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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (7 page)

——Es muy agradable poder purificarse —dijo Poshtli, después de un largo silencio.

——Has estado ausente durante mucho tiempo —respondió Chical—. Me han dicho que en los territorios salvajes.

——Sí. No he visitado ninguna sede de los Águilas desde que salí de Nexal. Sin embargo, en el viaje, pude ver muchas otras cosas.

——Dicen que has conocido a uno de los extranjeros, un hombre blanco —comentó el viejo.

Chical era un anciano encorvado, con el rostro cubierto de arrugas. Su larga cabellera era blanca como la nieve, y la peinaba en una trenza que le llegaba a la cintura. Como la mayoría de los nativos, tenía el cuerpo limpio de vello. Ostentaba el título de Honorable Abuelo, líder de los Caballeros Águilas; había sido un guerrero legendario en su juventud, y ahora su sabiduría e inteligencia le permitían continuar al mando de los Águilas, a pesar del deterioro físico.

——Así es, padre —contestó Poshtli, utilizando el término honorario que le debía a su maestro y mentor. Para información de todos, describió a Halloran, y añadió—: Los invasores son hombres extraños, y los monstruos a los que llaman «caballos» son rápidos y temibles. Pero no son dioses o demonios: son hombres como nosotros. Halloran es un guerrero valiente, y su espada es más afilada que cualquier
maca
de Maztica.

El joven completó su relato con lo que sabía acerca de la batalla de Ulatos, donde una pequeña fuerza de extranjeros había derrotado a un gran ejército de la nación payita.

——¡Bah! —exclamó Atzil, el venerable guerrero sentado al otro lado de Poshtli—. ¿Cómo puedes comparar a los guerreros payitas con los de Nexal? Quizá sea cierto que los hombres blancos vencieron a los payitas, pero es inconcebible que su reducido número represente una amenaza para el corazón del Mundo Verdadero.

——No quiero parecer irrespetuoso —señaló Poshtli—, pero te recomendaría observar y estudiar a estos extranjeros antes de emprender cualquier acción.

——Sabias palabras, hijo mío —asintió Chical—. Hay un Águila que vigila constantemente al ejército extranjero. Los últimos informes dicen que se preparan para la marcha, aunque no sabemos hacia dónde irán.

——Vendrán a Nexal —afirmó Poshtli, sin vacilar.

——¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Atzil. La tensión en su voz desmintió la confianza que había demostrado antes.

——Son astutos, y los empuja la codicia del oro. Éstas son las cosas que aprendí acerca de los extranjeros. Intentarán averiguar todo lo que puedan sobre Maztica antes de actuar. Sin duda, se enterarán de que no hay lugar en todo el Mundo Verdadero con tanto oro como aquí.

——¿Acaso creen que podrán venir a Nexal y llevarse nuestro oro, así sin más? —protestó Atzil, indignado.

——No lo sé —respondió Poshtli, sacudiendo la cabeza—. Pero no me sorprendería verlos intentarlo.

——Hijo mío, se ha hablado mucho acerca de los extranjeros durante tu ausencia —intervino Chical, con voz suave. Poshtli observó, sorprendido, que los demás guerreros se habían retirado silenciosamente, y que ahora se encontraban los tres solos en la amplia y oscura habitación. Entró un esclavo para echar un poco de agua en las piedras calientes, y otra nube de vapor se sumó a la niebla que llenaba el ambiente.

——Al hombre que venía contigo, al que llamas Halloran, lo esperaban —explicó Chical—. Hay algunos que desean hablar con él. Sin embargo, hay otros que quieren ver su corazón entregado a Zaltec lo antes posible.

Poshtli se irguió al escuchar estas palabras.

——¿Es ésta la manera en que tratamos a los huéspedes de Naltecona? —preguntó.

——¡Silencio! —La voz de Chical sonó como un chasquido, pero después se suavizó—. ¡No es seguro, pero las voces de los que reclaman su corazón llegan desde muy arriba! Además, no es un invitado de Naltecona, sino tuyo.

——¡Pero mi tío le dará la bienvenida! —protestó el joven. De pronto, Poshtli se sintió inquieto. Lo había sorprendido que las ocupaciones de su tío, el reverendo canciller, le hubieran impedido recibirlo aquella misma tarde. Ahora se preguntaba si Naltecona no había tenido otras razones para no verlo.

——No puedes darlo por hecho —intervino Atzil—. Hay otras voces que tienen más peso.

——¿Más peso? ¿Qué otra autoridad es superior a la del reverendo canciller?

——La de Zaltec —respondió Chical—. Zaltec desea su corazón.

——¿Y quién lo ha dicho? ¿Los Muy Ancianos? —preguntó Poshtli, sin ocultar su desprecio. Recordó la muerte del Muy Anciano llamado Spirali, al que había matado ayudado por Halloran. El legionario se había referido a la criatura como un drow, y añadido que no tenía nada de sobrenatural, aunque estaban muy vinculados a las fuerzas del mal. No obstante, prefirió no hacer ningún comentario porque sus camaradas no habrían dado crédito a sus palabras.

