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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (3 page)

Se detuvo en el centro del cobertizo y miró a su alrededor, con la esperanza de hallar la clave de aquel hecho tan extraño. Pero no encontró nada, salvo las desnudas y escuetas verdades de la vida, las necesidades más primarias de la existencia: la estufa para cocinar los alimentos y calentar la habitación, la cama para dormir, la mesa para comer y el quinqué para iluminarse. Ni siquiera un sombrero de más (aunque pensándolo bien, Wallace no gastaba sombrero) ni un abrigo de sobra.

No había tampoco la menor señal de revistas o periódicos, a pesar de que Wallace nunca regresaba del buzón con las manos vacías. Estaba suscrito al
Times
de Nueva York, al
Wall Street Journal
, al
Chiristian, Science Monitor
y al
Star
, de Whasington, así como a numerosas publicaciones científicas y técnicas. Pero allí no había la menor traza de ellas, como tampoco de los numerosos libros que compraba. Tampoco había señal de los diarios encuadernados. Nada que sirviera para escribir.

Tal vez aquel anexo, pensó Lewis, por la razón que fuese, no era más que un engaño, o un lugar preparado cuidadosamente para hacer creer que era allí donde Wallace vivía. Quizá viviese en la casa, en resumidas cuentas. Aunque de ser éste el caso, ¿a qué venía todo aquel esfuerzo, no muy conseguido, por demostrar lo contrario?

Lewis regresó a la puerta y salió del anexo. Rodeó la casa hasta llegar al porche que conducía a la puerta de entrada delantera. Al pie de los escalones se detuvo y miró a su alrededor. El lugar estaba tranquilo. El sol de la mañana aún no había llegado a la mitad de su carrera, empezaba a hacer calor y aquel rincón protegido de la tierra permanecía apacible y silencioso, esperando el calor del mediodía.

Consultó su reloj y vio que le quedaban cuarenta minutos, así es que subió la escalera y cruzó el porche hasta llegar ante la puerta. Tendiendo la mano, asió el picaporte y trató de hacerlo girar… sin conseguirlo… el tirador permaneció exactamente donde estaba y sus dedos agarrotados le dieron media vuelta, en un inútil intento por hacerlo girar.

Intrigado lo intentó de nuevo, pero tampoco consiguió hacer girar el picaporte. Parecía como si éste estuviese recubierto de un revestimiento duro y resbaladizo, como una capa de hielo, en el que resbalaban los dedos sin ejercer la menor presión en el picaporte.

Se inclinó para examinar de cerca el tirador y ver si se hallaba recubierto de alguna sustancia, pero no consiguió ver nada. El picaporte parecía normal… acaso demasiado normal. Pues estaba limpio, como si lo hubiesen lavado y restregado. No tenía polvo ni manchas de humedad.

Trató de arañarlo con la uña, pero la una resbaló sin dejar la menor señal. Pasó la palma de la mano por la superficie de la puerta y notó que la madera era lisa y resbaladiza. La acción de frotarla con la palma de la mano no provocó fricción. La palma se deslizaba sobre la madera como si la mano estuviese engrasada, pero no había la menor señal de grasa. No había nada que pudiese explicar la superficie lustrosa y resbaladiza de la puerta.

Lewis se apartó de la puerta para examinar las tablas que formaban las paredes y las encontró igualmente resbaladizas. Probó con la palma y la uña del pulgar, con idéntico resultado. Había algo que recubría aquella casa, haciéndola resbaladiza y suave y tan lisa que el polvo no quedaba retenido en su superficie ni los agentes atmosféricos dejaban en ella su huella.

Caminó por el porche hasta llegar frente a la ventana y entonces, al detenerse ante ella, se percató de algo que hasta entonces le había pasado inadvertido, algo que contribuía a hacer la casa más extraña de lo que era en realidad. Las ventanas eran negras. No tenían cortinas, visillos ni persianas; eran sencillamente rectángulos negros como unas cuencas vacías que mirasen fijamente desde la pelada calavera de la casa.

