Ahora estaba al borde del acantilado, como en mi primera visita. Me volví hacia el claro de hierba y reflexioné. Los gendarmes, profesionales del SR de Besançon, habían barrido el espacio con rigor, removiendo cada parcela, cada mata de hierba, siguiendo el método de la cuadrícula. ¿Qué más podía hacer yo, solo y en medio de la noche?
Me concentré en los pinos del fondo. Se asemejaban a una tropa de guerreros negros. Quizá los gendarmes habían limitado su búsqueda al claro.
Nadie había pensado en registrar el monte.
Nadie, salvo Sarrazin.
Subí la cuesta y me detuve al límite de las coníferas. La tarea parecía imposible; en la oscuridad, examinar el suelo, las raíces, los troncos. ¿Y para encontrar qué? Renunciando a cualquier especulación, penetré en las tinieblas y encendí la linterna. Empecé por el centro, en el eje donde se había colocado el cuerpo, a cien metros de allí. Agachado sobre el suelo, traté de distinguir algo. Subí bordeando los troncos, apartando las ramas, buscando entre los arbustos.
Nada. A los diez minutos, solo había cubierto unos pocos metros cuadrados. Las ramas de los pinos empezaban muy abajo; si había algo que descubrir, una inscripción en la corteza, un detalle de la escenificación, no podía estar a más de un metro entre el suelo y las primeras ramas. Doblado en dos, casi de rodillas, seguí buscando, concentrándome en la base de los troncos.
Media hora más tarde me incorporé. Mi respiración se cristalizaba en nubes de vapor delante de mí. Estaba otra vez ardiendo, pero al mismo tiempo rodeado, acosado por el frío. El viento me alcanzaba incluso al abrigo de las ramas.
Me metí de nuevo bajo las agujas de los pinos, asomando primero la cabeza, jadeando, tiritando, apartando las espinas con una mano, palpando con la otra la madera de los troncos. Nada.
De pronto, una línea bajo mis dedos.
Un largo corte, torcido, zigzagueante.
Arranqué los tallos para que penetrara el haz luminoso de mi linterna. Mi corazón se detuvo.
Claramente, con un cuchillo, habían tallado unas letras angulosas:
YO PROTEJO A LOS SIN LUZ
¿La firma del diablo? En quince años de teología nunca había oído ese nombre. Observé otro detalle. La forma entrecortada de las letras en la corteza. Reconocía la escritura. Era la de la inscripción luminiscente del confesionario. La misma mano había tallado esta firma y la advertencia: TE ESPERABA.
Pensé: «Un enemigo, uno solo». De repente, noté una vibración en la piel. El móvil. Sin apartar los ojos de la inscripción, me desembaracé de las ramas y encontré mi bolsillo.
—¿Sí?
—
Pront…
La voz de Callacciura, pero la cobertura era mala. Me volví y grité:
—¿Giovanni?
Ripetimi
!
—…
Piu… tar…
—
Ripetimi
!
Me giré nuevamente y cogí sus palabras, que se llevaban las ráfagas.
—Te llamo más tarde si la cobertura es…
—¡No! Te escucho. ¿Ya tienes noticias?
—Tengo el caso. Exactamente el mismo delirio: la podredumbre, las moscas, las mordeduras, la lengua. Alucinante.
—¿La víctima es una mujer?
—No. Un hombre. En la treintena. Pero no hay duda alguna. Es idéntico.
De modo que un asesino en serie actuaba en toda Europa con el mismo método. Un asesino que se creía el mismo Satán.
—¿Había signos religiosos al lado del cuerpo? ¿Había algún sacrilegio?
—Más bien sí. Tenía un crucifijo en la boca. Como si… En fin, ya conoces el símbolo.
—El caso, ¿es en Sicilia?
—Catania, sí.
—¿La fecha?
—Abril de 2000.
Pensé: movilidad geográfica, asesinatos escalonados en varios años, persistencia del modus operandi. Sin duda, un asesino en serie. El italiano prosiguió:
—¿Quieres que te envíe el expediente? Nosotros…
—No. Iré personalmente.
—¿A Milán?
—Estoy en Besançon. Conduciendo, son solo unas horas.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente. No puedo explicártelo por teléfono pero el caso está tomando forma. Un asesino en serie que se cree el diablo. Ya golpeó aquí en Besançon, en junio pasado. Y sin duda también en algún otro lugar de Europa. Contactaré con la Interpol cuanto antes. Después de Italia y Francia él…
—Espera, Mathieu. El asesinato de Catania no es obra de tu zumbado.
La comunicación volvía a perder calidad. Busqué un mejor ángulo de recepción.
—¿Qué?
—Digo que: ¡el crimen de Catania no es de tu loco!
—¿Por qué?
—¡Porque tenemos al culpable!
