En París muere un físico después de mostrar un experimento en su laboratorio a una guapa visitante.
En la selva de Malasia un misterioso individuo compra maquinaria de excavación profunda de una capacidad exagerada.
En Vancouver alguien alquila un pequeño submarino para investigar en los mares de Nueva Guinea.
Y en Tokio un agente de la inteligencia intenta captar el sentido de lo que está pasando.
Este es el arranque de
Estado de miedo
, la emocionante y polémica obra de Michael Crichton. Con un ritmo trepidante, el autor sitúa al lector ante una realidad para muchos totalmente desconocida: el mundo del ecoterrorismo y de los ciencítficos dispuestos a modificar o manipular sus datos según las necesidades de las organizaciones que subvencionan sus investigaciones.
Solo Crichton sabe combinar la fuerza irresistible de un
thriller
que engancha desde la primera página con los datos científicos que ponen los pelos de punta. Y lo peor es que nos habla de una realidad actual, no de un posible escenario futuro…
Michael Crichton
Estado de miedo
ePUB v1.2
Perseo08.07.12
Título original:
State of Fear
Michael Crichton, 2004
Traducción: Carlos Milla Soler
Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la original
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)
ePub base v2.0
Este libro es un libro de ficción. Los personajes, empresas, instituciones y organizaciones de esta novela son fruto de la imaginación del autor o, si son reales, se usan de forma ficticia, sin voluntad de rescribir su actividad real. Por otra parte, las referencias a personas, instituciones u organizaciones reales citadas en las notas al pie son correctas. Los pies de página son verdaderos.
La ciencia tiene algo fascinante. Uno obtiene grandes beneficios en forma de conjeturas a partir de una pequeña inversión en forma de datos.
M
ARK
T
WAIN
En toda cuestión importante, existen siempre aspectos de los que nadie desea hablar.
G
EORGE
O
RWELL
En agosto de 2002, en la Cumbre Mundial para el Desarrollo Sostenible de Johannesburgo, Vanuatu, una nación insular del Pacífico, anunció que preparaba una demanda judicial contra la EPA (Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos) por su responsabilidad en el calentamiento del planeta. Vanuatu se alza apenas unos metros sobre el nivel del mar, y los ocho mil habitantes de la isla corren el riesgo de tener que evacuar el país debido al aumento del nivel del mar provocado por el calentamiento del planeta. Estados Unidos, la mayor potencia económica del mundo, es también el mayor emisor de dióxido de carbono y, por tanto, el país que más contribuye al calentamiento del planeta.
El NERF (Fondo Nacional de Recursos Medioambientales), un grupo activista norteamericano, anunció que aunaría fuerzas con Vanuatu en la presentación de esta demanda, prevista para el verano de 2004. Se rumoreó que el acaudalado filántropo George Morton, que con frecuencia daba apoyo a causas ecologistas, financiaría personalmente el juicio, cuyo coste se calculó en más de ocho millones de dólares. Puesto que el caso sería visto en última instancia por el receptivo tribunal de apelación para el Circuito Noveno de San Francisco, el litigio se esperaba con cierta expectación.
Pero la demanda no llegó a presentarse.
Ni Vanuatu ni el NERF han ofrecido explicación oficial alguna al respecto. Aun después de la repentina desaparición de George Morton, las circunstancias que rodearon dicha demanda han quedado sin examinar debido al inexplicable desinterés de los medios de comunicación. Hasta finales de 2004 ningún miembro del consejo directivo del NERF hizo ninguna declaración pública acerca de lo ocurrido en el seno de la organización. Posteriores revelaciones de colaboradores directos de Morton, así como de antiguos integrantes del bufete de Los Ángeles Hassle & Black, han añadido detalles a la historia.
Ahora, pues, está ya claro qué ocurrió con el desarrollo del litigio de Vanuatu entre mayo y octubre de 2004, y por qué como consecuencia de ello murió tanta gente en remotos rincones del planeta.
M. C.
Los Ángeles, 2004
Del informe interno al Consejo de Seguridad Nacional (CSN) del AASBC (confidencial). Fragmentos redactados del AASBC. Obtenidos de FOIA 04/03/04.
En la oscuridad, él le tocó el brazo y dijo:
—Quédate aquí.
Ella esperó sin moverse. Percibía un intenso olor a salitre. Oía el suave gorgoteo del agua.
De pronto se encendieron las luces, reflejándose en la superficie de un enorme depósito abierto, quizá de unos cincuenta metros de longitud por veinte de anchura. Podría haber sido una piscina cubierta, salvo por el equipo electrónico que la rodeaba.
