—¿Y si me dijeras algo más? —le solté, volviendo la cabeza hacia él.
A modo de respuesta, el madero me mostró su dedo medio en posición perfectamente vertical.
Al aire libre.
Una escalera al aire libre. Cuando visité el piso por primera vez, enseguida supe que me quedaría con él por ese detalle. Los escalones embaldosados con losetas hexagonales, dominando un patio del siglo XVIII, enroscados en torno a una barandilla de hierro cubierta de hiedra. Inmediatamente, sentí una sensación de bienestar, de pureza. Me imaginaba volviendo del trabajo y subiendo esos peldaños sosegadores, como si atravesara una cámara de descontaminación.
No me había equivocado. Había invertido mi parte de la herencia en ese piso de dos habitaciones del Marais y cada día, desde hacía cuatro años, experimentaba la virtud mágica de la escalera. Cualesquiera que fueran los horrores del trabajo, la espiral y su follaje me limpiaban. Me desvestía en el umbral de la puerta, tiraba mis trapos directamente en un saco de lavandería y me metía bajo la ducha, terminando el proceso de purificación.
Sin embargo, aquella noche la escalera parecía privada de sus poderes. Cuando llegué al tercer piso me detuve. Una sombra me esperaba, sentada en los escalones. A media luz distinguí el abrigo de ante, el traje color ciruela. Sin duda la última persona a la que deseaba ver: mi madre.
Estaba acabando de subir cuando su voz ronca me hizo un primer reproche:
—Te he dejado mensajes. No me has llamado.
—He tenido un día muy ocupado.
Ni hablar de explicarle la situación; mi madre solo había visto a Luc una o dos veces, cuando éramos adolescentes. No había hecho ningún comentario, pero su expresión hablaba por sí sola; era la misma mueca que cuando descubría a una familia ruidosa en la sala de primera clase en Roissy o una mancha sobre uno de sus canapés. Las terribles notas desafinadas que debía soportar en su vida de mujer mundana todoterreno.
No hizo ademán de levantarse. Me senté a su lado, sin tomarme la molestia de encender la luz del pasillo. Estábamos al abrigo del viento y de la lluvia y para ser 21 de octubre, el clima era más bien templado.
—¿Qué querías? ¿Es algo urgente?
—No necesito una urgencia para venir a verte.
Cruzó las piernas con un movimiento ágil y pude apreciar mejor el tejido de su falda: un tweed de lana bouclé. Fendi o Chanel. Mi mirada bajó hasta sus zapatos. Negro y oro. Manolo Blahnik. Ese gesto, esos detalles… Volvía a verla recibiendo a sus invitados adoptando aires de languidez, durante sus ineludibles cenas. Otras imágenes se yuxtapusieron. Mi padre, llamándome cariñosamente «mi pequeño meapilas» y mandándome al extremo de la mesa; mi madre, retrocediendo siempre que me acercaba, por miedo de que le arrugara el vestido. Y mi orgullo mudo frente al distanciamiento de ambos y a su pobre materialismo.
—Hace ya dos semanas que no comemos juntos.
Siempre utilizaba la misma inflexión suave para destilar sus reproches. Hacía alarde de sus heridas afectivas pero ni ella misma se las creía. Mi madre, que solo vivía para la ropa de marca y las denominaciones de origen, en el apartado de los sentimientos se movía en un mundo de imitaciones.
—Lo siento mucho —mentí—; se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta.
—Tú no me quieres.
Tenía el don de lanzar frases trágicas al descuido, en medio de una conversación anodina. Esta vez, había hablado en su tono de jovencita enfurruñada. Me concentré en el aroma de la hiedra húmeda, en el olor de los muros pintados recientemente.
—En el fondo, no quieres a nadie.
—Al contrario, yo quiero a todo el mundo.
—Precisamente. Tu sentimiento es general, abstracto. Es una especie de… teoría. Nunca me has presentado a una novia.
Miré el trozo oblicuo de cielo que se recortaba por encima de la baranda.
—Lo hemos hablado mil veces. Mi compromiso es otro. Intento amar a los demás. A todos.
—¿Incluso a los criminales?
—Sobre todo a los criminales.
Volvió a colocar el abrigo sobre sus piernas. Observé su perfil perfecto entre los mechones cobrizos.
—Eres como un psicoanalista —añadió—. Te interesas por todos en general, pero por nadie en particular. El amor, cielo, consiste en arriesgar la piel por el otro.
No estaba seguro de que ella fuera la persona más indicada para decir aquello. Sin embargo, me esforcé por contestar; sus palabras obedecían a una razón oculta.
—Al encontrar a Dios, he encontrado una fuente de vida. Una fuente de amor que nunca deja de manar y que debe despertar el mismo sentimiento en los demás.
—Tú y tus sermones de siempre. Vives en otra época, Mathieu.
—El día que comprendas que esta palabra no tiene moda ni época…
—No seas pretencioso conmigo.
