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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (10 page)

Ahí, en lo más profundo de las montañas Cascade, hay una aparición... una fantasía.

Un castillo.

—Parece haber una red secreta de constructores de castillos —dice Roger DeClements, que se cambió su antiguo y muy alemán apellido Grimes. Dice—: Debe de haber entre veinte y treinta personas que en estos momentos están construyendo un castillo en Estados Unidos. Muchos de ellos son gente que se lo hace todo ellos mismos, así que van más bien despacio. Empiezan como empecé yo, con sus propios diseños. Pero también hay un par de tíos muy ricos que simplemente van y buuum, se construyen el castillo más grande que pueda uno imaginar.

Aquí el hogar de un hombre es su castillo. Y viceversa. Y tal vez esta tendencia no sea más que una versión aumentada del instinto básico de construir un nido. Los castillos son a las casas normales lo que los todoterrenos son a los coches normales. Sólidos. Recios. Seguros.

O tal vez construir castillos sea un ritual de iniciación. Una forma de meditación o de reflexión. Durante la segunda mitad de su vida, después de que muriera su madre, el psicólogo y filósofo Carl Jung se puso a trabajar en la construcción de un castillo de piedra. Lo construyó en Bollingen, en la orilla del lago Zurich, en Suiza. Lo llamó su «confesión de piedra».

O tal vez construir castillos sea una reacción contra el espíritu rápido y efímero de nuestra época. Para los arquitectos, la época moderna terminó a las 15.32 de la tarde del 15 de julio de 1972, cuando el complejo residencial Pruitt-Igoe fue dinamitado en San Luis (Missouri). Había sido un ejemplo premiado de arquitectura internacional de líneas simples y edificios parecidos a cajas. Lo que los arquitectos llamaban «una máquina para vivir». Para 1972, se había convertido en un fracaso. Sus habitantes lo odiaban y la ciudad lo declaró inhabitable.

Aquel mismo año, el arquitecto Robert Venturi declaró que la idea de utopía de la mayoría de la gente se parecía más a Disneyland o a Las Vegas que a un moderno apartamento de bloques de cristal.

Así que no importa si construir un castillo es una declaración o una misión, un resultado del instinto de anidar o una extensión del pene... lo que sigue son las historias de tres hombres que dejaron sus respectivas carreras —como policía, como contratista y como piloto de caza— y se pusieron a construir sendos castillos. A continuación se cuentan los errores que cometieron. Y lo que aprendieron en el camino.

Caminando por su castillo, en lo alto de la montaña de granito que domina Sandpoint (Idaho), Roger DeClements es un hombre de cuarenta y siete años que aparenta veintisiete, con un pelo largo y tupido que le cuelga por debajo de los hombros. Tiene los brazos y las piernas flacos y lleva una camiseta blanca de manga larga y unos vaqueros. Zapatillas de tenis. Tiene unas uñas sorprendentes, largas y estriadas, tal vez como resultado de los años que pasó tocando el bajo con una banda de rock.

—Siempre he estado construyendo —dice Roger—. Me construí mi primera casa en mil novecientos setenta y cinco. Luego alquilamos un sitio que estaba justo al lado de las vías del tren y la gente siempre estaba llamando a mi puerta. Luego vimos la película
El señor de las bestias
y aquello me dio algunas ideas. Me pareció que un castillo estaría bien porque sería seguro. Luego también vi que las casas se devaluaban con el paso del tiempo, mientras que un castillo subiría de precio y no se echaría a perder.

Hasta la actualidad Roger ha construido tres castillos, empezando por uno que le ocupó cinco semanas, hasta el último, que está a la venta por un millón de dólares.

—Básicamente nos pareció que sería divertido —dice—. Un sitio divertido donde vivir. Que a la gente le divertiría ver. Y luego está el hecho de que va a estar aquí permanentemente y se puede pasar de generación en generación.

La motivación de Jerry Bjorklund fue la diversión más un poco de alcohol.

—Soy bastante buen bebedor —dice—. Una noche estaba bebiendo un Black Velvet y llamé a un amigo del ayuntamiento y le dije: «Voy a construir un castillo». Y él dijo: «No, no puedes hacer eso». Y yo dije: «Sí que puedo». A la mañana siguiente me levanté y pensé: «Mierda. Le he dicho que iba a construir un castillo, así que manos a la obra...».

Pero ¿por qué un castillo?

Jerry se encoge de hombros y dice:

—No lo sé. Es mi sangre nórdica o algo así. Siempre me han interesado. Y me pareció buena idea. Nadie más tiene uno.

Con un bronceado oscuro que le queda de los inviernos pasados pescando en Mazatlán, Jerry está sentado en el apartamento que ocupa un ala de su castillo en las verdes colinas que se elevan sobre Camas (Washington). Tiene cincuenta y nueve años y es un agente jubilado del departamento de policía de Camas. Tiene la cara cuadrada con una barbilla robusta y hendida y un bigote poblado de vikingo ya canoso. Sus cejas pobladas y su mata de pelo son grises. Lleva una camiseta negra con bolsillos y unos vaqueros. Los viejos tatuajes de sus antebrazos se han vuelto de color azul oscuro.