——No subestimes los poderes de Zaltec —le advirtió Chical—. Eres joven y fuerte. Conocemos tu valor, y tus últimos logros sugieren tu capacidad para la sabiduría. —El viejo Águila sonrió para compensar la dureza de sus palabras—. Pero no eres rival para el culto de Zaltec.

——¡El hombre ha venido a Nexal bajo mi protección! ¡Cualquiera que intente hacerle daño tendrá que enfrentarse primero conmigo!

——Eres un Águila orgulloso, hijo mío. —Chical miró de frente a Poshtli—. La orden también está orgullosa de ti. Jamás nadie tan joven ha demostrado poseer tanto mérito. Has mandado al ejército en campañas victoriosas y conseguido muchos prisioneros. Has luchado y vencido a los mejores guerreros de Kultaka y Pezelac. Ahora, vuelves de la búsqueda de una visión que te ha permitido traer contigo a uno de los extranjeros.

»Eres un gran Caballero Águila, Poshtli —añadió Chical, con voz severa—, y has jurado obediencia a la orden. Si te ordenan dejar al extranjero en manos de otros, obedecerás.

Chical se levantó de improviso, con la agilidad de un hombre mucho más joven. Atzil lo imitó en el acto.

——No tienes elección —dijo Chical, suavemente. Se volvió y salió de la habitación acompañado por Atzil.

Poshtli se quedó solo, atónito. Contempló el aire, en busca de una respuesta, pero no vio otra cosa que el humo del fuego y las nubes de vapor.

La mano blanca sostenía la pluma con suavidad. mientras copiaba los símbolos escritos en un pergamino a las hojas de un libro encuadernado en cuero. A medida que copiaba cada símbolo, éste chisporroteaba por un instante con una luz azulada, antes de desaparecer del pergamino. Por fin, el hechizo quedó reproducido en el libro, y Darién apartó el pergamino.

Todavía quedaban muchas páginas en blanco en el libro, pero éste era el último de los pergaminos de la maga. Los restantes encantamientos seguirían perdidos...

Hasta que pudiera recuperar su libro de hechizos.

Los labios de Darién se curvaron en una mueca de odio mientras pensaba en el infame Halloran. Su traición a la legión y su fuga del calabozo eran para ella asuntos de menor importancia. «Pero, por haberme robado mí libro mágico —juró Darién, como ya había jurado infinidad de veces antes—, el castigo será la muerte.»

Sacudió la cabeza irritada al ver, a través de la ventana de su habitación, que la aurora comenzaba a teñir el cielo. En el exterior, sonaban las órdenes de Cordell y sus oficiales, ocupados en preparar la marcha de la legión.

En un gesto reflejo, ajustó la capucha, a pesar de que el sol aún tardaría en aparecer sobre el horizonte, mientras pensaba en sus propios objetivos. Su odio por Halloran pasó a segundo plano, al tener preocupaciones más inmediatas.

Hoy comenzaría la marcha hacia Nexal. Era consciente de la pasión de Cordell por esta misión, y sabía que no podía hacer nada para cambiar su meta. Por un momento, le pareció que perdía el control de las cosas, que los hechos comenzaban a producirse independientemente de ella. Apartó esta idea de su mente y se dedicó a recoger sus posesiones. No podía permitir que esto pudiera llegar a ocurrir, no podía dejar que el futuro trazara su propio curso.

El control —
su
control— lo significaba todo.

——Poshtli no volvió anoche aquí, ¿no es verdad? —preguntó Halloran. Había dormido hasta muy tarde y todavía tenía un poco de sueño cuando salió al patio, donde encontró a Erix.

——Ni tampoco esta mañana —contestó la joven, que contemplaba pensativa la fuente de agua en el jardín. Con un gesto lánguido, cogió un melocotón y mordió el fruto jugoso. Ver comer a Erix hizo que Hal fuera consciente de su propio apetito, y cogió medio melón del cesto cargado de frutas que les habían llevado los sirvientes.

El legionario tenía el libro de hechizos con él. Había tenido la intención de sentarse en el patio y estudiarlo. Todavía recordaba algo de los conocimientos adquiridos como aprendiz de un mago famoso, y podía comprender los textos más sencillos del libro de Darién.

Ahora le pareció que esta ocupación era una forma bastante aburrida de comenzar el día, así que devolvió el volumen a la mochila. Al hacerlo, vio los dos frascos con las pócimas mágicas. Una, como ya sabía, proporcionaba la invisibilidad, pero desconocía los efectos de la otra. Cogió el fracaso, y observó el líquido cristalino.

——¡No!

El grito de Erix casi le hizo soltar el frasco. Se apresuró a dejarlo en el saco, y miró a la muchacha, sorprendido. El rostro de Erix estaba pálido por el miedo.

——¡Ese frasco... me espanta! —susurró Erix—. ¡Tíralo!

——¡No hay por qué tirarlo! —protestó Hal. Decidió dejar su investigación para otro momento en que no estuviera presente Erix. Ahora era mejor cambiar de tema—. ¿Así que no tenemos ninguna noticia de Poshtli?

Erix suspiró aliviada al ver que su compañero no insistía en la discusión.

