Authors: Hernán Casciari
España, perdiste
es un libro sincero en el que el humor toma la palabra para poner en solfa la relación entre argentinos y españoles. Ambos se reirán a pierna suelta de las situaciones humorísticas que el autor plantea, y aquellos argentinos que devoren el libro llorarán por la nostalgia de un país que aunque vive dentro de ellos, lo hace muy lejos.
Una mirada incisiva, nostálgica y desopilante de la convivencia que argentinos y españoles desarrollan en la península.
Hernán Casciari
España, perdiste
ePUB v1.2
tin_nqn & Polifemo719.10.11
Prólogo
Empezamos de a poco y en silencio a corroerte, España. Primero llegaron ellas, nuestras indestructibles Hormigas Negras, macizas, hijas de puta, y te alteraron el ecosistema peninsular. Después te mandamos a King África, para reventarte directamente el cerebro. Y entonces, calladitos la boca, llegamos nosotros, los argentinos. Nos colamos en tus bares, en tus calles, y les dijimos a tus carniceros cómo se corta la carne. El tiempo siempre estuvo de nuestro lado, España: era cuestión de esperar a que vos cambiaras, no nosotros. La especie más fuerte es la que sobrevive. Siempre.
Al principio, como si te hubieran puesto delante de la puerta un inofensivo caballo de Troya, no olfateaste el peligro que representábamos para tu cultura ancestral. Somos una plaga simpaticona, eso es cierto; a primera vista no te dimos problemas, como los marroquíes; ni asaltamos tus coches en la carretera, como los peruanos; ni asesinamos a tu esposa e hijos, como los inmigrantes del Este. Al principio te sentiste segura con nosotros, España; bajaste los brazos. Y ahí fue donde nos hicimos fuertes.
Paulatinamente empezaste a sentir cierto temor. No solamente nos quedábamos con tus mujeres, también comenzamos a quedarnos con los empleos cualificados de tus hijos y cuñados. Por tus calles, antaño, circulaba el viejo chiste: "el mejor negocio, comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree valer". Ahora por tus calles circula otro chascarrillo, más punzante, que no te hace tanta gracia: "No le des empleo a un argentino, porque en seis meses será tu jefe".
Ay, España, España... Hay que estar más atenta, m'hija. ¿No notaste que tus hijos, al ver a una mujer guapa, empezaban a decir "pibón"? ¿No relacionaste que esa palabra viene del lunfardo "piba"? ¿No oíste a tu juventud empezar a decir "guita" en lugar de "pelas"? Así empiezan las colonizaciones: desde los arrabales. Me extraña España, que siendo mosca no nos conozcas.
Después te mandamos a Darín envuelto para regalo, y tus mujeres empezaron a acartonar la medibacha. Cada verano, puntualmente, les damos a tus hijos una dosis de Daniela Cardone, para que se hagan la paja con carne argentina.
Nuestros triunfos han sido imperceptibles a tus ojos. Pero nosotros los festejábamos saltando de alegría en los sofás y tirando papelitos. Sabemos cuándo una publicidad de tu tele se hizo en Buenos Aires, sabemos cuándo un guionista es argentino. Hace un mes, cuando tu televisión comenzó a pasar —sin siquiera doblarlo— el spot de mayonesa Calvé, supimos que habías perdido otra batalla.
La guerra ha sido lenta, y vos también presentabas pelea: no nos dabas los alimentos básicos, España. Esa fue siempre tu estrategia. Sabés muy bien que no podemos vivir a arroz y pescado, que nos moriríamos si sólo probáramos el cocido, el pan con tomate, y los pinchos. Y vos nos dabas eso para comer. Nos dolía; sangrábamos en silencio.
No hay una puta cosa en tus panaderías que tenga dulce de leche. No sos amiga de lo dulce, España. Al hojaldre lo rellenás de atún. Al bizcochuelo de chocolate le metés... ¡chocolate líquido! Tu escasez peninsular de dulce de leche casi nos hace desistir e irnos, casi nos hace claudicar. Lo confesamos.
Pero somos como las hormigas negras; somos feroces y creativos. Entonces descubrimos que si comprábamos leche condensada y la hervíamos (con lata y todo) durante cuatro horas, teníamos un sustituto que nos daba fuerza. No era Chimbote, pero podíamos seguir respirando. Y así tuvimos, durante un tiempo, dulce de leche para seguir corroyéndote las entrañas, España.
Creció entonces la venta de leche condensada en toda la península ibérica. Un doscientos treinta por ciento. La empresa "La Lechera" volvió a tener ganancias netas después de catorce años. Pero para nosotros la lucha continuaba sin cuartel. El dulce de leche es nuestra gasolina, y no podíamos esperar cuatro horas para zamparnos una cucharada y seguir peleando por lo nuestro. Eran muchas horas, y además las ollas se nos oxidaban.
