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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (2 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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—Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja sus tierras.

—Así es. Tiene un pequeño huerto y en él cultiva algunas verduras. Sus tierras vuelven a ser bravías y salvajes.

—Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.

—Y lo saca —dijo Lewis—. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras preciosas a una empresa de Nueva York.

—¿Las obtiene legalmente?

—Si lo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo. De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él como el comprador burlan varias de ellas.

—¿Y eso a usted no le importa?

—Visité a esa empresa —contestó Lewis—, y se pusieron bastante nerviosos. En primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre el asunto y no cambiasen nada.

—No quiere que nadie pueda asustarlo —comentó Hardwicke.

—Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le diré que lo ignoro.

—Quizá tenga una mina.

—¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.

—Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.

Lewis asintió.

—Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una manera muy frugal, a juzgar por la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.

—¿Obras técnicas?

—Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos adelantos. Física, química y biología… esas cosas.

—Pero yo no…

—Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de ciencia. O, al menos, no tiene una formación científica. En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba… quiero decir que no se daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras —una de esas escuelas rurales de una sola habitación— y sólo un invierno en una academia que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado. En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.

Hardwicke movió dubitativamente la cabeza.

—Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?

—Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería levantar la liebre. Ah, me olvidaba de una cosa… escribe mucho. Compra esas grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En cuanto a la tinta, la compra a litros.

Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.

—Lewis —dijo—, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.

Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar de nuevo entre las palmas de las manos.

—Lleva ya dos años estudiando este caso —dijo—. ¿Y no tiene ninguna idea?

—Ninguna en absoluto —repuso Lewis—. Estoy completamente desconcertado. Por eso me encuentro aquí.

—Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?

—Su madre murió —dijo Lewis—, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud. Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época. Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresistas. Tenía en cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.

»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.

»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos, asustados por algo, se desbocaron. El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.

Hardwicke hizo una mueca de disgusto.

—Horrible —dijo.

—Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun unidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.

»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.

—Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha arreglado para saber tanto?

—He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.

—¿Un qué?

—Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.

—Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.

—Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. «Pretendía» no es la palabra adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.

—El tipo de alma sencilla —comentó Hardwicke— que aquellas gentes podían entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un poco mal de la cabeza.

Lewis asintió.

—Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Había una familia en particular… los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng…, «sang» es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha…, es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos…

—Conozco ese tipo humano —dijo Hardwicke—. Yo nací y me crié en las montañas del Sur.

—Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace. Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.

—Pero no había forma de saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.

—Quizá no —dijo Lewis—. Pero también encontré parte de la segadora. No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.

—Volvamos a la historia de su vida —apuntó Hardwicke—. Después de la muerte de su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?

Lewis denegó con la cabeza.

—Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado. Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.

—¿Ha estado usted en la casa?

—En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

III

Tenía una hora. Sabía que tenía una hora, porque había cronometrado los movimientos de Enoch Wallace durante los últimos diez días. Y desde el momento en que se iba de la casa hasta que regresaba con el correo, nunca había transcurrido menos de una hora. A veces un poco más, cuando el cartero se retrasaba o ambos se ponían a hablar. Pero una hora, se dijo Lewis, era todo el tiempo de que podía disponer.

Wallace había desaparecido por la ladera, en dirección al peñasco que se erguía al borde del acantilado, y al pie del cual discurría el río Wisconsin. Trepaba por el peñasco y permanecía allí de pie, con el rifle bajo el brazo, contemplando la bravía soledad del valle fluvial. Luego volvía a bajar por las rocas y caminaba por el sendero que cruzaba el bosque hasta el lugar donde en primavera crecían las nicaraguas rosadas, y desde allí emprendía de nuevo el ascenso de la colina, hasta el manantial que brotaba de la ladera, al pie mismo del viejo campo que estaba en barbecho desde hacia más de un siglo, para seguir luego por la ladera hasta salir a la carretera casi cubierta por la maleza y llegar por último al buzón.

