Read Estacion de tránsito Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (4 page)

Se apartó de la máquina para mensajes y empujó un tanque de líquido N.º 3 hasta colocarlo bajo el materializador, poniéndolo en la posición exacta y asegurándolo en ella mediante los cierres. Luego sacó la manga retráctil y puso el selector en el N.º 27. Llenó el depósito y dejó que la tubería desapareciese de nuevo en la pared.

Volvió junto a la máquina, borró el mensaje escrito en la placa y envió su confirmación de que todo estaba dispuesto para recibir al viajero de Thuban. Recibió doble confirmación del otro extremo de la línea, y luego puso la máquina en punto muerto, dispuesta para recibir nuevos mensajes.

Se apartó de la máquina para dirigirse al archivador que se alzaba junto a su mesa y tiró de un cajón lleno de fichas. Rebuscó entre ellas hasta que encontró Thuban VI, con la fecha de 22 de agosto de 1931. Cruzó la habitación hasta la pared oculta por libros e hileras de revistas y periódicos desde el suelo al techo, y encontró el libro registro que buscaba. Cargado con él, regresó a su mesa.

Comprobó que el 22 de agosto de 1931, cuando consiguió localizar la entrada, había sido un día de muy poco trabajo. Sólo tuvo un viajero, el procedente de Thuban VI. Y aunque la anotación de aquel día ocupaba casi una página en su letra menuda y apretada, no dedicó más que un párrafo al visitante.

Hoy ha llegado una burbuja de Thuban VI. No hay otra manera de describirlo. Es sencillamente una masa de materia gelatinosa, posiblemente de carne, que parece experimentar una especie de cambio rítmico de forma, pues primero es globular, hasta que empieza a aplanarse hasta que se extiende por el fondo del depósito, como una especie de torta. Luego empieza a contraerse y a levantarse, hasta que se convierte de nuevo en una bola. Este cambio es un proceso bastante lento y desde luego rítmico, pero sólo en el sentido de que se repite periódicamente, aunque no parezca tener relación alguna con el tiempo. Traté de cronometrarlo y no pude descubrir ningún ritmo temporal. El periodo más breve necesario para completar todo el ciclo fue de siete minutos y el más largo de dieciocho. Acaso de un periodo más largo se podría deducir un ritmo temporal, pero yo no dispongo de tanto tiempo. El traductor semántico no funcionó con él, pero envió una serie de agudos chasquidos en mi honor, como los que producirían las pinzas de un crustáceo, aunque yo no vi que tuviese ninguna clase de pinzas. Cuando consulté el manual de pasimología para saber que significaba esto, supe que con ello trataba de decirme que estaba bien, que no requería cuidados y que hiciese el favor de dejarlo en paz. Esto es lo que hice a partir de entonces.

Al final del párrafo, metido en el pequeño espacio disponible, había la anotación: «Véase 16 oct. 1931».

Pasó las páginas hasta llegar al 16 de octubre y vio que aquél era uno de los días en que llegó Ulises para inspeccionar la estación.

Su nombre, naturalmente, no era Ulises. En realidad, no tenía nombre. Entre su pueblo no había necesidad de nombres; disponían de otra terminología para identificarse que era mucho más expresiva que un simple patronímico. Pero aquella terminología, incluso su mismo concepto, escapaba a la comprensión de los seres humanos, que, al no poder aprehenderla, mucho menos podían emplearla.

—Te llamaré Ulises —Enoch recordaba haberle dicho el día en que se conocieron—. Necesito llamarte de algún modo.

—De acuerdo —repuso el que entonces era un extraño ser (pero que luego dejó de serlo). ¿Puedo preguntar por qué este nombre de Ulises?

—Porque es el nombre de un gran hombre de mi raza.

—Me alegro de que lo hayas escogido —dijo el ser recién bautizado—. Tiene un sonido noble y digno a mi oído, y debo confesarte que me alegro de llevarlo. En cuanto a mí, te llamaré Enoch, porque ambos tendremos que trabajar juntos durante muchos de tus años.

En efecto, fueron muchos años, pensó Enoch, con el libro registro abierto en aquel día de octubre desde el que habían pasado más de treinta años. Unos años que fueron satisfactorios y lo enriquecieron de una manera que nunca hubiera podido imaginar, hasta verlos extenderse ante él.

Y aquello continuaría, se dijo, por un espacio de tiempo mucho mayor que el que ya había transcurrido… durante muchos siglos más, mil años acaso. Y después de aquellos mil años, ¿qué no sabría él?

Aunque tal vez, pensó, el conocimiento no fuese la parte más importante de aquello.

Aunque tal vez nada llegaría a suceder como esperaba, porque ahora había intrusos. Lo vigilaban… cuántos, no sabía, pero uno sí, al menos, y tal vez no pasaría mucho tiempo sin que empezase a cerrarse el cerco. No tenía la menor idea de lo que haría ni de cómo trataría de repeler la amenaza; sólo lo sabría cuando llegase el momento. Era algo que tarde o temprano tendría que ocurrir. Lo esperaba desde hacía años. Lo extraño, pensó, era que no hubiese ocurrido antes.