—¿Qué?
—Es una mujer. La esposa de la víctima. Agostina Gedda. Confesó. Y dio todos los detalles: los productos utilizados, los insectos, los instrumentos. Una enfermera.
—¿Cuándo la detuvieron?
—Unos días después del asesinato. No opuso ninguna resistencia.
Una vez más, mi trama se rompía en pedazos. Era imposible que esa italiana hubiera matado a Sylvie Simonis, porque ya estaba entre rejas. Pero tampoco era posible que dos asesinos distintos utilizaran un método tan particular.
Posé los dedos sobre la corteza tallada, yo protejo a los sin luz. ¿Qué significaba?
Grité por el móvil:
—¡Mañana por la mañana, a las once en el New Boston!
52
Ya en la carretera volví a llamar a Sarrazin y le confirmé mis hallazgos. La inscripción en la corteza, el asesinato de Salvatore Gedda. Ahora se trataba de un toma y daca: una investigación a dos, compartiendo las informaciones. El gendarme estaba de acuerdo. Para él, la pista italiana se había parado en seco. Solo había conseguido algunos datos sobre Agostina Gedda gracias a un conocido de la Interpol, pero nunca había podido continuar la investigación más allá de los Alpes.
Atravesé la frontera suiza a las once y pasé por Lausana alrededor de medianoche. La autopista E62 bordeaba el lago Lemán. A pesar de la tensión, del agotamiento, aprecié la belleza de la ribera en medio de la noche. Las ciudades —Vevey, Montreux, Lausana— semejaban fragmentos de la Vía Láctea que hubieran caído sobre las colinas.
Había llamado varias veces a Foucault. Siempre saltaba el contestador. Lo imaginé pasando una agradable noche de domingo con su mujer y su hijo, delante de la televisión. En contraste, el frío y la hostilidad de la noche me parecían más violentos aún. Pensaba en mis tres votos: obediencia, pobreza y castidad. Estaba de buen humor. Sin olvidar el voto adicional, el que siempre me pisaba los talones: la soledad.
Doce y media de la noche. Foucault me llamó. Le pedí que a primera hora de la mañana ampliara la investigación sobre los asesinatos con insectos, que peinara a escala europea, contactara a la Interpol, a los servicios de policía de las capitales. Foucault prometió hacer todo lo posible a pesar de que la investigación todavía no tenía carácter oficial y Dumayet iba a pedirle cuentas de los casos pendientes en la Brigada.
Le prometí que llamaría a la comisaria (se suponía que debía fichar en el despacho en unas horas) y colgué. Después de la ciudad de Aigle, las luces desaparecieron. En el horizonte solo se distinguían las masas sombrías de los Alpes. El camino, envuelto en tinieblas, estaba desierto. Excepto por dos faros muy blancos que centelleaban desde hacía un momento en el retrovisor.
Una de la mañana. Martigny, Sion. La muralla montañosa se acercaba. Entré en el túnel de Sierre. Conduciendo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, dejé atrás varios coches; vi cómo sus faros se alejaban y luego temblaban en mi retrovisor antes de ir a reunirse con los filamentos del alumbrado. En cambio, los dos faros blancuzcos no me soltaban. Ciento sesenta, ciento setenta… Los ojos seguían ahí. Los faros de xenón, que perforaban la noche como dos agujas.
Los túneles se sucedían. Bocazas en arco de círculo cavadas en la montaña, galerías perforadas, pegadas a la ladera, tubos de vidrio suspendidos del flanco de la montaña. Por fin, los faros desaparecieron. Experimenté un oscuro alivio. Tal vez era una paranoia pero la inscripción del confesionario no me abandonaba: te esperaba. Ni tampoco la de la corteza: yo protejo a los sin luz. La posibilidad de que hubiera un asesino obsesivo siguiendo mis pasos no era absurda.
Una nacional con dos carriles. En cada ciudad, hacía el esfuerzo de disminuir la velocidad. Visp. Brig. El centro de Valais. El paisaje se modificó otra vez. La carretera se estrechó, la oscuridad se hizo más profunda. No había ni farolas, ni un solo panel de señalización. Reduje la velocidad. Penetré en el puerto de montaña del Simplon.
La carretera se elevó brutalmente. La nieve apareció. Los acantilados, de un blanco fosforescente, como si alguien hubiera esparcido Luminol, se revelaron a ambos lados de la calzada. Una nube de espinas secas revoloteaba bajo las ruedas; los pinos se espaciaban. Nadie a la vista.