Estuvimos a punto de irnos, España. En serio. Estuvimos a ésto de dejarte en paz con tus paellas y tus corridas de toros. Hace un año nos juntamos todos en la clandestinidad: las hormigas negras, Daniela Cardone, Calamaro, todos nosotros. Votamos. Y por una pequeña mayoría decidimos aguantar un poco más.
Por eso ahora estamos felices. Porque ayer, España, caíste por fin rendida. Ayer la raza más fuerte se puso en pie, en toda su fantástica altura. Te puede el capitalismo, España, te puede el dinero. La empresa "La Lechera", al ver que el consumo de leche condensada había crecido gracias a nosotros, sacó por fin esto al mercado:
Dulce de leche español. Con un envase demasiado concheto , un práctico tapón anti-goteo y un cartelón que reza "¡Nuevo!" en el envase. Y además es rico.
Ay, España, ahora empezá a correr! No sólo nos das combustible ilimitado para acabar con tus ruinas, sino que además lo envasás con pico antigoteo. Ahora sí que no nos vamos más. Vamos a cogernos a tus mujeres con doble ímpetu y ellas parirán hijos españoles que tomarán mate día y noche. Sí, sí, España, oíste bien: todos tus nuevos hijos tendrán apellidos que terminen con "i".
Ahora no, porque ahora ni siquiera te diste cuenta de que has perdido la batalla final. Ahora no, España. Pero dentro de muchos años, cuando desde Cataluña a Andalucía, desde Cantabria hasta Melilla, todo el mundo diga remera en vez de camiseta, cuando el presidente de la Real Academia se cambie el apellido por vergüenza, ese día, España, mirarás para atrás y descubrirás que la debacle de tu pueblo comenzó la mañana de verano que se puso a la venta el dulce de leche "La Lechera". Y ese día fue ayer, 28 de julio de 2005.
Feliz día de la independencia, España. Perdiste.
Cuando vivía en países serios con bidet, yo leía mucho en el baño mientras cagaba. En esos tiempos nunca supe si leía porque me venían ganas de cagar, o si cagaba porque me entraban irreprimibles deseos de leer. Posiblemente mi cuerpo, aún en formación, debió aprender a desarrollar ambas urgencias a la vez. El asunto es que yo era feliz cagando y leyendo. Y hubiera seguido así, alegremente por la vida, pero hace cinco años me vine a vivir a España, un país sin bidet, y desde entonces leer literatura se ha convirtido en un suplicio.
Con mi amigo el Chiri, desde muy jóvenes, intercambiábamos pareceres sobre el rito de cagar leyendo. Había dos problemas capitales: 1) que se te durmieran las piernas (es un momento dolorosísimo en el que hay que permanecer inmóvil, de pie frente al espejo, durante largos minutos de angustia); y 2) que se te resecara la mierda en el culo por culpa del tiempo transcurrido entre la cagada inicial y el final del libro. El Chiri me descubrió una tarde que había que sacarse los pantalones por completo para cagar —no sólo bajarlos a la altura de los talones— a fin de neutralizar la parálisis:
—La falta de libertad de los tobillos, Jorgito, —me dijo mi amigo durante un recreo de tercer año— es lo que nos provoca el posterior hormigueo.
—¿Vos ya lo probaste, Chiri?
—Lo vengo haciendo desde el lunes, y ya casi estoy terminando el Adán Buenosayres. En dos cagos más lo liquido.
El segundo problema (la sequedad de la mierda en el ano) era más grave, pero lo solucionamos con el chorro de agua caliente del bidet, artefacto que hasta entonces era dominio de madres y hermanas. Primero había que limpiarse el culo con papel, como cualquier hijo de vecino, después pasarse un rato al bidet y darle un rato al chorro con movimientos de cadera circulares (incluso en el bidet se podían releer algunos párrafos felices del libro), y por último secarse otra vez con papel. El culo quedaba como si nunca hubiéramos cagado en la vida. Una vez que le encontramos la vuelta a ese par de problemas técnicos, leer y cagar fue un placer que nos acompañó desde los quince años.
Todo iba bien, hasta que a los treinta tuve la maldita ocurrencia de cruzar el Atlántico. Aquí en Europa los bidet no sirven para limpiarse el culo pues carecen del chorro invertido de agua caliente; por lo tanto no conviene enfrascarse en la lectura amena del baño porque, al segundo capítulo nomás, se te reseca la mierda en las paredes del esfínter y no te la sacás ni con espátula.
Durante mis primeras temporadas en el exilio opté por un recurso intermedio: primero cagaba, me limpiaba y tiraba la cadena; y después seguía leyendo tranquilamente sentado en el inodoro, intentando engañar al cerebro. Lo malo es que también lograba engañar al intestino, que al verse otra vez en posición de combate, reiniciaba el proceso y volvía a cagar soretitos más modestos, pero igualmente molestos. Yo no sé si el cuerpo humano es estúpido o se hace, pero yo he descubierto que el aparato digestivo trabaja por sugestión. Uno caga siempre, incluso sin ganas, cuando se sienta en el inodoro. Es cuestión de tiempo.