De repente me chocó su aspecto; mi madre estaba tan bronceada y elegante como siempre, pero se adivinaba en ella cierto cansancio, un problema. El ánimo estaba ausente.
—¿Sabes qué edad tengo? —preguntó de pronto—. Quiero decir, la verdadera.
Era uno de los secretos mejor guardados de París, y la primera cosa que había comprobado cuando tuve acceso a los ficheros de la policía. Para halagarla, respondí:
—Cincuenta y cinco, cincuenta y seis…
—Sesenta y cinco.
Yo tenía treinta y cinco. A los treinta años, el instinto maternal había sorprendido a mi madre cuando acababa de casarse en segundas nupcias con mi padre. Se habían puesto de acuerdo sobre ese proyecto, del mismo modo como se ponían de acuerdo sobre la compra de un nuevo velero o de un cuadro de Soulages. Mi nacimiento debió de divertirles al principio, pero muy pronto se aburrieron. Sobre todo mi madre, que se cansaba siempre de sus propios caprichos. El egoísmo, la ociosidad acaparaban toda su energía La indiferencia, la verdadera, es un trabajo a tiempo completo.
—Necesito un sacerdote.
Mi inquietud aumentó. De repente, pensé en una enfermedad mortal, una de esas conmociones que provocan un estado místico.
—No estarás…
—¿Enferma? —preguntó, con una sonrisa altiva—. No. Por supuesto que no. Quiero confesarme. Eso es todo. Limpiar la casa. Recuperar una especie de… virginidad.
—Un lifting, digamos…
—No te burles.
—Creía que pertenecías más bien a la escuela oriental —dije, tomándole el pelo—. O New Age, qué sé yo.
Sacudió lentamente la cabeza mirándome de reojo. Los ojos claros en su rostro mate todavía gozaban de un poder de seducción impresionante.
—Te hace gracia, ¿verdad?
—No.
—Tu tono es sarcástico. Todo tú eres sarcástico.
—En absoluto.
—Ni siquiera te das cuenta. Siempre con esa distancia, esa arrogancia…
—¿Por qué una confesión? ¿Quieres que lo hablemos?
—Contigo, desde luego que no. ¿Conoces a alguien que puedas recomendarme? Una persona a quien pudiera confiarme. Alguien que además tuviera respuestas…
Mi madre en plena crisis mística. Decididamente, no era un día como cualquier otro. Mientras empezaba a llover nuevamente, ella murmuró:
—Debe de ser la edad. No lo sé. Pero quiero encontrar una… conciencia superior.
Cogí un bolígrafo y arranqué una hoja de mi agenda. Sin pensar, escribí el nombre y la dirección de un cura que veía a menudo. Los sacerdotes no son como los loqueros: se pueden compartir en familia. Le di los datos.
—Gracias.
Se levantó envuelta en una estela de perfume. La imité.
—¿Quieres entrar?
—Llego tarde. Te llamaré.
Desapareció en la escalera. Su silueta de ante y tejido hacía juego perfectamente con el brillo de las hojas y el blanco de la pintura. Era el mismo frescor, la misma limpieza. De repente, fui yo quien se sintió viejo. Me volví hacia el pasillo donde brillaba mi puerta verde esmeralda.
Habían pasado cuatro años y seguía sin terminar la mudanza. Las cajas de libros y de cedés se amontonaban en el recibidor y ya formaban parte del lugar. Coloqué mi arma encima, tiré la gabardina y me quité los zapatos: mis eternos mocasines Sebago; siempre el mismo modelo desde la adolescencia.
Encendí las luces del baño y vi mi reflejo en el espejo. Una silueta familiar: traje oscuro, de marca, algo deshilachado; camisa clara y corbata gris oscuro, también raídas. Parecía más un abogado que un poli fogueado en las calles. Un abogado a la deriva que se habría relacionado con maleantes durante demasiado tiempo.
Me acerqué al espejo. Mi rostro evocaba una llanura atormentada, un bosque sacudido por el viento; un paisaje estilo Turner. Una cabeza de fanático, con los ojos claros hundidos y los rizos oscuros dividiendo la frente. Hundí la cara en el agua, meditando todavía sobre la extraña coincidencia de esa noche. El coma de Luc y la visita de mi madre.
En la cocina me serví una taza de té verde; el termo estaba listo desde la mañana. Luego coloqué en el microondas un tazón de arroz que solía preparar para toda la semana. En materia de ascetismo había optado por la tendencia zen. Detestaba los olores orgánicos: ni carnes, ni frutas, ni cocciones. Mi piso estaba envuelto en el humo del incienso, que quemaba permanentemente. Pero lo más importante era que el arroz me permitía comer con palillos de madera. No soportaba ni el ruido ni el contacto con los cubiertos de metal. Por esta razón no era un verdadero cliente de restaurantes ni aceptaba invitaciones a cenas en casa de amigos.
Esa noche era imposible comer. A los dos bocados vacié el contenido del cuenco en el cubo de la basura y me serví un café preparado en un segundo termo.
