ajustó los cuencos de los ojos con las dos patas delanteras –tan gruesas como piernas humanas– y sacudió la cabeza de un lado a otro. El grupillo de curiosos empezó a dispersarse y la gran bestia y su escolta reanudaron la marcha.

–Hmmm, sí –dijo Genar-Hofoen–. Puede que sea mejor que nos quitemos de en medio. –Se terminó el 9050 y buscó un lugar en el que depositar el recipiente.

–Por favor; permíteme. –La muchacha Sublimadora le quitó la copa como si fuera una reliquia. Genar-Hofoen la siguió a la acera; ella lo cogió del brazo y se dirigieron lentamente hacia la entrada del sekos, donde la mujer seguía hablando con mirada de irónica curiosidad con los otros dos Sublimadores.

–¿Habías oído hablar antes de los Sublimadores? –le preguntó la chica que lo llevaba del brazo.

–Oh, sí –dijo, con la mirada clavada en el rostro de la otra mujer mientras se acercaban. Se detuvieron en el pavimento, a la entrada del templo de los Sublimadores, dentro de un campo sigiloso en el que el único sonido que penetraba era una música suave y tintineante y, como ruido de fondo, el sonido de un oleaje lamiendo una playa–. Creéis que todo el mundo debería desaparecer, o algo así, ¿no? –dijo con tono de absoluta inocencia. Ahora se encontraba a solo unos metros de la mujer de la túnica de sombras, pero la compartimentación del campo de sigilo le impedía oír lo que estaba diciendo. Su rostro era tal como lo recordaba. Los ojos y la boca eran los mismos. Nunca había llevado el pelo así pero hasta la tonalidad entre negra y azulada era la misma.

–¡Oh, no! –dijo la chica Sublimadora con expresión de terrible seriedad–. Nuestras creencias aspiran a llevarnos por completo
más allá
de estas preocupaciones mundanas...

Por el rabillo del ojo, Genar-Hofoen seguía observando la calle, donde el pesadosasuro estaba husmeando en dirección a una nutrida multitud de admiradores. Sonrió a la Sublimadora y se desplazó ligeramente para poder ver mejor a la otra mujer.

No, no era ella. Por supuesto que no. A estas alturas ya lo habría reconocido, ya habría reaccionado. Aunque estuviera tratando de fingir que no lo había visto, él ya se habría dado cuenta. Nunca se le había dado muy bien ocultarle sus sentimientos a los demás, y a él menos que a nadie. Volvió a mirarlo y al instante apartó la vista. Genar-Hofoen sintió una repentina e incontenible sensación de placer temeroso, una punzada de excitación que le dejó la carne de gallina.

–... más alta expresión de nuestro impulso esencial a alcanzar lo que es más grande que nosotros... –asintió y miró a la chica Sublimadora, que seguía parloteando. Frunció levemente el ceño y se rascó la barbilla con la mano libre, sin dejar de asentir. Siguió mirando a la otra mujer. En la calle, el pesadosasuro y su séquito se habían detenido cerca de ellos. Un sintrincado de Grada flotaba a la misma altura que el mahout de la bestia, con el que parecía estar discutiendo enconadamente.

La mujer sonreía a los otros dos Sublimadores con lo que parecía una expresión de tolerante burla. Tenía la mirada clavada en el Sublimador que en aquel momento estaba hablando pero en entonces suspiró profundamente y –al mismo tiempo que dejaba salir el aire– volvió a mirar a Genar-Hofoen con una diminuta sonrisa y un rápido enarcado de las cejas antes de seguir atendiendo los Sublimadores e inclinar la cabeza a un lado.

Genar-Hofoen estaba intrigado. ¿Estaría Circunstancias Especiales dispuesta a llegar tan lejos para mantenerlo bajo control, o al menos vigilado? ¿Qué posibilidades había de que hubieran encontrado a alguien que se pareciera tanto? Era de suponer que existieran cientos de personas que tuvieran una cierta semejanza con Dajeil Gelian; puede que hasta existieran unas pocas que hubieran oído hablar de ella y hubieran asumido deliberadamente su apariencia. Aquello ocurría constantemente con los famosos y el hecho de que él no se hubiera enterado de que alguien hubiera tomado el aspecto de Dajeil no significaba que no hubiera ocurrido. Si aquella persona era una de ellas, le convenía estar en guardia...