Se acercó más a la ventana y aproximó el rostro a ella, protegiéndose los ojos con las manos levantadas, para hacer visera contra la claridad solar. Pero ni siquiera así pudo ver el interior. Su vista se perdió en una completa negrura que, de la manera más curiosa, no reflejaba nada.

No vio su imagen reflejada en el vidrio. No vio nada salvo la negrura, como si la luz que incidía en la ventana fuese absorbida, chupada y retenida por ella. La luz que incidía en aquella ventana no se reflejaba.

Abandonó el porche y dio lentamente la vuelta a la casa, examinándola de paso. Todas las ventanas eran rectángulos vacíos y negros que absorbían la luz capturada, y todo el exterior de la mansión era duro y resbaladizo. Golpeó las tablas con el puño y tuvo la sensación de golpear una roca. Examinó las paredes de piedra del sótano, allí donde éstas asomaban, y las encontró igualmente lisas y resbaladizas. A pesar de que los intersticios de las piedras estaban rellenados con argamasa y las mismas piedras mostraban superficies desiguales, la mano no hallaba la menor aspereza al pasar por la pared. Algo invisible se había extendido sobre las piedras rugosas, rellenando las oquedades y las superficies desiguales. Pero sin presencia. Casi se hubiera dicho que no tenía sustancia.

Incorporándose después de examinar la pared, Lewis consultó su reloj. Solo le quedaban diez minutos. Tenía que irse.

Bajó por la colina en dirección a la espesura que señalaba el antiguo huerto. Se detuvo al llegar junto al lindero y miró hacia atrás. Entonces la casa le pareció diferente.

Ya no era una simple construcción. Tenía una personalidad, un aspecto burlón y sarcástico y contenía una risa malévola, a punto de estallar en una carcajada.

Lewis se agachó para penetrar en el huerto y se abrió paso entre los árboles. No había camino ni vereda y las hierbas y los matorrales crecían a gran altura entre los árboles. Apartó las ramas bajas y contorneó un árbol que fue arrancado por algún vendaval, muchos años antes.

Mientras caminaba tendía la mano, para recoger alguna que otra manzana de sabor ácido y bravío, dándoles únicamente un mordisco y luego tirándolas, porque ninguna de ellas era buena para comer; dijérase que habían adquirido un gusto desabrido y amargo de aquel suelo abandonado.

En el extremo opuesto del huerto encontró una cerca que rodeaba unas tumbas. Allí las hierbas y los matorrales no eran tan altos y la cerca mostraba señales de haber sido reparada recientemente; al pie de cada sepultura, frente a las tres toscas lápidas de piedra caliza local, había unas peonías, convertidas en una masa de flores desordenadas que habían crecido durante años sin ninguna disciplina.

Se detuvo ante la vieja cerca y comprendió que se encontraba en presencia del pequeño cementerio familiar de los Wallace.

Pero sólo debiera haber dos tumbas. ¿Qué significaba la tercera?

Caminó junto a la cerca hasta llegar a la puerta desvencijada y entró en la parcela. Acercándose a las tumbas, leyó las inscripciones de las lápidas. Las letras eran angulosas y toscas; daban la impresión de haber sido ejecutadas por unas manos poco ejercitadas en aquel menester. No había frases piadosas, versos, ángeles esculpidos, corderitos o ninguna de las otras figuras simbólicas acostumbradas a mediados del siglo XIX. Sólo figuraban en las lápidas los nombres y las fechas de nacimiento y de defunción.

En la primera podía leerse: Amanda Wallace, 1821-1863.

En la segunda: Jedediah Wallace, 1816-1866.

Y en la tercera lápida…

IV

—Páseme ese lápiz, por favor —dijo Lewis.

Hardwicke dejó de hacerlo rodar entre las palmas de las manos y se lo tendió.

—¿Quiere también papel? —le preguntó.

