Authors: Hernán Casciari
Asegura la consultora IDC que se envían 31 mil millones de correos electrónicos al día en todo el mundo. Yo puedo asegurar, sin necesidad de hacer testeos, que el 72% de lo que dicen esos mails es mentira. (El 28% restante es spam.)
Pero empecemos por el principio.
El cincuenta por ciento del tiempo estamos mintiendo. El resto es comer y dormir. Mentimos sobre por qué hemos llegado tarde al trabajo o a una cita, mentimos el amor, mentimos en las relaciones de amistad y en todo lo que se relacione con un compromiso preestablecido. Cada vez que decimos la verdad es porque no nos queda más remedio o porque no ha pasado nada fundamental.
A mí, por ejemplo, siempre me ha dado mucha pereza decir la verdad luego de haber hecho algo interesante:
—Llegué tarde al trabajo, señor Ordóñez, porque ayer me quedé fumando porro hasta las cuatro.
—No se me irgue la chota, Estela, porque vengo de coger en otro lado.
—Falté a tu cumpleaños porque me pareció más lujurioso quedarme en casa viendo Daktari.
—Carlos, no te estoy prestando atención porque sos un monotemático y prefiero componer canciones mentales mientras hablás.
Es un error garrafal admirar a los que son capaces de decir la verdad a la cara del jefe, de la esposa o de los amigos. Me parecen gente idiota, los sinceros. Personas incapaces de defenderse con imaginación, sujetos inadaptados que no logran salvarse con arte y sucumben a mostrar su mezquindad cuando es relativamente sencillo decir:
—No sabe el embotellamiento que había, señor Ordóñez.
—Disculpáme, Estela, pero hoy tuve mucho stress en el trabajo.
—No fui a tu cumpleaños porque murió mamá.
—Es increíble lo que me estás contando, Carlos, te compadezco y te apoyo.
La mentira, como puede apreciarse en estos ejemplos, no sólo nos hace sentir mejor a nosotros, sino que también provoca bienestar en nuestro interlocutor, que acabaría destrozado si conociera la cruda realidad. Y ya se sabe: lo que beneficia a ambas partes es, siempre, un buen negocio.
Mentir por correo electrónico es tan efectivio como hacerlo en la cara del interlocutor, pero sin la desventaja de tener que ensayar gestos milimétricos. Es tan cómodo, seguro y eficaz como mentirle a una novia ciega.
Tengo la venturosa teoría de que, conforme el correo electrónico y el MSN sigan imponiéndose como medios de comunicación interpersonales, la Humanidad decuplicará el número de escritores, cuentistas y creativos por metro cuadrado.
Si el arte de narrar es, como creemos, un mecanismo de defensa que desarrollamos para sobrevivir a la verdad (recuérdese a Sherezade y su método para no morir, en Las Mil y Una Noches) está claro que cuantas más facilidades posea el mentiroso en el futuro cercano, mejor será la calidad fabuladora de nuestros hijos y nietos.
Ocurre que mentir personalmente es, para algunos, una actividad muy trabajosa, en la que se ponen en juego actos reflejo complicados de controlar. Hay que mantener la concentración, no contradecirse, no pestañear demasiado pero tampoco nunca, no tocarse la nariz o el cuello, no ruborizarse, no tartamudear, parecer seguro y, sobre todo, poner un gesto de familiaridad que le sale muy bien a Ricardo Darín en las películas, pero no al resto de los mortales.
Quienes dicen siempre la verdad no son, como se supone, ni bondadosos ni éticos ni profundamente católicos. Son gente boluda. Personas que no tienen aceitado el mecanismo de la autodefensa. Gracias al mail, estos pusilánimes incapaces de mentir, ahora pueden hacerlo a gusto. E incluso (con el tiempo) convertirse en artistas.
El arte sólo requiere un diez por ciento de talento; el resto es práctica tenaz y constante. La riqueza artística del ser humano abreva en la originalidad de una óptica singular; la mayoría de las veces, falsa. Un pintor abstracto, un violinista alto, un escritor checolovaco, un político latinoamericano, una cortometrajista lesbiana, no nos muestran algo que existe, sino aquéllo que está en los bordes de lo real: la mentira, la exageración, una idea difusa que trastoca los sentidos, una noción probable pero jamás probada de la realidad.
Extrañamente un artista ha dicho más de dos o tres verdades en su vida cotidiana. En cambio los mediocres dicen la verdad siempre. ¿Son mejores? No: le faltan fósforos. Los Flanders podrán tener una vida espiritual en apariencia más rica que los Simpsons, pero difícilmente vivan (a no ser de la mano de sus vecinos) alguna aventura interesante que contar. Los Flanders podrán tener el cielo; pero los Simpsons tiene el rating.
Lo único que hace falta para que el mundo que viene sea mejor es que sus habitantes mientan mejor. No sólo hay que mentir. Hay que mentir con un mínimo esfuerzo. Una mentira tiene que tener introducción, nudo y desenlace. No puede llegar desnuda, como llegan las ofensas gratuitas.
