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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (16 page)

Acordate de olvidarte

Tengo la teoría de que la carcaza de la cabeza tiene un espacio limitado, y que cada vez que memorizás una información, otra información ya antigua se cae, se pierde, se muere. ¿Pero escogemos lo que borramos, o eliminamos al azar? Elegir lo que vamos a olvidar es lo que diferencia a los humanos de los primates y de las cajeras del Carrefour.

Por ejemplo conocés a alguien y te dice: "Hola, me llamo Carlos". Como sabés que durante toda la conversación vas a tener que recordar ese nombre para no quedar como un desubicado, lo memorizás: "carlos, carlos, carlos...". A continuación, con el objeto de dejar espacio y que la cadena de caracteres "carlos" te entre cómoda en el cerebro, das de baja otro recuerdo al azar, por ejemplo la marca del segundo auto que tuvo tu papá. Amiocho, Amioch, Amio, Ami, A... ¡Plop!.

Hasta ahí vamos bien. ¿Pero qué pasa cuando querés memorizar una imagen pesada, un culito inolvidable que va por la calle, por ejemplo? Ocurre que tenés que borrar algo también de mayor valor, más o menos de 100k.

Yo, por ejemplo, cuando veo un culo recordable, elimino automáticamente de la cabeza a dos o tres compañeros de la primaria, que los tengo ahí guardados al pedo. ¡Ojo! No sólo hay que olvidarse los apodos, sino de todo: la cara, la voz, el apellido... (Un apellido español pesa 32bytes; un apellido ruso, 4k.)

Si ayer, miércoles 26, tuviste un día movido y hoy te querés acordar del día enterito, lo mejor es que borres algún pasaje tonto de los años ochenta. Recomiendo eliminar algún día de invierno, que casi nunca pasaba nada. Cuidado, no elijas 1982 o 1986 porque había Mundial, y capaz que te olvidás de algún partido importante.

Otro buen consejo es zipear, sobre todo en la época de estudiante. Cuando sos adolescente, empezás a ver a las primeras chicas en pelotas, tenés alucinaciones interesantes con ácido, tus amigos tienen caras graciosas; es decir: casi todo lo que te pasa está bueno. Por eso cuesta tanto estudiarse de memoria los nombres de los ríos de Argentina. En esas épocas te conviene usar la mnemotecnia.zip o directamente el machete.rar (y después del examen eliminar los archivos enseguida; lo podés hacer a mano o con porro. A mano es más selectivo; con porro te olvidás hasta del Paraná).

Lo que no hay que hacer nunca es eliminar al azar, porque la cabeza es muy hija de puta. Yo antes de ser inteligente borraba a ciegas; un día, para acordarme de memoria el teléfono que una chica me dio en una boîte, eliminé por error la cara de mi vieja. Gestos, color de ojos, tintura, ¡todo! Fue un garrón, porque trasca la chica me había dado un teléfono falso.

Otra cosa muy peligrosa es hacerse el Funes y no borrar nada. Mi amigo el Chiri, en una época, se acordaba de todo. Yo le preguntaba, por ejemplo:

—¿Te acordás esa vez que fuimos a ver un Racing-Cruzeiro al club Belgrano?

—Mil nueve ochenta y ocho —me canchereaba—, final de la Supercopa, uno a cero con gol de Catalán, vos tenías una camisa cuadriyé y desde ahí nos fuimos por la 31 a buscarlo a Talín. 23 grados. Al otro día llovió un rato.

Era admirable su capacidad de compresión, pero por contrapartida le salían muchos granos y se quedó miope. El otro día hablé por teléfono con él y me asegura que ya no se acuerda de nada, que anota todo en un papel que tiene pegado a la heladera. Lo bien que hace.

Hablando de Funes. El otro día con mi amigo el William llegamos a la conclusión de que Borges se sabía tantos libros de memoria no porque fuera inteligente sino porque todos sus recuerdos son .txt (dado que el .jpg y el .avi no son compatibles con la gente ciega).

—¡Así cualquiera! —se quejaba el William.

Cuando nació la Nina presencié el parto. Y para guardar esos milagrosos 17 minutos en alta definición, tuve que eliminar un montón de información, alguna muy útil. Elegí olvidarme del año 1979 entero, y como faltaba espacio tiré también el archivo Capitales_de_Asia.mdb, y una carpeta con los nombres reales de todos los actores del Chavo, que me venían bien para las conversaciones posmodernas. Lo siento mucho, pero una hija vale más que eso.

Pero igual tengo cosas que quiero borrar y no puedo. La noche que se murió mi abuelo Salvador, por ejemplo, fue la única vez que lo vi llorar a mi viejo. A esa madrugada la debo haber guardado como archivo de sólo lectura, o con una contraseña encriptada. Porque me pesan mucho esas imágenes en la clínica, son como tres megas, y sin embargo no me las puedo sacar del marote.