Jerry fuma cigarrillos mexicanos marca Delicados.

—Me los traigo de allí —dice—. Los consigo a siete dólares el cartón. —Y suelta una risa cascada de fumador.

Sus ojos de color azul claro son casi del mismo tono que el de las encimeras de la cocina del apartamento. Bebe café solo y lleva un reloj con una gruesa correa plateada.

Sus antepasados eran noruegos y él nació en Dakota del Norte, aunque se crió aquí en el estado de Washington. En 1980 se jubiló y se construyó una casita con tejado a dos aguas. En 1983 inició el castillo de sus sueños.

—Lo iba a construir de piedra —dice Jerry—. Por aquí tenemos mucha piedra. Y me pasé seis meses intentando hacerlo así. Con piedras. Y argamasa. Dios.

Sacando la piedra de una cantera que había en sus cinco acres y medio, Jerry construyó una torre de siete metros. Dice:

—Tenía hecha parte de una torre y me di cuenta de que aquello iba a ser una aventura increíblemente ardua.

Se ríe y dice:

—Y pensé que tenía que haber una forma mejor.

Así que llamó a su tío, que había sido maestro yesero durante cincuenta años, y le pidió información sobre el estucado. En julio de 1983 estaba construyendo su castillo con madera y cubriéndolo de estuco.

Dice:

—Eso representa un montón de tablones y un montón de planchas de contrachapado y un montón de grapas.

El armazón es de tablones colocados cada setenta centímetros y cubiertos con planchas de contrachapado de un centímetro y medio. Grapado a la plancha hay cartón alquitranado de ocho kilos y luego alambre de estucado, que se parece al alambre normal pero que está un poco separado de la madera para permitir que el yeso se meta por detrás del alambre y se endurezca alrededor del mismo.

—Se pone la primera capa —dice Jerry— y luego encima la capa marrón. Esta se alisa. Luego volvemos con una pistola de aire comprimido de las que se usan para extender techos acústicos y usamos arena blanca y aislante de vermiculita Zonolite. Lo mezclamos todo en el depósito de la pistola y lo aplicamos con aire comprimido.

Dice:

—Solo en el exterior hay ciento noventa toneladas de arena y cemento que acarreé con mis propias manos. Además, yo tengo mucho vértigo, y la tarea se convirtió en un infierno porque mi último andamio estaba a diez metros del suelo. Ah, Dios, fue una tarea terrible, y tardé tres días enteros en hacer el parapeto.

El castillo consiste en una «torre del homenaje» de tres plantas en el extremo oriental. Desde la torre del homenaje se extienden hacia el oeste dos alas que rodean un patio central. El extremo oeste del patio está cerrado y es un garaje. La torre del homenaje tiene unos ciento cincuenta metros cuadrados, a razón de unos cincuenta en cada planta. Cada una de las alas tiene unos cien metros cuadrados, una termina en un apartamento y la otra en un almacén. El garaje tiene unos cincuenta metros cuadrados.

Pensando en la construcción, Jerry enciende otro cigarrillo. Se ríe y dice:

—Hay algunas historias fantásticas.

Para terminar las paredes de doce metros de altura de la torre del homenaje, Jerry construyó un trípode sobre el tejado, usando los enganches que se fabrican para remolcar caravanas, que son básicamente vigas de acero de veinticinco centímetros en forma de I, y un trozo de revestimiento para pozos a modo de brazo. Me cuenta:

—Aquello daba mucho miedo. Construí una cesta de metro y medio por dos y medio. Era lo bastante alta como para estar de pie dentro y estaba cerrada con alambre por tres lados para poder trabajar directamente en la superficie del edificio. Luego me hice con un cabrestante eléctrico de una tonelada y doce voltios, con cable de ocho milímetros, y eso lo monté encima de la jaula con un control remoto. Imagínate esto: dos tíos que se meten en esa cosa con un rollo de alambre o de papel o de lo que sea que van a aplicar. Nos metemos ahí dentro y nos elevamos hasta donde queremos trabajar. Pues bueno, resultó que yo había cortado demasiado la tubería de revestimiento para pozos cuando lo fabriqué, de modo que la cesta no subía lo bastante como para trabajar en el parapeto.

Ahí, donde la parte superior de la torre se proyecta hacia fuera, justo delante de la cúspide almenada, Jerry tuvo que aplicar el estucado inclinado hacia atrás sin nada debajo más que doce metros de vacío.

—Se podía trabajar más o menos hasta la mitad de la parte que sobresalía, pero por encima de esa altura era una gran putada —dice—. Estábamos allí arriba colgando de aquel cable de ocho milímetros y yo tenía a dos personas en el suelo con cuerdas intentando mantener estable aquella cesta. Al día siguiente fui al pueblo, compré un montón de madera y construimos andamios.

Tardaron solo cuatro días en montar el andamio.

Reunir el dinero fue todavía más duro.

—Los putos banqueros —dice Jerry—. Hablé con ellos una vez mientras el castillo estaba en construcción y dijeron que no había ninguna garantía de que yo fuera a terminarlo nunca. Así que los mandé a la mierda.