Durante los diez días que Lewis se dedicó a observarle, su ruta no varió jamás. Y era probable, pensaba Lewis, que tampoco hubiese variado en el transcurso de los años. Wallace nunca tenía prisa. Andaba como si dispusiese de todo el tiempo del mundo. Y se detenía frecuentemente para saludar a sus viejos conocidos… un árbol, una ardilla, una flor. Era un hombre recio y curtido, que aun conservaba mucho del soldado… viejas artimañas y costumbres que le habían quedado de los amargos años de la guerra, en que había combatido bajo tantos jefes. Caminaba con la cabeza muy erguida, sacando el pecho, y se movía con el paso suelto y fácil del hombre acostumbrado a las duras marchas.

Lewis salió de la enmarañada espesura que antaño fuera un huerto y en la que algunos árboles frutales, retorcidos, contrahechos y cenicientos por la edad, aún daban su mísera y amarga cosecha de manzanas.

Se detuvo en el lindero del bosquecillo y contempló por unos instantes la casa que se alzaba en lo alto de la colina. Por un momento le pareció verla bajo una luz especial, como si una esencia rara y más destilada del sol hubiese cruzado el abismo de los espacios para hacer brillar aquella casa y distinguirla de todas las demás casas del mundo. Bañada en aquella luz, la casa parecía algo sobrenatural, como si en realidad fuese algo especialísimo, distinto a todo. Pero después aquella luz, si es que de verdad había existido, desapareció y la casa compartió la luz vulgar del sol con los campos y los bosques.

Lewis meneó la cabeza, diciendo para sus adentros que acaso fue una alucinación, o quizás una ilusión óptica. Porque el sol no tenía una luz especial y la casa no era más que una casa, aunque maravillosamente conservada.

Era una clase de casa que hoy se ve con muy poca frecuencia. Su forma era rectangular; larga, estrecha y alta, con anticuados adornos de marquetería a lo largo de cornisas y aleros. Poseía cierto aspecto escuálido que nada tenía que ver con la edad; ya era escuálida cuando la construyeron… escuálida, sencilla pero fuerte, como las gentes que la levantaron. Mas por escuálida que fuese, se alzaba pulcra y atildada, sin desconchados, sin señales de inclemencias atmosféricas ni el menor atisbo de decadencia.

Adosada a un extremo, la casa tenía una construcción más pequeña, que no pasaba de ser un cobertizo y parecía una obra extraña que hubiesen traído de otro lugar para empotrarla allí, tapando la puerta lateral de la casa. Tal vez fuese la puerta, pensó Lewis, que conducía a la cocina. Era indudable que aquel cobertizo se había utilizado como lugar para colgar ropas de faena y guardar zuecos y botas, con un banco para jarras de leche y cubos, y tal vez un cesto para recoger huevos. Por su techumbre surgía un metro de tubo de estufa.

Lewis subió hasta la casa, rodeó el cobertizo y vio una puerta entreabierta a su lado. Subió un par de peldaños, empujó la puerta y contempló sorprendido la habitación.

Porque al parecer no era un simple cobertizo, sino el lugar donde Wallace vivía.

La estufa de la que salía el tubo estaba en un rincón. Era una vieja estufa para cocinar, más pequeña que la anticuada cocina. Encima tenía una cafetera, una sartén y unas parrillas. En una tabla colocada detrás de la estufa se hallaban colgados diversos cacharros de cocina. Frente a la estufa y arrimada a la pared, había una cama cubierta con un grueso edredón a cuadros, que mostraban el complicado dibujo de muchas telas multicolores que hicieran las delicias de las señoras del siglo pasado. En otro ángulo había una mesa y una silla y sobre la mesa, colgada de la pared, una pequeña alacena en la que estaban alineados algunos platos. En la mesa había un quinqué de petróleo, muy golpeado pero con el tubo limpio, como si lo hubiesen lavado y pulido aquella misma mañana.

No había puerta de comunicación con la casa, ni la menor señal de que hubiese existido alguna. La tabla de chilla que formaba la pared de la casa continuaba ininterrumpidamente, formando la cuarta pared del cobertizo.

Aquello era increíble, se dijo Lewis para sus adentros… que no hubiese puerta y que Wallace viviese allí, en aquel anexo, teniendo una casa para habitar. Como si tuviese alguna razón para no ocupar la casa, pero debiera permanecer a su lado. O acaso cumpliese alguna especie de penitencia, viviendo en aquel cobertizo, como un anacoreta medieval pudiera haber vivido en una choza en medio del bosque o en una cueva del desierto.

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