Habló a Ulises de este peligro el mismo día en que se conocieron. Él estaba sentado en la escalera del porche y entonces, al recordarlo, lo vio tan claramente como si hubiese ocurrido ayer.

VI

Estaba sentado en la escalera a la caída de la noche, contemplando las grandes y algodonosas nubes de tormenta que se amontonaban al otro lado del río, más allá de los montes Iowa. El día había sido caluroso y sofocante; no soplaba una brizna de aire. Frente al granero una docena de gallinas escarbaban el suelo desmañadamente, más para moverse que con la esperanza de encontrar comida, a lo que parecía. Unos gorriones, al volar entre el alero del granero y el seto de madreselva que bordeaba el campo contiguo al camino, producían un susurro áspero y seco, como si el calor hubiese envarado las plumas de sus alas.

Y él permanecía allí sentado, recordaba, contemplando las nubes a pesar de que tenía trabajo que hacer: trigo que sembrar, heno que segar y maíz que cosechar y colgar.

Porque, a pesar de todo cuanto pudiese haber ocurrido, él aún tenía una vida que vivir, unos días que pasar de la mejor manera posible. Dijo para sus adentros que debía de haber aprendido aquella lección en toda su magnitud durante aquellos últimos años. Pero la guerra era algo distinto, en cierto modo, de lo que allí había pasado. En la guerra uno ya lo sabía, lo esperaba y estaba preparado cuando ocurría, pero aquello no era la guerra. Aquello era la paz, a la que él había vuelto, Y uno tenía derecho a esperar que en el mundo de la paz, ésta mantendría alejados de verdad el horror y la violencia.

Entonces estaba solo, como nunca lo había estado. Más que nunca podía hablar de un nuevo comienzo. Pero tanto allí como en las tierras de labor o en el sitio que fuese, sería un comienzo amargo y angustioso.

Permanecía sentado en la escalera, con las muñecas apoyadas en las rodillas, contemplando las nubes que se amontonaban por occidente. Aquello podría significar lluvia y la lluvia sería buena para la tierra… o tal vez no fuese nada, porque por encima de los valles fluviales que se confundían, las corrientes aéreas eran caprichosas y era imposible saber el camino que seguirían aquellas nubes.

No vio al viajero hasta que lo tuvo en la cancela. Era un hombre alto y desgarbado, de ropas polvorientas; tenía aspecto de haber andado mucho. Subió por el sendero y Enoch permaneció sentado esperándolo y mirándolo, sin moverse de la escalera.

—Buenos días, señor —dijo finalmente Enoch—. Hoy hace calor para andar. ¿Quiere sentarse un poco?

—Con mucho gusto —respondió el forastero—. Pero antes, ¿no podría beber un poco de agua?

Enoch se levantó.

—Venga conmigo a la bomba y le sacaré una poca. Está muy fresca.

Cruzó frente al granero hasta la bomba. Descolgó el cazo colgado de una tuerca y se lo tendió al desconocido. Luego accionó arriba y abajo la palanca de la bomba.

—Dejémosla correr un poco —dijo—. Tarda cierto tiempo en salir verdaderamente fresca.

El agua brotaba por el caño, corriendo por las tablas que formaban la cubierta del pozo. Brotaba a chorros intermitentes, mientras Enoch le daba a la bomba.

—¿Cree usted que lloverá? —le preguntó el forastero.

—Eso nunca se sabe —repuso Enoch—. Esperemos a ver qué pasa.

Había algo en aquel viajero que le inquietaba. No era nada determinado, sino algo extraño que le producía una vaga desazón. Lo observó atentamente mientras manejaba la bomba y le pareció que las orejas del desconocido eran demasiado puntiagudas por arriba, pero lo atribuyó a su imaginación, porque cuando volvió a mirarlas le parecieron normales.

—Creo que ahora el agua ya debe de estar fresca —observó Enoch.

El viajero acercó el cazo al chorro y esperó que se llenase. Luego lo ofreció a Enoch. Éste meneó negativamente la cabeza.

—Usted primero. La necesita más que yo.

El desconocido bebió con avidez y derramando mucha agua.

—¿Quiere más? —le preguntó Enoch.

—No, gracias —repuso el forastero—. Pero lo llenaré otra vez para usted, si quiere.

Enoch accionó la bomba y cuando el cazo estuvo lleno, el desconocido se lo tendió. El agua estaba fresca y Enoch, dándose cuenta por primera vez de que tenía sed, casi lo apuró por completo.

Volvió a colgar el cazo en la tuerca y dijo al viajero:

—Ahora vamos a sentarnos.

El extranjero sonrió.

—No me vendrá mal —dijo.

Enoch se sacó un pañuelo de hierbas del bolsillo y se secó la cara.

—Cuando tiene que llover, hace mucho bochorno.

Y mientras se enjugaba el rostro, de pronto cayó en la cuenta de lo que le había extrañado del viajero. A pesar de sus ropas desaliñadas y sus zapatos polvorientos, que atestiguaban una larga caminata, a pesar del bochorno precursor de la lluvia, el desconocido no sudaba. Se le veía tan fresco y descansado como si hubiese estado tendido a la sombra de un árbol en primavera.