Y por el extraño dispositivo situado en el extremo opuesto. Jonathan Marshall regresó junto a ella sonriendo como un idiota.
—
Qu’est-ce que tu penses?
—preguntó, consciente de su pésima pronunciación—. ¿Qué piensas?
—Es magnífico —afirmó la chica. Cuando hablaba en inglés, tenía un acento exótico. A decir verdad, todo en ella era exótico, pensó Jonathan. De piel oscura, pómulos prominentes y cabello negro, podría haber sido modelo. Y se contoneaba como una modelo, con su falda corta y sus zapatos de tacón de aguja. Era medio vietnamita y se llamaba Marisa. Mirando alrededor, añadió:
Pero ¿no hay nadie aquí?
—No, no —respondió él—. Es domingo. Hoy no viene nadie. Jonathan Marshall, de veinticuatro años, era un londinense licenciado en física que, como parte de sus estudios de posgrado, trabajaba durante el verano en el ultramoderno Laboratoire Ondulatoire —Laboratorio de Mecánica Ondulatoria— del Instituto de la Marina francés en Vissy, al norte de París. Pero en el barrio residían sobre todo familias jóvenes, y para Marshall había sido un verano solitario. Por eso no podía dar crédito a la buena suerte que había tenido al conocer a aquella chica. Una chica muy guapa y sexy.
—Explícame qué hace esta máquina —dijo Marisa con una mirada radiante—, y qué haces tú.
—Con mucho gusto —contestó Marshall. Se acercó al gran panel de control y empezó a conectar las bombas y los sensores. Al otro extremo del depósito, los treinta paneles del generador de olas se activaron uno tras otro.
Marshall miró a la chica, y ella le sonrió.
—Es complicadísimo —comentó Marisa. Se colocó junto a él frente al panel de control—. ¿Hay cámaras para grabar vuestra investigación?
—Sí, en el techo y a los lados del depósito. Crean un registro visual de las olas generadas. En el depósito también hay sensores que recogen los parámetros de presión de la ola al pasar.
—¿Están conectadas ahora esas cámaras?
—No, no —dijo él—. No las necesitamos; no estamos haciendo ningún experimento.
—Quizá sí —respondió ella, y apoyó la mano en el hombro de Marshall. Tenía unos dedos largos y delicados, unos dedos preciosos. Miró alrededor por un momento—. En esta sala todo es carísimo. Debe de haber grandes medidas de seguridad, ¿no?
—En realidad no. Simplemente hay que usar una tarjeta para entrar. Y solo hay una cámara de seguridad. —Señaló por encima del hombro—. En aquel rincón.
Marisa se volvió.
—¿Y esa está encendida?
—Sí, claro —contestó él—, esa siempre.
Marisa le acarició suavemente el cuello.
—¿Así que ahora hay alguien vigilándonos?
—Eso me temo.
—Entonces debemos portarnos bien.
—Probablemente. Por cierto, ¿y tu novio?
—Ese. —Dejó escapar un resoplido de desdén—. Ya me he hartado de él.
Unas horas antes aquel mismo día Marshall había salido de su pequeño apartamento para ir a la cafetería de la rue Montaigne, que visitaba cada mañana, llevándose como de costumbre un artículo especializado para leer. Al rato, aquella chica se sentó en la mesa contigua con su novio. En breve la pareja empezó a discutir.
A decir verdad, Marshall tuvo la impresión de que Marisa y el novio no estaban hechos el uno para el otro. Él era un americano rubicundo y fornido, corpulento como un jugador de fútbol, con el cabello largo y gafas de montura metálica poco acordes con sus toscas facciones. Tenía todo el aspecto de un cerdo que pretendía pasar por intelectual.
Se llamaba Jim y estaba enfadado con Marisa porque esta, al parecer, no había pasado la noche con él.
—No sé por qué no me dices dónde estuviste —repetía él una y otra vez.
—Porque no es asunto tuyo, por eso.
—Pero yo pensaba que íbamos a cenar juntos.
—Jimmy, ya te dije que no.
—No, me dijiste que sí. Y yo te esperé en el hotel. Toda la noche.
—¿Y qué? Nadie te obligó. Podías marcharte y pasártelo bien.
—Pero te esperaba.
—Jimmy, no eres mi dueño. —Exasperada, suspiraba, levantaba las manos o se daba palmadas en las rodillas desnudas. Tenía las piernas cruzadas y se le había subido mucho la falda—. Yo hago lo que me da la gana.
—Eso está claro.
—Sí —dijo ella, y en ese momento se volvió hacia Marshall—. ¿Qué es eso que lees? Parece muy complicado.