——Me gustaría saber qué le habrá dicho a su tío —dijo en voz baja—. ¿Crees que Naltecona sabrá muchas cosas de tu legión?

——Ya no es «mi» legión.

Hal recordó con claridad la última visión de sus antiguos camaradas, la compañía de lanceros. Al mando del brutal capitán Alvarro, habían cargado a degüello entre los espectadores inocentes de la batalla de Ulatos. Centenares habían muerto sólo para satisfacer la furia sanguinaria de aquel hombre. Había sido precisamente aquella carga, en la que Erix había estado a punto de perder la vida, lo que había forzado a Halloran a empuñar las armas contra la legión.

——Estoy seguro de que Naltecona ha escuchado lo suficiente para estar preocupado —respondió Halloran en lengua nexal. Cada día la utilizaba con mayor fluidez.

——¡Poshtli lo convencerá del peligro que representa! —afirmó Erix, entusiasmada—. Sé que lo hará. A pesar de ser tan joven, parece estar dotado de una gran sabiduría.

Halloran se volvió, de pronto en tensión. Miró la belleza que los rodeaba, pero lo único que vio fue un mundo extraño y ajeno. ¿Qué sabía Maztica de la sabiduría, de la comprensión? ¡Esta gente subía complacida a lo alto de las pirámides para ofrecer la vida y el corazón a su dios!

¿Qué dios podía reclamar semejante sacrificio? ¿Qué clase de gente era la que podía obedecer? Maztica era para Hal un acertijo indescifrable, un lugar que lo hacía sentir muy perdido y solitario.

Pero a pesar de su soledad, tenía a Erix. Hal no podía evitar la comparación entre ella y los aspectos más aterradores de Maztica. Aun en el caso de haber tenido otro lugar adonde ir, Hal no estaba muy seguro de poder abandonarla.

——¿Recuerdas la noche, allá en Payit, cuando creíamos haber escapado? —le preguntó Hal. La intimidad de aquella ocasión, en la que habían dormido (castamente, por cierto) unidos en un tierno abrazo, era un recuerdo que parecía ser cada vez más cálido con el paso del tiempo. Había sido antes de verse rodeados por el enemigo, cuando la tierra parecía llamarlos con nuevas oportunidades.

También había sido una noche que no se había vuelto a repetir. Él la miró a la cara mientras esperaba la respuesta.

——Sí, sí, desde luego —contestó Erix. Sus facciones se cubrieron de rubor, y miró en otra dirección.

——Me gustaría, no se cómo, que pudiéramos recuperar aquel sentimiento...

De... ¿qué? ¿Amor? No era capaz siquiera de definir lo que deseaba decir. Apretó las mandíbulas, lleno de frustración. ¿Por qué no podía expresar sus sentimientos?

Erix se puso de pie, y le dirigió una mirada de comprensión.

——No podemos volver atrás. Ahora tenemos enemigos... Hemos conseguido esquivar a los sacerdotes de Zaltec y a los Muy Ancianos por un tiempo, pero no han dejado de perseguirnos. Y, en cuanto a la Legión Dorada, ¿crees que tus viejos camaradas nos dejarán en paz?

En aquel momento escucharon que alguien llamaba desde el otro lado de la cortina de junco que cerraba el paso al jardín.

——Adelante —dijo Erix.

El visitante era un nativo alto que los saludó con una reverencia. Vestía un tocado de plumas rojas y una capa de plumas doradas, verdes y blancas. Dos grandes pendientes de oro puro le colgaban de las orejas, y en el labio inferior llevaba un tapón del preciado metal. Lo seguían dos esclavos vestidos con túnicas blancas. La mirada del hombre se fijó en Halloran.

——El reverendo canciller, Naltecona, requiere vuestra presencia en la sala del trono.

——Permitidme unos minutos para prepararme —respondió Halloran, tras una brevísima pausa. La invitación no era una sorpresa, pero lo había pillado desprevenido. Le habría gustado pulir su coraza y vestirse adecuadamente para la ocasión—. Estaremos listos enseguida.

——Debéis venir solo —dio el cortesano, sin apartar la mirada del joven—. Sin la mujer.

Por el rabillo del ojo, Hal vio cómo Erix apretaba los labios.

——La necesito como intérprete —protestó.

——El canciller ha sido muy claro. A las hembras jamás se les permite aparecer ante él durante el día, a menos que él ordene lo contrario.

Hal intentó encontrar otra excusa; le preocupaba muchísimo tener que pasar este trance sin la ayuda de la muchacha. Se sorprendió cuando Erix reclamó su atención con un gesto.

——¡Ve! —le dijo ella, empleando la lengua común—. No debes discutir la voluntad de Naltecona.

——De acuerdo. —Hal observó a Erix, mienrtas la joven salía del jardín para ir a su dormitorio. Después, habló en nexala para informar al mensajero que deseaba vestirse. El hombre aguardó en silencio a que Hal se pusiera la coraza, las botas y el casco. En cuanto acabó de enganchar la espada al cinturón, abandonó el jardín en compañía del cortesano, sin dejar de maldecir para sus adentros la prisa que no le había dado tiempo de vestirse de punta en blanco.

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