Estoy harto de ver cómo algunos utilizan el mail, el messenger, el weblog y todos estos sistemas de difusión de mentiras para contar la obvia y tristísima realidad, o para ofender la inteligencia del lector con medias tintas cobardes e hipocresías del siglo pasado.
A mí me gusta que me mientan por mail, porque intuyo la gestación de un novelista oculto en el remitente. Y que me mientan en un blog. Y que me mientan por messenger. Incluso es interesante descubrir de qué modo sutil nos miente la prensa, la tele, la esposa, los amigos, la señalización pública, los spots televisivos y los gobiernos de izquierda.
Cuanta más mentira haya en el mundo, mayor creatividad habrá desarrollado el hombre para su solaz. Y de a poco, pero sin pausa, irá desapareciendo del mapa la sinceridad, ese síntoma tristón de una enfermedad mortal que se llama aburrimiento.
Mi relación con las chicas que te quieren vender cosas por teléfono empezó hace un par de años, y fue un comienzo descorazonador. En Argentina estos llamados no eran una plaga (como lo son aquí) y yo no estaba acostumbrado a defenderme. La primera vez que me quisieron vender algo, mandé a la operadora a la concha de su madre y colgué, como dios manda. Error: a los dos minutos la chica me llamó de nuevo, y estaba llorando.
Amargamente, me dijo entre sollozos que yo era un miserable, que no me costaba nada decir "gracias, pero no me interesa la oferta" o alguna otra frase cariñosa. En medio de hipos y pucheros me invitó a comprender que ella no tenía la culpa de estar encerrada, puchero, en un cubilete de tres por tres llamando a desconocidos, puchero, durante nueve horas al día; hipo.
Me conmovió la teleoperadora; me conmovió en serio. Me provocó un charco de culpa en la mirada, como cuando —de niños— hacíamos bromas por teléfono y nos pasábamos de crueles.
Le pedí perdón con sinceridad y vergüenza, y le dije que, si fuera por mí, le compraba aquéllo que me quería vender. Pero que las decisiones económicas en la casa las tomaba mi mujer. Nos despedimos con tensa calma.
Lo primero que hice, esa misma tarde, fue adquirir un teléfono buchón, que son ésos que te dicen desde qué número te están llamando. De ese modo podría esquivar las ofertas de las operadoras intempestivas. La primera semana todo anduvo de maravillas: las empresas de telemarketing utilizan un sistema que nos impide conocer el número, por lo que yo no atendía ninguna llamada que pusiera "número privado" en el visor. Durante días me sentí un muchacho inteligente e ingenioso.
Pero lo bueno no dura mucho. A las dos semanas descubrí que las llamadas procedentes del extranjero también ponen "número privado". Por lo tanto podía ocurrir que, al esquivar a una teleoperadora depresiva, no me enterase de la muerte de mi madre o alguna otra cosa importante de Argentina. Y otra vez empecé a contestar las llamadas de todo el mundo.
En los últimos seis meses casi nunca murió mamá. La enorme mayoría de los telefonazos vespertinos fueron de estas chicas, y tuve que pasarme tardes enteras escuchando el discurso memorizado de las promotoras autómatas, a las que me imaginaba encerradas en cubiletes oscuros y a punto de suicidarse si yo decía algo inadecuado. Por temor, nunca les falté el respeto ni colgué el auricular sin un "chau, que tengas un buen día", pero también aprendí algunas técnicas de disuación.
Así como ellas, las telemarketers, hacen un cursito para aprender a ser seguidoras e insistentes, yo fui puliendo métodos eficaces para quebrantarles el objetivo de mantenerme en línea. A mis mejores trucos los bauticé EAT y YSA: "Estaba Al Tanto" y "Ya Soy Abonado". Hasta hace poco, ambos me funcionaban a la perfección:
—¿Hablo con el señor Casciari Hernán? —ellas siempre saben tu nombre, y lo dicen al revés, como en los colegios de curas.
—Sí, digamé —hay que responder "sí", porque si decís "no" les da lo mismo.
—Disculpe, Hernán —desde ese momento dirán tu nombre al final de cada frase—, lo llamo de "Movistar" para informarle de una promoción de alta gratis...
—Ah sí, estaba al tanto —primer match point.
—Fantástico, Hernán, ¿y le interesa?
—Es que ya soy abonado —bolea y partido.
—Siendo así, Hernán, disculpe la molestia.
—Chau, que tengas un buen día —saludamos a los jueces de silla y nos retiramos a vestuarios.
Vivía feliz con mis métodos hasta hace una semana que me llamó Silvia, la teleoperadora de "El Periódico de Catalunya". Una mujer terrorífica que debería estar trabajando como perro que huele marihuana en el aeropuerto. No hubo forma de detenerla.
—Ah sí, estaba al tanto de la promoción —mentí convencido después de su primera impronta, creyendo que sería otro partido fácil.
—Fantástico Hernán —me dijo ella—, ¿y le interesa?