Mi piso estaba compuesto de un salón, un dormitorio y un despacho. El tríptico clásico del soltero parisino. Todo era blanco salvo los suelos de parquet negro y el techo del salón con las vigas a la vista. Sin encender la luz fui directamente a mi dormitorio y me tumbé en la cama, dando libre curso a mis pensamientos.
Luc, por supuesto.
Pero más que pensar en su estado, que era un callejón sin salida, o en las razones de su acto —otro callejón sin salida—, escogí un recuerdo entre aquellos que reflejaban los rasgos más extraños de mi amigo.
Su pasión por el diablo.
Octubre de 1989
Veintidós años. Instituto Católico de París.
Después de cuatro años en la Sorbona, acababa de terminar el segundo ciclo: «La superación del maniqueísmo en san Agustín» y seguía adelante con impulso. Iba camino del Instituto para matricularme. Quería hacer un doctorado canónico en teología. El tema de mi tesis: «La formación del cristianismo a través de los primeros autores cristianos latinos», me permitiría vivir varios años cerca de mis autores preferidos: Tertuliano, Minucio Félix, Cipriano…
En aquella época ya observaba los tres votos monásticos: castidad, obediencia y pobreza. En otras palabras, no salía muy caro a mis progenitores. Mi padre no aprobaba mi actitud. «¡El consumo es la religión del hombre moderno!», proclamaba, citando seguramente a Jacques Séguéla. Pero mi rigor le inspiraba respeto. En cuanto a mi madre, aparentaba comprender mi vocación, que, en definitiva, fomentaba su esnobismo. En los años ochenta era más original declarar que su hijo se preparaba para el seminario que decir que dividía su tiempo entre las discotecas de moda y la cocaína.
Pero se equivocaban. Yo no vivía ni en la tristeza ni en la austeridad. Mi fe se fundamentaba en la alegría. Vivía en un mundo luminoso, una nave inmensa en la que miles de cirios centelleaban continuamente.
Sentía pasión por ciertos autores latinos. Eran el reflejo del gran punto de inflexión del mundo occidental. Quería describir ese cambio radical, ese choque absoluto provocado por el pensamiento cristiano, situado en las antípodas de todo lo que se había dicho o escrito hasta entonces. La venida de Cristo a la tierra era un milagro espiritual pero también una revolución filosófica. Una transmutación física —la encarnación de Jesús— y una transmutación del Verbo. La voz, el pensamiento humano no volverían a ser los mismos.
Me imaginaba el estupor de los hebreos frente a Su mensaje. Un pueblo elegido que esperaba a un mesías poderoso, batallador, montado en un carro de fuego y que sin embargo descubría a un ser compasivo, para quien la única fuerza era el amor, que pretendía que cada fracaso era una victoria y que todos los hombres eran los elegidos. Pensaba también en los griegos, en los romanos, que habían creado los dioses a su imagen y semejanza con sus mismas contradicciones y que, de pronto, se encontraban con un dios invisible que adoptaba la imagen del hombre. Un dios que ya no aplastaba a los humanos sino que, por el contrario, descendía hasta ellos para elevarlos por encima de toda contradicción.
Era ese gran momento crucial lo que yo quería describir. Esos tiempos bienaventurados en los que el cristianismo era como arcilla moldeable, un continente en marcha, en el que los primeros escritores cristianos habían sido a la vez la energía y el reflejo, la vitalidad y la garantía. Después de los Evangelios, después de las epístolas y las cartas de los apóstoles, los autores seculares tomaron el relevo, midiendo, desarrollando, comentando el infinito material que se les había entregado.
Atravesaba el patio del Instituto cuando alguien me dio una palmada en el hombro. Me volví. Luc Soubeyras estaba delante de mí. Cara lechosa bajo su pelambrera pelirroja; una silueta delgaducha, perdida en una trenca, ahogada por una bufanda.
—¿Qué coño haces aquí? —pregunté, estupefacto.
Bajó la vista hacia el formulario de matriculación que tenía entre sus manos.
—Lo mismo que tú, supongo.
—¿Preparas una tesis?
Se acomodó las gafas, sin responderme. Solté una carcajada de incredulidad.
—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? ¿Desde cuándo no nos vemos? ¿Desde el bachillerato?
—Tú habías vuelto a tus orígenes burgueses.
—¡Qué dices! Te he llamado cientos de veces. ¿Qué hacías?
—Estudiaba aquí, en el Instituto Católico.
—¿Teología?
Juntó los tacones y se cuadró.
—
Yes, sir
! Y además, una licenciatura en letras clásicas.
—De modo que hemos seguido el mismo camino.
—¿Tenías alguna duda?
No respondí. La última época en Saint-Michel, Luc cambió. Más sarcástico que nunca, su familiaridad con la fe se había transformado en burla, en constante ironía. Yo no daba ni un duro por su vocación. Después de ofrecerme un Gauloises y encender uno para él, me preguntó: