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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (43 page)

Al parecer, a nadie se le había ocurrido plantearse por qué se había recibido una llamada anónima media hora antes de emitirse un aviso de posibles riadas desde el centro de la red NEXRAD. No obstante, se había localizado la llamada. La habían realizado desde un teléfono público de Calgary, Canadá.

—A eso se le llama organización —comentó Kenner—. Conocían el número de teléfono de la emisora de Arizona antes de poner esto en marcha.

—¿Por qué Calgary? —preguntó Evans—. ¿Por qué desde allí?

—Según parece, el grupo tiene allí uno de sus principales focos —respondió Kenner.

Sarah contempló las nubes. El avión sobrevolaba la tormenta.

El sol se ponía, una cinta dorada al oeste. La vista era serena. Daba la impresión de que los acontecimientos del día hubiesen sucedido meses antes, años antes.

Se miró el pecho y vio las tenues marcas parduscas del rayo.

Había tornado una aspirina, pero empezaban a dolerle un poco, a escocerle. Se sentía marcada. Una mujer marcada.

Ya no escuchaba lo que decían los hombres, sino solo el sonido de sus voces. En la voz de Evans no se advertía ya el vacilante tono juvenil de antes. Ya no protestaba ante cualquier comentario de Kenner. Por alguna razón, parecía mayor, más maduro, más sólido.

Al cabo de un rato, Evans fue a sentarse a su lado.

—¿Te molesta si te hago compañía?

—No —dijo ella señalando el asiento.

Evans se dejó caer en él con una ligera mueca de dolor y preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Sí. ¿Y tú?

—Un poco dolorido. Bueno, muy dolorido: Creo que me llevé más de un golpe en el todoterreno.

Sarah asintió y miró por la ventanilla durante un rato. Por fin, se volvió.

—¿Cuándo ibas a decírmelo? —preguntó.

—Decirte ¿qué?

—Que me salvaste la vida. Por segunda vez. Evans se encogió de hombros. —Pensaba que ya lo sabías.

—Pues no.

Sintió enojo al decirlo. No sabía por qué eso tenía que irritarla, pero así era. Quizá se debía a que ahora la invadía una sensación de obligación o… o… no sabía qué. Sencillamente sintió enojo.

—Lo siento —dijo Evans.

—Gracias.

—Me alegro de haberte sido útil. —Evans sonrió, se levantó y regresó a la parte trasera del avión.

Era extraño, pensó Sarah. Había algo en él. Una cualidad sorprendente en la que no se había fijado hasta el momento.

Cuando volvió a mirar por la ventanilla, el sol se había puesto. La cinta dorada adquirió una tonalidad más intensa, más oscura.

CAMINO DE LOS ÁNGELES
LUNES, 11 DE OCTUBRE
18.25 H

En la parte trasera del avión, Evans bebía un Martini y miraba el monitor instalado en la pared. Tenían conexión vía satélite con el canal de noticias de Phoenix. Los presentadores eran tres, dos hombres y una mujer, sentados tras una mesa curva. Detrás de ellos, el rótulo rezaba
MATANZA EN CANYON COUNTRY
y, por lo visto, se refería a las muertes de los hombres en Flagstaff, pero Evans había llegado demasiado tarde para oír la noticia.

«Tenemos otra noticia del parque estatal de McKinley, donde un aviso de riada salvó las vidas de los trescientos colegiales que asistían a un picnic. El agente Mike Rodríguez contó lo ocurrido a nuestra corresponsal Shelly Stone».

Siguió una breve entrevista con el agente de la policía de carretera, oportunamente lacónico en sus declaraciones. No mencionó a Kenner ni a su equipo.

Después ofrecieron imágenes del todoterreno volcado de Evans, aplastado al pie del precipicio. Rodríguez explicó que, por suerte, no había ocupantes en el interior del vehículo cuando lo arrastró la riada.

Evans tornó un trago de Martini.

Luego aparecieron de nuevo en la pantalla los presentadores y uno de los hombres dijo: «La situación de máxima alerta por el riesgo de riadas continúa, pese a que no son propias de esta época del año».

«Parece que el tiempo está cambiando», comentó la presentadora apartándose el pelo de la cara.

«Sí, María. No hay duda de que el tiempo está cambiando. Y de eso nos hablará Johnny Rivera». Dieron paso a un hombre de menor edad, por lo visto el meteorólogo: «Gracias, Terry. Un cordial saludo a todos. Si residen ustedes desde hace tiempo en el estado del Gran Cañón, probablemente habrán notado que nuestra meteorología está cambiando, y los científicos han confirmado que la causa de eso es el culpable de siempre, el calentamiento del planeta. La riada de hoyes solo un ejemplo de los problemas que se avecinan: condiciones climáticas más extremas, corno las inundaciones, los tomados y las sequías, todo ello corno consecuencia del calentamiento del planeta».

Sanjong dio un suave codazo a Evans y le entregó una hoja.