—Es que yo recibo El Periódico en casa todos los días —dije, y esperé la ovación de las tribunas. Pero ella entonces me devolvió un passing shot paralelo a dos manos:
—Es que esta promoción es justamente para suscriptores. Déjeme que le comente en qué consiste...
La siguiente media hora escuché el discurso de Silvia en silencio. Para peor, ella tenía razón: si yo realmente hubiera sido suscriptor de El Periódico de Catalunya estaría encantado con los vales anuales de descuento, los DVD y las entradas a los preestrenos. Era un monstruo, Silvia. Un león vendiendo diarios.
—¿Entonces qué hacemos? —me dijo al final del espích— ¿Le envío los vales y los paga contrareembolso?
Manoteé una excusa débil:
—Es que debería consultarlo con mi señora —confesé avergonzado; aquel era un drive sin fuerza, muy alto, extremadamente fácil de devolver.
—¡Fantástico! Consúltelo esta noche con Cristina —me dijo, sabiendo por alguna razón el nombre de mi mujer—. Lo llamo mañana a esta hora y confirmamos el envío, Hernán —y me colgó.
¡Me colgó ella, hija de una gran puta! Manejó el partido mejor que Martina Navratilova en sus mejores tiempos, y me había ganado el primer set sin transpirar.
Al día siguiente me había olvidado por completo del incidente. Por eso contesté el teléfono con las defensas bajas y la Nina en brazos.
—Hola Hernán —dijo con una sonrisa que se adivinaba a través el cable—, soy Silvia, de El Periódico de Catalunya.
Temblé y Nina casi se me resbala de las manos. En otra situación, hubiera dicho "no, está equivocado", pero el acento argentino me delata. Opté entonces por el desdoblamiento de la personalidad:
—No habla Hernán —dije—; soy Rafael, su hermano, ¿quiere dejarle algo dicho?
Fue peor. Durante media hora me informó sobre todas las ventajas de la promoción como si yo nunca las hubiera escuchado, y cuando terminó me preguntó a qué hora podría encontrar a Hernán o a Cristina.
—Mi hermano ha tenido que viajar a Buenos Aires de urgencia —fantaseé—. Pero mi cuñada mañana por la tarde está todo el día —esto último era verdad; yo no quería saber más nada con Navratilova: que se encargara mi cuñada.
Cristina y Silvia conversaron por teléfono el viernes. Silvia le contó a Cristina que había estado hablando con su cuñado Rafael sobre la renovación de la suscripción al diario. Cristina le dijo que nunca habíamos sido suscriptores de El Periódico y que ella no tenía ningún cuñado llamado Rafael. Se despidió de la teleoperadora sin sacarme los ojos de encima, como si me quisiera comer vivo.
—¿Por qué tienes que mentir siempre? —me dijo entonces Cris, haciendo puchero— ¿Por qué le mientes a todo el mundo, sin ningún motivo? ¿Qué ganas enredándolo todo?
Nina nos miraba con un compás rítimico de cabeza, privilegiada espectadora de una final de tenis sobre mosaico. Busqué el mejor golpe de revés durante un segundo larguísimo. No quería que Cris empezara a llorar y había que hacer algo pronto. Cuando tuve todas las puntas más o menos hilvanadas, tomé aire y le dije, mirándola a los ojos:
—Sí, Cris: tengo un hermano que se llama Rafael —prendí un cigarro, porque sería un partido durísimo, a cinco sets—. Es una historia muy larga, pero tarde o temprano te tenías que enterar —y le empecé a explicar la doble vida de mi padre.
Desde hace tres años, Darín ha compuesto un arquetipo que ha calado muy hondo en la bombacha de la mujer española. El personaje es un soñador pícaro que sufre ataques al corazón porque su madre con alzeimer se quiere casar con un tipo que vende estampillas en un club que se está fundiendo. Un personaje meloso que siempre tiene, a flor de labio, una frase entre existencial y divertida. El problema no es que existan argentinos de esta calaña (que los hay) sino que hoy en día todos los argentinos recién llegados a España quieren componer este personaje darinesco, y se está saturando el mercado.
¿Por qué escribo hoy con semejante fastidio? Ocurre que la gente como yo, es decir, el puñado de argentinos que de verdad somos encantadores, paulatinamente vamos perdiendo eficacia emotiva, pues ha comenzado a proliferar un grupo inmenso de compatriotas de biyuterí que está ofreciendo —a mitad de precio— encantos falaces que se empeñan, malamente, en imitar.
Siempre nos ha ocurrido lo mismo, en todos los ámbitos. Cuando un adelantado puso un videoclub en Mercedes y le empezó a ir bien, salieron cuarenticinco videoclub y se fundieron todos. Después ocurrió algo semejante con las canchas de pádel, y más tarde con las pizzerías a domicilio. Todo aquello que a alguien le sale bien, es remedado hasta el hartazgo, hasta que la oferta es mayor que la demanda y todo se va a la mierda. Hasta el infinito y más allá.