Los quiénes y los porqué

Los argentinos y los españoles habitamos en las dos puntas más extremas de la cuerda psicoanalítica. Nosotros vamos al psicólogo sin prejuicios y en masa, como quien concurre a la matiné de los domingos; ellos lo hacen con gafas de sol y a escondidas del barrio, como quien decide ir por primera vez a un cine porno para ver una cinta chancha. Y ni siquiera. En realidad no conozco a ningún español que vaya al psicólogo por propia voluntad. Suelen llevarlos los parientes cercanos cuando huelen el suicidio o la debacle.

Esto ocurre porque el español contemporáneo todavía no sabe exactamente en qué consiste estar deprimido. Muchos lo confunden con la jaqueca, otros con el dolor de espalda y la mayoría supone que la depresión es un deseo irrefrenable de pasar por el bar de camino a casa. Quizás por eso hay tantos bares.

Si bien la diferencia frívola entre nuestras dos culturas tiene que ver con la incompatibilidad gastronómica y otras idioteces a las que suelo referirme siempre aquí en Orsai, el gran desencuentro —la diferencia profunda entre españoles y argentinos— reside en que, por culpa del mucho psicoanálisis o su ausencia, somos incapaces de comunicarnos en la misma frecuencia emocional.

Un español y un argentino pueden hablar de fútbol, de trabajo, de amor, de política y de casi cualquier cosa; pero no les está permitido conversar sobre nada. Hablar de o hablar sobre, ahí está la cuestión. La diferencia entre estas preposiciones parece mínima a simple vista, pero no lo es.

Para hablar de amor, por ejemplo, sólo es necesario saber a quién le ha ocurrido qué. Para hablar sobre el amor, en cambio, es obligatorio analizar por qué ocurren ciertas cosas en el alma humana. Nosotros nos comunicamos a través de ideas abstractas, muchas veces densas y enroscadas, mientras que ellos lo hacen desde la circunstancia y la anécdota.

—A ver, tío, vé al grano o ponme un ejemplo —dirá en este momento el lector español, si es que queda alguno.

—Lo siento en el alma, querido amigo, pero los argentinos no sabemos ir al grano. Ése es el mejor ejemplo.

Hemos nacido y crecido, a veces sin desearlo, en una sociedad psicoanalizada. No todos somos moradores habituales del diván, es cierto, pero cada uno de nosotros tenemos una madre, un hermano, un jefe o una secretaria tetona que todos los martes y jueves hacen terapia y regresan con los ojos en compota. Estamos habituados al discurso, al recurso y al método analítico.

No; no podemos ir al grano.

En nuestro lenguaje coloquial utilizamos los neologismos depre, neura, masoca y persecuta como quien dice agüita fresca, y también hemos creado los verbos histeriquear, paranoiquear y sicopatear (tuvimos que inventarlos porque no podríamos armar una frase sin conjugar alguna de esas acciones). El argentino medio conoce las diferencias básicas entre la terapia freudiana y la gestáltica. El español medio, a fuerza de ir siempre al grano, todavía sigue confundiendo psicología con psiquiatría.

En realidad, nos resulta imposible profundizar con los nativos porque en España existe el culto del quién. En las conversaciones privadas, en los debates públicos, en los enfrentamientos políticos, en los titulares del periódico, en las charlas de sobremesa y en el cotidiano discurrir de cualquier diálogo español es necesario, es urgente y fundamental, saber a quién le ha ocurrido o de quién se está hablando.

—No estoy de acuerdo, argentino. Yo no soy así. Estarás refiriéndote a los madrileños, a los andaluces o a los gallegos. No a mí. ¿De quién estás hablando exactamente?

Quién. Necesitan saber el quién. Difícilmente les interesa el por qué.

Aquí sólo se habla de arte, de literatura, de política, de humor o de sexo cuando hay un cotilleo de por medio. Al no ser éste un país con costumbre de psicoanálisis, ni de sobremesa filosófica, es muy difícil que alguien quiera preguntarse, alguna vez, el por qué de las cosas que ocurren. Por qué no podemos reírnos de nosotros mismos. Por qué todos los días un marido sexagenario mata a su mujer a hachazos y después se tira del balcón. Por qué nuestros hijos intimidan a sus profesores. Por qué tenemos una derecha tan caricaturesca que da risa y una izquierda tan hipersensible que nunca entiende el chiste. Por qué aunque ahora tengamos el dinero seguimos sin tener la felicidad. Etcétera.

El largo tentáculo de la prensa rosa ha invadido todos los campos de la comunicación española, y sus ideas. Ya nadie se pregunta por qué, o peor: nunca se lo han preguntado. Nadie se recuesta en el diván, nadie cierra los ojos y mira serenamente su pasado o su interior. Todo el mundo está ansioso por saber a quién, y después cuándo, y después, si queda tiempo, dónde. A quién se refiere este cómico cuando dice la puta españa. De cuántos hachazos mató este señor sexagenario a su mujer. En qué comunidad autónoma los hijos de quién intimidan a sus maestros (porque en la mía no). Qué ha dicho esta mañana el periodista facha que siempre dice cosas fachas. Quién le ha respondido desde el otro lado y cuál fue el insulto progre que usó esta vez. Cuántos euros me han subido el salario y dónde coño está mi hijo que nunca me da un abrazo.

Nunca por qué.