Enoch volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo y ambos se dirigieron a la escalera para sentarse en ella, uno al lado del otro.

—Viene usted de muy lejos, ¿verdad? —dijo Enoch, sondeándolo con delicadeza.

—Sí, de muy lejos —contestó el desconocido—. Estoy muy lejos de casa.

—¿Y aún tiene que hacer mucho camino?

—No —repuso el desconocido—, creo que ya he llegado al sitio adonde iba.

—¿Quiere usted decir que…? —dijo Enoch, sin completar la pregunta.

—Quiero decir aquí mismo —repuso el forastero—, aquí donde estoy, sentado en esta escalera. Buscaba a un hombre y creo que ese hombre es usted. No conocía su nombre ni sabía dónde buscarlo, pero, sin embargo, sabía que algún día lo encontraría.

—¿Yo? —dijo Enoch, asombrado—. ¿Y para qué tenía usted que buscarme?

—Buscaba a un hombre de muchos aspectos. Entre otras cosas, tenía que ser un hombre que hubiese mirado a las estrellas y se hubiese preguntado qué eran.

—Sí —asintió Enoch—, lo he hecho muchas veces. Por las noches, cuando vivaqueaba en el campo, solía tenderme en las mantas para mirar al cielo, contemplando las estrellas y preguntándome qué podían ser, y, lo que aún era más importante, por qué estaban allí. He oído decir que las estrellas son soles iguales que el sol que nos ilumina, pero no se que pensar. No creo que haya nadie que sepa mucho sobre las estrellas.

—Hay algunos —repuso el forastero—, que saben muchas cosas sobre ellas.

—¿Acaso usted? —dijo Enoch con un tono ligeramente burlón, porque el forastero no tenía aspecto de ser hombre que supiese demasiado.

—Pues sí, yo —dijo el forastero—. Aunque no sé tanto como saben otros.

—A veces me he dicho —prosiguió Enoch—, que, si las estrellas son otros soles, pueden tener otros planetas habitados a su alrededor.

Recordaba una noche en que estaba sentado junto al fuego del campamento, charlando con otros soldados para matar el tiempo. Y cuando mencionó su idea de que acaso hubiese habitantes en otros planetas que giraban en torno a otros soles, sus compañeros se burlaron de él y luego, durante muchos días, su idea fue objeto de mofa para ellos, por lo cual no volvió a mencionarla jamás. Aunque por otra parte, no le importaba mucho, porque en el fondo tampoco estaba muy seguro de que fuese cierta; nunca pasó de ser una de esas divagaciones que se hacen al amor de la lumbre.

Y de pronto volvía a mencionarla, y a un completo desconocido. Se preguntó por qué lo había hecho.

—¿Y usted lo cree? —le preguntó el forastero.

Enoch contestó:

—Son simples divagaciones.

—No tan simples —repuso el forastero—. Hay otros planetas y estos planetas tienen habitantes. Yo soy uno de ellos.

—Pero, ¿usted?… —exclamó Enoch, y luego guardó silencio, sobrecogido.

Pues la cara del forastero se había resquebrajado y se le estaba cayendo, y bajo ella distinguió otra cara que no era humana.

Y mientras la falsa cara humana se deshacía y mostraba aquel otro rostro, un terrible relámpago cruzó en zigzag el cielo y el pesado fragor del trueno hizo retemblar la tierra, mientras desde muy lejos le llegaba el susurro de la lluvia que caía en ráfagas sobre las montañas.

VII

Así fue como todo empezó, pensaba Enoch, hacía casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él todos eran personas.

Volvió a mirar la anotación del 16 de octubre de 1931 y la leyó rápidamente. Cerca del final, encontró esta frase:

Ulises dice que los thubanos del planeta VI son acaso los mayores matemáticos de toda la Galaxia. Han creado, según parece, un sistema de numeración superior a todos cuantos existen, especialmente valioso para el manejo de las estadísticas.

Cerró el libro y permaneció tranquilamente sentado en la sala, preguntándose si los estadísticos de Mizar X conocían la obra de los thubanos. Tal vez sí, se dijo, porque desde luego, algunas de las matemáticas que utilizaban se salían de lo corriente.

Apartó el libro registro a un lado y rebuscó en un cajón de la mesa, hasta encontrar la carta galáctica. La extendió sobre la mesa y la examinó con el ceño fruncido. Si pudiese estar seguro… Si conociese mejor las estadísticas de Mizar… Durante los últimos diez años o acaso más había trabajado en aquella gráfica, comprobando una y otra vez todos los factores con el sistema de Mizar, haciendo toda clase de pruebas para determinar si los factores que empleaba eran los que debía utilizar.

Other books

A River Dies of Thirst by Cobham, Catherine, Darwish, Mahmoud
Deathgame by Franklin W. Dixon
Hand of Thorns by Ashley Beale
Breakwater by Carla Neggers
Brought to Book by Anthea Fraser
Spiral by Levine, Jacqueline
Greatest Gift by Moira Callahan


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024