Era una copia sacada por impresora de un comunicado de prensa extraído de la página web del NERF. Sanjong señaló el texto: «… los científicos coinciden en que se avecinan problemas: situaciones climáticas más extremas, corno inundaciones, tomados y sequías, todo ello corno consecuencia del calentamiento del planeta».

—¿Ese tipo no hace más que leer un comunicado de prensa? —preguntó Evans.

—Así trabajan hoy día —respondió Kenner—. Ni siquiera se molestan en cambiar una frase aquí y allá. Se limitan a leer la copia tal cual, y, por supuesto, lo que dicen no es verdad.

—¿Qué está causando pues la tendencia creciente a condiciones meteorológicas extremas en todo el mundo? —dijo Evans.

—No existe tal tendencia.

—¿Eso se ha estudiado?

—Reiteradamente. Pero los estudios no revelan el menor aumento en la frecuencia de sucesos meteorológicos extremos a lo largo del siglo pasado, ni en los últimos quince años. Y los modelos globales tampoco pronostican una climatología más extrema.

En el peor de los casos, la teoría del calentamiento del planeta predice una climatología menos extrema.

—Entonces, ¿todo lo que dice ese hombre es una sarta de mentiras? —preguntó Evans.

—Exacto. Y también el comunicado de prensa.

En la pantalla, el meteorólogo decía: «… está empeorando tanto que la última noticia es —oigan esto— que los glaciares de Groenlandia se están fundiendo y pronto desaparecerán por completo. Esos glaciares, amigos míos, tienen cinco kilómetros de grosor. Eso es mucho hielo. Un nuevo estudio calcula que los niveles del mar se elevarán siete metros o más. Así que vendan ya sus casas en la playa».

—¿Y eso? —preguntó Evans—. También lo dijeron ayer en el noticiario de Los Ángeles.

—Yo no lo llamaría noticia —contestó Kenner—. Los científicos de Reading llevaron a cabo simulaciones por ordenador que inducían a pensar que Groenlandia
podría
perder su capa de hielo en los próximos mil años.

—¿Mil años? —repitió Evans.


Podría.

Evans señaló el televisor.

—No ha dicho que eso podría ocurrir dentro de mil años.

—Lo ha omitido —dijo Kenner—. Imagínate por qué.

—Pero dices que no es noticia…

—A ver, dime, ¿tú dedicas mucho tiempo a preocuparte por lo que podría ocurrir dentro de mil años?

—No.

—¿Y crees que alguien debería?

—No.

—Pues ahí lo tienes.

Cuando terminó su copa, lo invadió de pronto el sueño. Tenía todo el cuerpo dolorido; se sentara corno se sentase, le dolía algo, la espalda, las piernas, la cadera. Estaba magullado y exhausto. Y un poco achispado.

Cerró los ojos, pensando en noticias de acontecimientos que se producirían pasados mil años.

Todas anunciadas como si se tratase de noticias de máxima actualidad y de vida o muerte.

Dentro de mil años.

Le pesaban los párpados. Dio una cabezada: y de pronto se sobresaltó al activarse el intercomunicador.

—Abróchense los cinturones —dijo el capitán—. Aterrizamos en Van Nuys.

VAN NUYS
LUNES, 11 DE OCTUBRE
19.30 H

Solo deseaba dormir. Pero al aterrizar comprobó los mensajes en el teléfono móvil y descubrió que había estado desaparecido, por decirlo suavemente:

«Señor Evans, soy Eleanor, del despacho de Nicholas Drake. Se olvidó el teléfono móvil. Se lo he guardado yo. Y al señor Drake le gustaría hablar con usted».

«Peter, soy Jennifer Haynes, de la oficina de John Balder. Nos gustaría que pasases por aquí mañana no más tarde de las diez, por favor. Es muy importante. Llámame si por alguna razón no puedes venir. Hasta entonces».

«Señor Evans, soy Ron Perry, del Departamento de Policía de Beverly Hills. Faltó a su cita de las cuatro para prestar declaración. No me gustaría pedir una orden de detención. Llámeme. Ya tiene mi número».

«Soy Herb Lowenstein. ¿Dónde demonios te has metido? No contratamos socios comanditarios para que desaparezcan un día tras otro. Hay trabajo pendiente. La oficina de Balder ha estado llamando. Te quieren en Culver City mañana a las diez puntualmente. Te aconsejo que estés allí, o empieza a buscarte otro empleo».

«Señor Evans, soy Ron Perry, de la policía de Beverly Hills. Devuélvame la llamada lo antes posible, por favor».

«Peter, llámame. Margo».

«Peter, ¿quieres que nos veamos esta noche? Soy Janis. Llámame».

«Señor Evans, el señor Drake me ha pedido que le ponga con usted, en la oficina del NERF».

«Peter, soy Lisa, del despacho del señor Lowenstein. La policía ha estado preguntando por ti. He pensado que te interesaría saberlo».

«Peter, soy Margo. Cuando telefoneo a mi abogado, espero que me devuelva la llamada. No seas gilipollas. Llámame».

