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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

cosas por las que llorar cien veces

 

Book es una perrita sensible que Fujii encontró en la calle dentro de una caja de cartón delante de la biblioteca. Lo que más le gusta a Book es oír el sonido del motor de la moto de su joven amo. Cuando Book enferma, su amo vuelve a casa de sus padres para pasar con la perra los que tal vez sean sus últimos días.

Pero Book se recupera, su dueño regresa a casa y decide pedirle a su novia Yoshimi que se case con él. Ella le propone que hagan antes una prueba y vivan juntos durante un año. Pero esta vez será la chica la que caerá enferma, circunstancia que modificará completamente sus planes. La historia de Fujii y Yoshimi es una historia que le puede pasar a cualquiera...

Kou Nakamura

Cosas por las que llorar cien veces

ePUB v1.0

Mística
14.08.11

PRIMERA PARTE
La moto y mi perra
Uno

Mi madre me dijo por teléfono que la perra se estaba muriendo.

No había vuelto a casa de mis padres desde que conseguí un trabajo, así que hacía unos cuatro años que la había visto por última vez. Me la encontré la primavera en que terminé el bachillerato, por lo que ahora debía de tener unos ocho años. Supuse que estaría entrando en la edad de los perros viejos, pero me parecía que todavía era pronto para que se muriera.

Traté de recordar cómo era. Mestiza, pequeña y cubierta de largo pelo castaño. Hembra. Una monada de perra, con la frente redondeada y unas grandes pupilas.

Mi madre hablaba despacio al teléfono.

—Claro que..., aquella vez, también nos alarmamos...

Su relato se había remontado un año antes, cuando el cuerpo de la perra sufrió una extraña alteración.

Un día, de repente, su cuerpo se hinchó. Mis padres se preguntaban qué le estaría pasando cuando, al día siguiente, vieron que se le había enturbiado el conocimiento y no se movía. Desconcertados, se apresuraron a llevarla a la clínica veterinaria, donde les dijeron que estaba a 170 de algo llamado BUN. Se trataba de una insuficiencia renal grave.

«Es un misterio que todavía esté viva», le dijo el veterinario, y mi madre derramó unas lágrimas. La perra estaba tumbada en la camilla con los ojos cerrados. Le estaban administrando diuréticos para bajar la hinchazón, pero, aun así, no conseguía orinar.

Al final se quedó ingresada con el gota a gota en una pequeña habitación. Más allá de la ventana circular de la puerta, sólo se veía una barriga blanca que subía y bajaba. Finalmente podían confirmar que la perra respiraba.

Su estado no varió ni al día siguiente ni al otro. Permanecía tumbada en la pequeña habitación, conectada al gotero, como si estuviera muerta.

—Estaba con papá, así que creo que debía de ser miércoles... —dijo mi madre, arrastrando la última sílaba.

Por primera vez desde que la ingresaron, la perra abrió los ojos. Fue un miércoles por la mañana. Más allá de la pequeña ventana, los débiles ojos del animal atraparon a mis padres. Al parecer, mi padre profirió una exclamación, al tiempo que mi madre gritaba «¡Aquí, aquí!» y, medio llorosa, golpeaba el cristal de la ventana.

La perra entreabrió la boca y meneó la cola. Fue un movimiento leve, como causado por el viento, pero sin duda movió la cola después de ver a mis padres.

—Esa vez, quizá, al vernos a nosotros..., creo que se encendió una llamita en su cabeza.

«Se encendió una llamita en su cabeza», ésa fue la expresión que usó mi madre.

Ese día fue como una especie de umbral. A partir de ahí, la perra comenzó a mejorar. Recuperó la conciencia, y cada vez que iban a visitarla movía la cola con más fuerza. La hinchazón del cuerpo también empezó poco a poco a remitir, y finalmente pudo levantarse. «Ha sido una recuperación milagrosa», parece ser que dijo el médico.

—¿No crees que fue por el deseo que tenía de volver a casa?

El día que le dieron el alta, la perra, en brazos de mi madre, tenía una expresión de evidente alivio.

—Cuando volvió a casa husmeó por todas partes con cara de felicidad.

Dice mi madre que, todavía ahora, no puede olvidar su expresión.

A partir de entonces, la perra pasó un año en casa luchando contra la enfermedad. Se trataba de una dolencia progresiva, así que no había posibilidad de que se curase. Mejoraron su calidad de vida e intentaron retrasar al máximo el avance de los síntomas.

Le prescribieron un medicamento para que pudiera evacuar y le hicieron seguir un régimen alimenticio bajo en fósforo y sodio, con moderación de proteínas de alta calidad. Durante las horas más cálidas, mis padres dedicaban mucho tiempo a que paseara tranquilamente y, cuando se cansaba, se echaba a dormir. La llevaban a la clínica periódicamente para hacerle análisis de sangre (parece ser que odiaba los pinchazos con toda su alma).

Así pasó un año, tranquilamente.

Dicen que un año en la vida de un perro equivale a siete años para las personas. Visto así, la perra pasó siete años luchando contra la enfermedad. En algún momento dejó de ver, y ya casi no oía. Tampoco se sabía hasta qué punto le funcionaba el olfato. Los últimos meses no paseaba, y parece ser que ya no respondía a los estímulos exteriores.

Finalmente, ayer se había quedado tumbada sin poder levantarse. Al parecer, cuando la acariciaban y le hablaban, a veces abría un poco los ojos.

—¿Crees que aguantará hasta el fin de semana? —le pregunté a mi madre.

—Pues... hum... —murmuró ella como si espirara. Luego se quedó unos segundos callada y finalmente añadió—: Pues... quizá no llegue.

Es la perra que yo recogí. Pasamos juntos el año que estuve en casa estudiando para mi examen de ingreso en la universidad. En la habitación del primer piso, donde no daba el sol, yo estudiaba y ella dormía.

¿Será normal que los perros duerman tanto cuando son cachorros? En aquella época no pensaba en eso, pero ahora me parece extraño. Recuerdo que yo estaba frente al escritorio y ella pasaba casi todo el tiempo durmiendo a mi lado.

Si, mientras estudiaba, yo me levantaba y estiraba los brazos para desperezarme, ella lo notaba, se incorporaba y se acercaba a mí corriendo. Se sacudía y hacía sonar la campanilla que llevaba al cuello. Cuando me miraba con su frente redonda, me parecía una monada.

Luego deambulaba un rato por la casa y, cuando se aburría, regresaba junto al despertador. Yo no sabía por qué siempre se dormía arrimada al despertador. Más tarde me enteré de que los cachorros de perro asocian el tictac de los relojes con los latidos del corazón de su madre, y eso hace que se sientan confortados.

Llegó la primavera y aprobé el examen de ingreso en la universidad. «Volveremos a vernos», le dije antes de separarme de ella.

—Oye, tú —oí que decía mi madre al otro lado del teléfono, dirigiéndose a la perra—. Aguantarás cuatro días más, ¿verdad?

¿Qué cara pondría ella al oír esa pregunta?

Me vinieron a la mente su frente redonda y sus grandes pupilas. Me la imaginé mirando a mi madre, como diciéndole «haré lo que pueda».

—Si es sólo hasta el fin de semana..., creo que conseguirá aguantar —dijo mi madre, quizá sin ningún fundamento.

—Vale —respondí.

Iría el domingo a verla.

En el calendario, bajo la fecha del domingo, cuatro días después, anoté
Book
.

—Hasta entonces —dije, y colgué.

Dos

Me la encontré junto al aparcamiento de bicis y motos de la biblioteca.