El Audi se bamboleaba con el viento. El frío ya se insinuaba en el interior del coche. Tenía prisa por pasar el puerto e iniciar la bajada. Los túneles se multiplicaban, desnudos, salvajes. Anillos de piedra hundidos en la pared, rampa de hormigón injertada en la ladera, columnatas deslizándose bajo un torrente furioso…
Empecé a tener visiones. Los copos de nieve se convertían en pájaros, arabescos, símbolos chinos, diseminándose delante del parabrisas. Renuncié a poner las largas; la nieve formaba una pantalla reflejante.
La fatiga se atenuaba, anestesiaba mis reflejos, volvía pesados mis párpados. ¿Cuánto hacía que no había dormido bien? El cambio de altura me oprimía los tímpanos, entorpeciéndome aún más.
Decidí parar una vez pasado el puerto, en la frontera italiana, para dormir algunas horas. A fin de cuentas, tenía tiempo de sobra. Podía retomar el camino hacia las siete para llegar a Milán a las diez.
De repente, el cristal posterior del coche se iluminó.
Los faros de xenón.
Aceleré y eché una mirada al retrovisor. No vi nada excepto el halo blanco. Mi perseguidor había graduado la luz de sus faros al máximo. Volví a la carretera; tampoco veía nada, la nevada se recrudecía. Y la luz estallaba en mi retrovisor. Lo bajé y me concentré en los ventisqueros que el viento formaba en el borde de la carretera, únicas referencias para seguir la cinta de asfalto.
Logré distanciarme de los faros. Un viraje y el coche desapareció. Con el miedo en el cuerpo me pregunté: ¿quién es ese? ¿El asesino de Sartuis? ¿Cualquier otro implicado en la investigación? ¿O un simple conductor agresivo?
Me respondió un silbido.
Una bala acababa de rozar el techo de mi coche.
Aceleré. El pánico aumentaba, bloqueando mis sentidos, mis pensamientos, mis reflejos. Al peligro de las balas se añadía el de la carretera helada, con sus curvas demasiado cerradas.
Muy a mi pesar, reduje la velocidad. La luz saturó nuevamente la ventanilla posterior. Durante un segundo, me dije que había soñado; el silbido no era el de una bala. Un conductor con la atención puesta en esa carretera no podía dispararme al mismo tiempo. A guisa de respuesta, otra bala impactó en el coche, haciendo vibrar toda la carrocería. De modo que eran dos. Un conductor y un tirador. Un tándem perfecto para ir a la caza del hombre.
Volví a acelerar. Solo podía pensar en que no tenía ninguna posibilidad. Su coche parecía más potente que el mío. Y yo estaba solo. Absolutamente solo. Mi futuro se parecía a la carretera, una huida a ciegas hacia delante, en la que yo corría hacia mi final.
Conducía agachado con la cabeza entre los hombros y los dedos aferrados al volante. Buscaba en mí, en lo más recóndito de mi angustia, algún asomo de esperanza. Me repetía: «No hay nada roto… No estoy herido… No…».
La luna de la ventanilla posterior se hizo añicos.
El frío y la luz surgieron en el habitáculo. En el mismo segundo, las ruedas patinaron. El motor rugió. La parte posterior dio un bandazo a la izquierda; luego volví a tomar contacto con el asfalto por la derecha. Otra bala se perdió en la tempestad. Un volantazo; luego otro, hasta que recuperé el control del vehículo.
Un túnel vino en mi ayuda. El alumbrado y la carretera en línea recta cambiaban la situación. Regulé el retrovisor y observé a mis enemigos. Un BMW. Una berlina con los cristales tintados, con la carrocería negra que brillaba como la de un tanque esmaltado. Los deslumbrantes faros me impedían descifrar la matrícula. Tampoco podía ver al conductor, pero el pasajero, con pasamontañas, tenía medio cuerpo fuera y sujetaba un fusil de precisión equipado con visor y silenciador.
La clara imagen de mi muerte. Durante una fracción de segundo me quedé subyugado por la belleza de aquella visión: las luces que pasaban volando sobre la chapa refulgente, los faros irisándose en líneas rosas sobre el arco de la bóveda, el asesino apoyado sobre su arma… Una perfecta máquina de guerra, lisa, precisa, implacable.
Esta vez, aceleré a fondo.
Audi contra BMW: el duelo estaba servido.
Me aferré al asfalto, al hormigón, a las luces. El desfile de lámparas adquiría una rapidez hipnótica. Sin embargo, en mi retrovisor el BMW seguía acercándose. Era ahora o nunca. Debía responder. Arranqué el velero de la funda y saqué el arma.
Me volví y apunté con mi 9 mm Parabellum. Reduje la velocidad. La parrilla del radiador se aproximó. Lancé un alarido y apreté el gatillo. Por la fuerza del retroceso, el arma casi se me escapó, pero en un parpadeo vi que el BMW frenaba repentinamente y patinaba desviándose hacia atrás con un chirrido envuelto en el humo de los neumáticos. Casi una victoria.