—Sí, gracias —repuso Lewis.

Se inclinó sobre la mesa y escribió rápidamente.

—Tome usted —dijo, devolviéndole el papel.

Hardwicke arrugó el entrecejo.

—Pero esto no tiene pies ni cabeza —observó—. Salvo esa figura de abajo.

—La cifra ocho, tendida de costado. Sí, en efecto. El símbolo del infinito.

—Pero, ¿y lo demás?

—No lo sé —contestó Lewis—. Es la inscripción que figura en la lápida. La copié y….

—Y ahora se la sabe de memoria.

—Desde luego, después de tanto estudiarla.

—Nunca había visto nada parecido en mi vida —comentó Hardwicke—. No es que sea una autoridad en la materia. Apenas sé nada de epigrafía.

—No hace falta que se preocupe. Nadie sabe más que usted sobre el particular. Esto no tiene ni el más remoto parecido con cualquier lenguaje escrito o cualquier inscripción conocida. He consultado a los mejores expertos. No a uno, sino a una docena. Les dije que había encontrado la inscripción en la cara de una roca. Estoy seguro que la mayoría de ellos me consideran un chiflado… uno de esos individuos que tratan de demostrar que los romanos, los fenicios, los irlandeses o quienquiera que sea alcanzaron América antes que Colón.

Hardwicke dejó la hoja de papel.

—Comprendo lo que quiere decir cuando afirma que ahora tiene más incógnitas que al principio —dijo—. No sólo esa cuestión de un joven que tiene más de un siglo, sino asimismo ese problema tan curioso de las paredes resbaladizas y la tercera lápida con esa inscripción indescifrable. ¿Dice usted que nunca ha hablado con Wallace?

—Nadie habla con él, excepto el cartero. Todos los días sale a paseo armado con su rifle.

—¿La gente tiene miedo de hablar con él?

—¿Quiere usted decir a causa del rifle?

—Pues… sí, supongo que eso es lo que pensaba cuando le hice esa pregunta. Me extraña que tenga que llevarlo.

Lewis meneó la cabeza.

—No sé por qué lo hará. He tratado de comprenderlo, de hallar algún motivo que explique el hecho de que vaya siempre con el rifle. Por lo que he podido averiguar, nunca lo ha disparado. Pero no creo que sea el rifle el motivo de que la gente no hable con él. Es un anacronismo, un ser que sobrevive de otra edad. Estoy seguro de que nadie le teme; lleva demasiado tiempo en la región para inspirar temor a nadie. Su presencia es familiar a todos. Es parte del paisaje, como un árbol o una roca. Mas, por otro lado, nadie se siente muy a gusto con él. Aseguraría que la mayoría de sus vecinos, si tuviesen que estar en su presencia, se sentirían muy violentos. Porque ese hombre es algo que ellos no son… algo mayor que el mismo tiempo, y al mismo tiempo mucho menor. Es como si fuese un hombre que se hubiese apartado de su propia humanidad. Creo que, en el fondo, muchos de sus vecinos deben de estar un poco avergonzados de él, avergonzados porque de una manera que ignoran, acaso de una manera innoble, ha conseguido burlar la vejez, uno de los castigos pero quizás uno de los derechos de toda la humanidad. Y acaso esa vergüenza secreta contribuya en cierto modo a la repugnancia que manifiestan al hablar de él.

—¿Pasó usted mucho tiempo observándole?

—Al principio, sí. Pero ahora dispongo de un equipo. Unos observadores que se turnan regularmente. Tenemos una docena de puntos de observación y nos turnamos en ellos. No pasa una hora al día sin que la casa de Wallace esté en observación.

—Desde luego, este asunto les trae a ustedes de cabeza.

—Y creo que con razón —repuso Lewis—. Porque aun hay algo más.

Se inclinó para recoger la cartera de mano que había dejado junto a su silla. Abriéndola, sacó de ella una serie de fotografías y las tendió a Hardwicke.