Yo acababa de empezar mi vida de estudiante, me estaba preparando para el ingreso en la universidad, y estudiaba en la biblioteca. El aire de la sala rebosaba de la dulzura y la melancolía de un día laborable de primavera. Entre viejos que apenas se movían y estudiantes de mi edad que también parecían estar preparando exámenes de ingreso, yo resolvía un problema de planos complejos.

Si se elige un problema cuidadosamente, se pueden aprender muchas formas de solucionarlo con eficacia. Pero eso me valía hasta hacía un año, ahora tenía que dar un paso adelante. No me servía un problema demasiado bonito, sino uno útil para el que no se encontrara fácilmente una solución. Uno, dos o tres al día.

Había dedicado toda la tarde a resolver dos de ellos, y me dispuse a clavar mis ojos sobre el tercero. Cuando ya estaba gruñendo ante la falta de ideas para solucionarlo, empezó a sonar la musiquita del
Auld Lang Syne
[1]
, que indicaba la hora de cierre.

Cerré el libro de matemáticas y miré hacia afuera por la ventana. Un atardecer de primavera parecía diluir todos los sonidos y los colores. Cuatro o cinco estudiantes de primaria estaban reunidos alrededor de lo que parecía una caja.

Me eché la mochila al hombro y me levanté.

Abandoné la sala de lectura y bajé la escalera pisando con firmeza. Mis zapatillas deportivas chirriaron contra el suelo. En un rinconcito de mi mente seguían los chicos que había visto desde la ventana. Tuve algo parecido a una intuición.

Crucé las puertas automáticas y, mientras caminaba pegado a la pared, pensé: «Estudiantes de primaria... sentados alrededor de algo, ¿qué debía de ser lo que estaban mirando? Algún cromo raro. O tal vez un estuche raro. Un insecto raro. Un color raro. Una forma rara.»

Doblé la esquina y, delante del aparcamiento de bicis y motos, vi la espalda de los escolares.

Inesperadamente, su número se había reducido a tres.

Al aproximarme me di cuenta de que lo que rodeaban era una caja de cartón. ¿De un cartón raro? Tenía unos caracteres chinos escritos. Leí: «"..."
tipo Naruto.
[2]
» ¿Qué sería eso? Seguí adelante y vi también el carácter chino para el
wakame
[3]
? ¿Wakame del tipo Naruto? No. Lo que realmente decía en la caja era: «
Wakame de Naruto en forma de hilo.
[4]
»

Uno de los escolares se dio cuenta de mi presencia y levantó la cabeza. Los otros dos también se volvieron hacia mí. Yo puse cara de chico mayor simpático y me asomé para ver la caja.

En su interior había un perro. Un cachorro que cabía en la palma de una mano. Pequeño. Me pregunté por qué era tan pequeño. A primera vista, comprendí que acababa de nacer.

Me abrí paso entre los tres chicos y me senté en el suelo. De cerca vi cómo el cachorro tiritaba levemente. Con el temblor de ansiedad, tenue y sin fuerza, impotente, que sólo muestra un ser vivo acabado de nacer. Lo aupé rodeándolo con las dos manos y sentí su humedad y su tibieza. El perro hizo como si apartara la mirada y agachó la cabeza. Los chicos clavaron sus ojos en mí con gran interés.

—¿Alguien puede quedárselo en casa? —dije mientras dominaba con la mirada a los tres escolares. Mi espíritu era el de un pirata que le roba un tesoro a su descubridor.

—En mi casa, ni hablar —respondió uno que llevaba la cabeza rapada y tenía cara de ser el más listo.

—En la mía tampoco —dijo el que estaba en medio, que llevaba gafas.

¿Qué estaría pensando el tercero, que llevaba una gorra de color amarillo y estaba todo el rato callado?

—Pues entonces... me lo quedo yo, ¿vale? —lo dije dirigiéndome sólo a Rapado. Al tratarlo como al líder, quería colmar su orgullo y obtener el resultado que esperaba.

Sin embargo, él respondió sin gran vacilación:

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