«Soy Ron Perry, del Departamento de Policía de Beverly Hills. Si no tengo noticias suyas, tendré que solicitar al juez una orden de detención contra usted».

«Evans, soy Herb Lowenstein. Estás hecho un verdadero imbécil. La policía va a pedir una orden de detención contra ti. Resuélvelo inmediatamente. Los socios de este bufete no son detenidos».

Evans dejó escapar un suspiro y colgó. —¿Algún problema? —preguntó Sarah.

—No. Pero no parece que vaya a poder dormir durante un buen rato.

Telefoneó al inspector, Ron Perry, y le dijeron que ya no volvería esa tarde y estaría en el juzgado a la mañana siguiente. Tendría el móvil apagado. Evans dejó un número para que lo llamase.

Telefoneó a Drake, pero ya se había ido.

Telefoneó a Lowenstein, pero no estaba en el bufete. Telefoneó a Margo, pero no contestó.

Telefoneó a Jennifer Haynes y le dijo que estaría allí a la mañana siguiente a las diez.

—Ven vestido de manera formal —dijo ella.

—¿Por qué?

—Saldremos por televisión.

CULVER CITY
MARTES, 12 DE OCTUBRE
9.51 H

Había dos camionetas blancas de la televisión aparcadas frente a las oficinas del equipo litigante de Vanuatu. Evans entró y halló a los técnicos instalando los focos y cambiando las bombillas fluorescentes del techo. Los miembros de cuatro equipos distintos se paseaban de un lado a otro, inspeccionando los distintos ángulos, pero nadie filmaba aún.

Las propias oficinas, advirtió Evans, se habían transformado notablemente. Los gráficos y tablas de las paredes ofrecían ahora un aspecto mucho más complejo y técnico. Se veían enormes ampliaciones fotográficas del país de Vanuatu, tornadas desde el aire y desde tierra. Varias mostraban la erosión de las playas y casas ladeadas, a punto de desplomarse en el agua. En una imagen de un colegio de Vanuatu, preciosos niños de piel oscura sonreían a la cámara. En el centro de la oficina se alzaba una maqueta tridimensional de la isla principal, con una iluminación especial para las cámaras. Jennifer vestía falda, blusa y zapatos de tacón. Estaba sorprendentemente guapa de un modo enigmático. Evans advirtió que todos vestían mejor que en su primera visita; los investigadores llevaban ahora chaqueta y corbata. Los vaqueros y camisetas habían desaparecido y el número de investigadores parecía mayor.

—¿Qué es todo esto?

—Metraje para cinta B —contestó Jennifer—. Vamos a filmar para que los canales de televisión lo utilicen como material de fondo y cuñas. Y naturalmente elaboraremos también un vídeo para la prensa.

—Pero si aún no habéis anunciado la demanda.

—Eso será esta tarde, aquí, delante del almacén. La rueda de prensa es a la una. Estarás presente, supongo. —Pues… no…

—Me consta que John Balder te quiere aquí, en representación de George Morton.

Evans se sintió incómodo. Eso podía crearle un problema político en el bufete.

—Varios abogados con más antigüedad que yo se ocupaban también de los asuntos de George.

—Drake ha pedido que seas tú concretamente.

—¿Ah, sí?

—Por algo relacionado con tu participación en la firma de los papeles para financiar este juicio.

Así que era eso, pensó Evans. Se proponía sacado por televisión para que después no pudiese aducir nada sobre la donación de diez millones de dólares al NERF. Sin duda lo querían en segundo plano durante la ceremonia para anunciar el acontecimiento, y quizá incluso reconocerían brevemente su presencia. Entonces Drake diría que los diez millones estaban en camino, y a menos que Evans se levantase y lo contradijese, su silencio se interpretaría como asentimiento. Más tarde, si planteaba alguna queja, le dirían: «Pero tú estabas allí, Evans. ¿Por qué no hablaste entonces?».

—Entiendo —dijo Evans.

—Te noto preocupado.

—Estoy…

—Permíteme decirte una cosa: no tienes que preocuparte por eso.

—Pero si ni siquiera sabes…

—Tú escúchame. No te preocupes por eso. —Lo miraba a los ojos.

—De acuerdo…

Desde luego las intenciones de Jennifer eran buenas, pero, a pesar de sus palabras, Evans experimentaba una desagradable sensación de desánimo. La policía amenazaba con solicitar una orden de detención contra él. El bufete se quejaba de su absentismo. Y ahora este esfuerzo para obligado a guardar silencio… sacándolo por televisión.

—¿Por qué me queríais aquí tan temprano? —preguntó Evans.

—Te necesitamos otra vez en línea de fuego, corno parte de nuestras pruebas de selección de jurado.

—Lo siento, no puedo…

—Sí. Tienes que hacerlo. Lo mismo que la otra vez. ¿Quieres un café?

—Sí.

—Se te ve cansado. Te llevaré a que te peinen y maquillen.

Media hora después volvía a estar en la sala de declaración, sentado a la cabecera de la larga mesa. De nuevo se hallaba bajo la mirada de un grupo de científicos jóvenes y ansiosos.

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