–... ambición personal o el deseo de mejorar o de proporcionarle oportunidades a los propios hijos no es más que un pálido reflejo, comparado con la definitiva trascendencia que ofrece la auténtica Sublimación. Porque, tal como está escrito...

Genar-Hofoen se acercó a la chica que le estaba hablando y le dio unos golpecitos en el hombro.

–Estoy seguro de ello –dijo en voz baja–. ¿Quiere disculparme un momento?

Se acercó dos pasos a la mujer de la túnica de sombras. Ella volvió la cabeza y le sonrió educadamente.

–Discúlpeme –le preguntó–. ¿Nos conocemos de algo? –Sonrió al decirlo, tanto en respuesta a lo manido de la frase como al hecho de que a ninguno de los dos le interesaba lo que los Sublimadores tenían que decir.

La mujer asintió educadamente.

–Me parece que no –dijo. Su voz era más aguda que la de Dajeil. Más juvenil y con un acento ligeramente diferente–. Aunque si nos hubiéramos conocido y usted no hubiera sido alterado y yo lo hubiera olvidado, desde luego estaría demasiado avergonzada como para admitirlo. –Sonrió. Él también. Frunció el ceño–. A menos que... ¿Vive usted en Grada?

–Solo estoy de paso –dijo él. Un bombardero ardiendo pasó sobre sus cabezas y estalló en una explosión de luz tras el edificio de los Sublimadores. En la calle, la discusión sobre el pesadosasuro estaba volviéndose cada vez más acalorada. El propio animal estaba mirando fijamente al sintrincado y su mahout estaba muy erguido sobre su cuello, señalando la maza llameante que llevaba el oscuro y espinoso ser para subrayar su argumento–. Pero he estado aquí otras veces –dijo Genar-Hofoen–. Puede que hayamos chocado en alguna ocasión.

Ella asintió con aire pensativo.

–Es posible –le concedió.

–Oh, ¿os conocéis? –dijo el joven Sublimador con el que ella había estado hablando–. Bueno, mucha gente encuentra que la Sublimación en compañía de una persona amada o sencillamente de un conocido es...

–¿Juega usted al Crasis Calascénico? –preguntó ella interrumpiendo sin miramientos al joven Sublimador–. Puede que nos hayamos visto en alguna partida. –Echó la cabeza atrás y lo miró desde el otro lado de aquella larga nariz–. Si es así, me decepciona que haya esperado hasta ahora para presentarse.

–¡Ah! –dijo el Sublimador–. Los juegos; ¡una expresión del afán por entrar en mundos que están más allá de nosotros! Otro...

–Es la primera vez que oigo hablar de ese juego –confesó él–. ¿Me lo recomienda?

–Oh, sí –dijo ella. Su tono parecía irónico–. Beneficia a todos los participantes.

–Bueno, siempre estoy dispuesto a probar experiencias nuevas. Quizá podría enseñarme.

–Ah, vaya; la experiencia nueva
definitiva...
–empezó a decir el Sublimador.

Genar-Hofoen se volvió a él y dijo:

–¡Oh, cierra la boca! –Había sido una reacción instintiva y por un momento temió haberse equivocado, pero la chica no parecía estar mirando con ninguna simpatía la expresión dolida del joven Sublimador.

Volvió a mirarlo.

–Muy bien –dijo–. Si respalda usted mis apuestas, le enseñaré el Crasis.

Genar-Hofoen sonrió y se preguntó por un momento si no habría sido demasiado fácil.

–Trato hecho –dijo. Agitó el bastón de nubes debajo de su nariz, aspiró profundamente y a continuación hizo una reverencia.

–Me llamo Byr.

–Encantada de conocerte. –Volvió a asentir–. Llámame Flin –dijo y, asiendo el bastón, lo pasó por debajo de su propia nariz.