A nosotros nos ocurre lo contrario, y también es un desastre, el gran desastre nacional. A cada charla, por más estúpida o superficial, la seccionamos con bisturí y la teorizamos, la recurrimos, la impugnamos y la cortamos en pedacitos. Conversamos sobre nuestras cosas y nuestras acciones hasta quitarles el sentido. Cada sobremesa entre amigos se convierte en terapia de grupo. Histeriqueamos, psicopateamos, somatizamos y sublimamos hasta volvernos psicóticos. Siempre alguno de nosotros acaba llorando, otro pegando el último portazo de su vida y un tercero descubriendo su homosexualidad. O su desesperación. O su destino de exiliado quejumbroso, y se va a vivir a España.

Los argentinos y los españoles somos dos familias destrozadas. Estamos hechos mierda por motivos tan diferentes, tan extremos y extrañamente tan idénticos, que parecemos rostros calcados en el dorso y el anverso de la misma hoja. Una de estas familias, de tanto gritarse las verdades a la cara, de tanto sacar la mierda a la luz del día, de tanto hacerle la autopsia al desencanto, se ha quedado desnuda y mutilada, sin saber quién es el asesino. La otra familia no habla sobre el tema de su dolor, no sabe no contesta, no encuentra los por qué de su desdicha y, por no poder, no puede ni mirarse en los ojos de su hermano. (Cuando España hace un gol, medio país no está saltando.)

Le hizo muy bien a la Argentina, hace setenta años, recibir en su pampa a los gallegos laburadores que después fueron nuestros abuelos. Y le hace bien a España, en estos tiempos, mezclarse con tanto charlatán de feria, cancherito y bocasuelta. El vecino que llega desde afuera, desde el mundo contrario, nunca trae las respuestas exactas que calman nuestro dolor, pero muchas veces, a fuerza de ser extraño o extranjero, nos acerca las preguntas adecuadas.

Quién y por qué.

Nosotros, los argentinos, deberíamos aprender a bajar dos cambios en la retórica del por qué y preguntarnos, de verdad, quién carajo nos ha hecho tanto daño. (Cuando Argentina hace un gol, los diputados se suben el sueldo porque todo el mundo está saltando.) Deberíamos matar de una vez al padre de todas nuestras miserias. Aprender de los españoles, al menos, esa mínima enseñanza.

Y ellos, está claro, deberían saber que ya es hora de sentarse en el diván, entrecerrar los ojos, y empezar a preguntar por qué.

Epílogo
Hace seis años también era domingo

Hace seis años yo vivía en una casita alucinante, en miniatura, que parecía el decorado de una sit-com. En realidad lo era, porque me la alquilaba un alemán que había trabajado durante veinte años como escenógrafo de Canal 13, y la había puesto a punto con sus propias manos. Era todo chiquito y placentero, y tenía una barra de madera que separaba la cocina del comedor. Y taburetes. También había un jardín, con un horno de barro y una parrilla. Y no tenía Internet. Hace seis años mi vida era la prehistoria.

Hace seis años todavía estábamos en el siglo pasado. Yo escribía sonetos, vivía del otro lado del Atlántico, era veinteañero, trabajaba de noche, no tenía una hija, jugaba al paddle todos los miércoles, tenía una novia de dieciocho años que se desmayaba cuando hacía calor, en mi casita de comedia se hacían fiestas muy raras, se jugaba al póker abierto, y me había comprado un sommier de plaza y media con resortes bicónicos. No tenía Internet ni me parecía importante. Hace seis años mi vida eran unas vacaciones.

Bronceador, desengaños, esterillas,

juegos de azar, amor, esfuerzo y cena...

Vivir son unas cortas maravillas

que nos dejan las manos con arena.

Con la excusa de la comida paga

nos quitan de lo incierto y nos devuelven

—desnudos— a recomponer la saga

de misterio en que todo se resuelve.

Vano entonces decir amor eterno,

plazo fijo, quizás, ella te espera,

financiación, después, futuro yerno...

No hay razón de llenar las cubeteras

si vivir es la breve temporada

que nos distrae del yugo de hacer nada.

Era eso: ¿para qué hacer planes, hace seis años, si no había nada que me cambiara el rumbo? Me costaba escribir ‘dos mil’ cuando había que poner la fecha, porque habían sido décadas enteras de poner ‘mil novescientos’. Me costaba también aceptar que había crecido, que ya no era un adolescente, que la vida podía ponerse peligrosa de un momento a otro, que posiblemente el amor fuese una farsa, y entonces también yo. ¿A quién podía preguntar sobre mis dudas, si en casa no estabas vos por la mañana?

Hace seis años tenia un teléfono celular de un kilo y medio que sonaba demasiado por la noche; un jefe rengo hincha de Racing que me quitaba cien pesos del sueldo si llegaba diez minutos tarde; un pájaro gigante que cantaba los sábados en el patio y se llamaba Juancarlos (yo lo había bautizado así); tenía un jazmín, tenía un helecho y tenía también el recuerdo de otro pasado menos bueno. Hace seis años mi vida era una primavera que empezaba tarde.

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