—¿Qué le parece esto? —preguntó.

Hardwicke las tomó y de pronto contuvo la respiración. El color huyó de su rostro. Le empezaron a temblar las manos y dejó cuidadosamente las fotografías sobre la mesa. Sólo había visto la primera fotografía, no las demás.

Lewis vio su expresión interrogadora.

—Estaba en la tumba —dijo—. La que tenía la lápida con la extraña inscripción.

V

La máquina transmisora de mensajes lanzó un agudo silbido. Enoch Wallace dejó el libro en el que estaba escribiendo y se levantó de la mesa para cruzar la habitación hasta la ruidosa máquina. Pulsó un botón, empujó una palanca y el silbido ceso.

La máquina empezó a zumbar y el mensaje se fue formando en la placa, débil al principio y después cada vez más oscuro, hasta que por último se destacó claramente. Rezaba:

N.º 406301 A ESTACIÓN 18327. VIAJERO A LAS 16097'38. NATIVO DE THUBAN VI. SIN EQUIPAJE. TANQUE LIQUIDO N.º 3. SOLUCIÓN N.º 27 PARTIRÁ PARA ESTACIÓN 12892 A LAS 16439'16. CONFIRME RECEPCIÓN.

Enoch dirigió una ojeada al gran cronómetro galáctico colgado de la pared. Aún faltaban casi tres horas.

Tocó un botón y una fina hoja de metal con el mensaje surgió por un lado de la máquina. Más abajo, el duplicado se introdujo en los archivos. La máquina hizo un leve zumbido y la placa para mensajes quedó limpia de nuevo y dispuesta a recibir otro.

Enoch sacó la placa metálica, enhebró sus orificios con la doble aguja archivadora y luego acercó los dedos al teclado para mecanografiar:
NY 406301 RECIBIDO. CONFIRMO DE MOMENTO
. El mensaje se formó en la placa y allí lo dejó.

¿Thuban VI? ¿Habían venido otros antes?, se preguntó. Tan pronto como terminase sus quehaceres, iría al archivo para verlo.

Era uno que necesitaba un depósito de líquido y éstos, por lo general, eran los menos interesantes. Solía ser muy difícil entablar conversación con ellos, porque con demasiada frecuencia su concepto del lenguaje era algo muy enrevesado. Y muy a menudo, también sus mismos procesos mentales eran tan exóticos, que apenas había una base común de comunicación.

Aunque también recordaba que no siempre había sido así. Hubo aquel viajero que también necesitaba ambiente líquido, unos años antes. Procedía de algún lugar de Hidra (¿o de las Híades?); él no se acostó en toda la noche, pues la pasó entera con el viajero y casi se olvidó de reexpedirlo a tiempo, pues le pasaron las horas volando mientras cimentaban en el poco tiempo disponible una buena amistad y casi, casi, una hermandad.

El, o ella, o ello —nunca llegó a averiguar este detalle— no había vuelto. Así solía suceder, pensó Enoch: eran muy pocos los que volvían. En su mayoría, sólo iban de paso.

Pero ya lo tenía, a él, o ella, o ello (lo que fuese) registrado en su diario, como los tenía a todos, del primero al último, registrados de su puño y letra. Recordaba que necesitó casi todo el día siguiente para transcribir su conversación, inclinado sobre su mesa: todas las historias que el viajero le contó, los innúmeros atisbos de un país remoto, bello y atractivo (atractivo porque tenía tantas cosas que no quería entender), todo el afecto y la camaradería que surgieron entre él y aquel ser deforme, feo y extraño de otro mundo. Y siempre que lo deseara, el día que se le antojase, podía sacar su diario de la hilera donde estaban los demás diarios y vivir de nuevo aquella noche. Aunque todavía no lo había hecho. Era extraño, pensó, que nunca tuviese tiempo, o que nunca pareciese tenerlo, para hojear y releer en parte todo cuanto había anotado en el transcurso de los años.

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