Añade:

—Del banco no se puede conseguir un préstamo. Me han venido tasadores tres veces distintas. Y la conclusión final que han sacado es que es una estructura que «no se ajusta a ninguna categoría». —Y se ríe—. Ahí sí que la han clavado. Que no se ajusta... Me encanta.

»Así que reuní algo de dinero y avancé un poco —dice—. Entonces se me acabó el dinero y tuve que dejarlo y hacer otra cosa para sacarme algo más de pasta. Luego volví y trabajé un poco más. Al final uno aprende a hacer instalaciones eléctricas y fontanería. Se aprende sobre la marcha. Y no puedo decir que me disgustara. Gracias a Dios, me estoy haciendo demasiado viejo.

Los suelos interiores de la torre del homenaje se apoyan en postes verticales de veinte por veinte que sostienen vigas de veinte por treinta, cortadas a ojo por un amigo a partir de corazones de troncos.

—Los primeros dos pisos no fueron demasiado mal —dice Jerry—. Pero el tercero fue una putada enorme. Por la altura. Tuvieron que venir a apuntalar los de Evergreen Truss con su camión y el tipo tuvo que ponerle la extensión a su brazo y aun así apenas llegaba para ponerme las vigas. Aquello dio un miedo que te cagas.

La cocina del primer piso incluye una cocina de leña de 1923 y un lavabo pequeño. La sala de estar está en el segundo piso. El dormitorio y el baño completo están en la planta superior.

—Cuando vas al lavabo aquí —dice Jerry—, estás a nueve metros del suelo.

Ahora está divorciado, pero en la época en que construyó la torre Jerry Bjorklund estaba casado.

—Cuando hay mujeres de por medio, siempre están: «Necesito esto. Y necesito aquello. Y necesito un comedor aquí. Y necesito un lavavajillas» —dice Jerry—. Uno empieza a ponérselo todo y el resultado final acaba por no parecerse en nada a lo que tenías en mente originalmente.

Una vez dentro, la torre del homenaje parece una casa, con moqueta y arañas de cristal.

—Es como vivir en cualquier otro sitio —dice—. Te olvidas de dónde estás.

Cuando empezó a construir, Jerry no tenía ningún permiso oficial de nadie.

—En aquel momento yo estaba totalmente en contra del gobierno —dice—. Por supuesto que no tenía permisos, ni nada, y mi hermano me dijo: «Será mejor que pidas permiso para hacer lo que estás haciendo». Así que construí un modelo a escala, lo llevé al departamento de vivienda y les dije: «Esto es lo que quiero construir». El viejo se lo quedó mirando y me dijo: «¿Cuánto mide de altura?». Le dije que iba a medir doce metros. Y él me dijo: «No puede medir doce metros. Solamente puede medir once, por ley».

La razón era que tradicionalmente la escalera más larga que puede llevar un camión de bomberos mide once metros. Así que Jerry solicitó una excepción, demostrando que su piso superior solo tenía once metros de altura.

—Al final llegaron a la conclusión de que las cúpulas, los chapiteles y los parapetos no estaban incluidos en la ordenanza —dice—. Así que pude construirlo de doce metros de alto. Aquello solucionó el problema.

Jerry puso la primera capa de yeso en las paredes y se fue a pescar a Canadá.

—Primero lo construimos y luego hicimos los planos.

Pagó a un amigo quinientos dólares y al final consiguió un permiso que legitimaba oficialmente el castillo como remodelación de un edificio agrícola existente: un viejo cobertizo que hacía mucho tiempo que ya no estaba en la propiedad.

Jerry se enciende otro cigarrillo, se ríe y dice:

—Básicamente los puse en un aprieto.

Desde entonces, el castillo de Jerry se ha hecho famoso.

—Los pilotos con los que hablo, de Alaska Airlines —dice Jerry—, giran cuando vienen de Seattle y toman una ruta que los lleva justo por encima del castillo. Se lo anuncian a los pasajeros y todo ese rollo. He hablado con un par de pilotos y me dijeron: «Lo llamamos la “curva del castillo” para entrar en el aeropuerto de Portland».

El momento álgido del castillo fue en 1993, cuando la mujer de un amigo cosió unos estandartes enormes para el lugar. Había cuatro estandartes colgados en la torre del homenaje y inedia docena más en las almenas del patio y las torres de los parapetos. La puerta de ciento veinticinco kilos de la torre del homenaje tenía pintado el emblema del castillo, un león, parecido al emblema de Noruega. Y todo para un acontecimiento muy especial.

—Mi hija se casó aquí hace diez años. Montamos una gran boda. Había, no sé, trescientas personas —dice Jerry—. Emperifollé este sitio de una manera que no te imaginas. Con estandartes gigantes y chorradas por el estilo. Su marido se vistió de Robin Hood y ella se vistió de doncella Marion. E hicimos venir tres días a la gente de la Sociedad para el Anacronismo Creativo. Instalé duchas y retretes portátiles. Dios santo. Pistas de baile, de todo...

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