–¿Nos vamos, Flin? –dijo él, y señaló la calle, donde el pesadosasuro acababa de tumbarse en el suelo, había doblado las cuatro patas debajo del cuerpo y había introducido las dos patas delanteras bajo la barbilla como si estuviera aburriéndose. Dos sintrincados estaban gritándole al furioso mahout, quien sacudía la maza llameante delante de sus caras. Los guardias mercenarios parecían nerviosos y estaban dando palmadas a los inquietos kliestrithrals.

–Muy bien.

–¡Recordad dónde os habéis conocido! –gritó el Sublimador a su espalda–. La Sublimación es el encuentro definitivo de las almas, el pináculo de...

Salieron del campo de sigilo. El repiqueteo de las baterías antiaéreas se tragó sus palabras mientras ellos echaban a andar por el pavimento.

–Entonces, ¿adónde vamos? –preguntó Genar-Hofoen.

–Bueno, puedes llevarme a tomar una copa y luego pasaremos por un local de Crasis que conozco. ¿Qué te parece?

–Genial. ¿Cogemos una trampa? –dijo, señalando un vehículo abierto de dos ruedas que, a poca distancia, esperaba junto al bordillo. Había una pareja de ysner y mistretl en el tiro. El ysner, con el cuello estirado, picoteaba una bolsa de comida que había en el canalón mientras el pequeño mistretl uniformado que lo montaba miraba a su alrededor con aire alerta y entrecruzaba los pulgares.

–Buena idea –dijo ella. Se acercaron a la trampa y subieron a bordo–. Al Salón Colirio –le dijo al mistretl mientras se sentaban en la parte trasera del pequeño vehículo. La criatura saludó y sacó un látigo de su llamativo chaleco. El ysner emitió un sonido parecido a un suspiro.

La trampa se estremeció de repente. Un enorme estruendo proveniente de la calle llegó hasta ellos. Todos miraron a su alrededor. El pesadosauro se había encabritado y estaba rugiendo. El mahout estuvo a punto de caerse de su cuello. La maza se le resbaló y rebotó en el suelo de la calle. Dos de los kliestrithrals se escaparon y, gruñendo y arrastrando a sus guardianes, se abalanzaron sobre la multitud. Los dos sin trincados que habían estado discutiendo con el mahout se elevaron rápidamente para quitarse de en medio. Los transeúntes que contaban con arneses antigravitatorios realizaron maniobras evasivas en medio de la confusión de los focos y el fuego antiaéreo. Mientras Flin y Genar-Hofoen miraban, el pesadosasuro saltó con sorprendente agilidad, echó a correr calle abajo y la gente huyó despavorida en todas direcciones. El mahout se aferraba desesperadamente a las orejas de la criatura mientras le chillaba que se detuviera. La cúpula negra y plateada que el animal llevaba a la espalda pareció flotar sobre él hasta que el aumento de su velocidad la obligó a oscilar de un lado a otro. Junto a Genar-Hofoen, Flin parecía paralizada.

Genar-Hofoen se volvió hacia el mistretl.

–Bien –dijo–. Podemos irnos.

El pequeño mistretl, sin apartar todavía la mirada de la calle, pestañeó con rapidez. Otro rugido sacudió los edificios circundantes. Genar-Hofoen volvió a mirar atrás.

El pesadosasuro desbocado levantó una de las patas delanteras y se arrancó los cuencos de los ojos. Dos enormes ojos azules y facetados, como sendos bloques de hielo ancestral, quedaron a la vista. Con su otro miembro delantero asió al mahout por el hombro y se lo arrancó del cuello. Este se debatió y sacudió los brazos pero la bestia lo arrojó al suelo sin miramientos. Aterrizó sacudiendo las piernas, cayó y rodó por el suelo. El pesadosasuro continuó su atronador avance. La gente se arrojaba a cualquier parte para apartarse de su camino. Alguien que conducía una burbujesfera no se movió lo bastante deprisa. La bola transparente gigante recibió una patada, salió despedida hacia un lado y se estrelló contra un puesto de comida. Brotaron llamas de los escombros.

–Mierda –dijo Genar-Hofoen al ver que el gigante se les echaba encima. Se volvió de nuevo hacia el conductor mistretl. Veía el rostro del ysner, vuelto también hacia la calle. Su gran rostro no expresaba más que una cierta sorpresa–. ¡Muévete! –le gritó.

El mistretl asintió.

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