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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (6 page)

Erix y Halloran cruzaron la cortina para encontrarse en un patio pequeño iluminado por el sol. En el centro había una fuente de agua cristalina, y abundaban las flores y los árboles.

——¡Mira las habitaciones! —exclamó Erix, al tiempo que señalaba los cuartos umbríos que rodeaban el jardín.

El asombro enmudeció a Halloran. Vio los objetos de oro, que representaban animales, pájaros y seres humanos, colgados de las paredes. En uno de los aposentos, la pared más grande aparecía cubierta de un mural de cerámica, que ilustraba el valle de Nexal en tiempos primitivos. En los demás había gruesas pilas de esteras a modo de cama; otro contaba con una piscina pequeña para bañarse, e incluso había uno vacío, para que los huéspedes pudieran disponer de un sitio adecuado para la meditación.

Halloran descargó su mochila, y sacó algunas de sus más preciadas posesiones. Aparte de su sable que llevaba colgado al cinto, disponía de otra espada y una daga, armas de un valor incalculable en esa ciudad de hojas de pedernal y obsidiana.

Después, sacó un volumen gordo encuadernado en cuero. No pudo evitar un estremecimiento al ver el libro de hechizos. Había sido de la maga Darién, la elfa albina que era lugarteniente y amante del capitán general Cordell, comandante de la Legión Dorada. Si bien Halloran había robado el libro sin darse cuenta, sabía que la venganza de la hechicera sólo quedaría satisfecha con su muerte, si es que volvían a encontrarse alguna vez.

Aun así, no se había desprendido del libro. Por un lado, había comenzado a estudiar algunas partes; los hechizos más sencillos y poco poderosos como los que había aprendido en su adolescencia al servicio de un gran mago. Por el otro, consideraba que el libro podía ser una baza a su favor si debía enfrentarse a la hechicera albina.

También sacó de la bolsa un rollo de piel de víbora que había sido su primera experiencia con la magia de Maztica. Esto, según la explicación de Erix, era
hishna —
la magia de la escama, opuesta a la
plumamagia,
nacida del aire y la pluma—. La piel de víbora lo había sujetado a una orden de un clérigo de Zaltec, y sólo la
pluma
del amuleto de Erix había podido liberarlo. Ninguno de los dos sabía usar la piel, pero, conscientes de su valor, la habían conservado.

Por último, cogió los dos frascos con pócimas mágicas. Uno contenía el elixir de la invisibilidad. No sabía qué había en el otro. Erix sentía una gran aversión a los líquidos mágicos, y se la había contagiado en parte. En consecuencia, Hal no había probado el sorbo que le permitiría saber para qué servía.

——¡Viven aquí! —gritó Erix, entusiasmada, cogiéndolo de una mano para arrastrarlo a través del jardín—. ¡Mira!

La muchacha señaló un árbol no muy alto donde se posaban varios pájaros de brillante colorido. Tenían el pico pequeño y encorvado, y en su plumaje predominaban el rojo y el verde.

Halloran apenas si se fijó en las aves, emocionado por el contacto de la mano de Erix, que soltó de mala gana cuando fueron interrumpidos por la aparición de varios sirvientes cargados con fuentes de alubias, tortillas de maíz y carne de venado, que colocaron sobre una mesa baja. Mientras tanto, la yegua, tras saciar su sed en la fuente, comía las hojas de un arbusto.

Erix y Hal se acomodaron en el suelo junto a la mesa y comenzaron a comer. Se encontraron sus miradas y no se separaron. Ahora que habían completado su viaje, Halloran se sintió embargado por un torbellino de emociones. Sabía que no lo habría conseguido de no haber mediado Erix, pero esto sólo era una parte de lo que sentía.

La entrada a la ciudad, cuando se habían visto rodeados por la gente de Maztica, había puesto de relieve su
aislamiento.
No podía olvidar que estos salvajes podían ponerlo, sin aviso, en el altar de los sacrificios. No contaba más que con la amistad del Caballero Águila para protegerlo, además de su propio ingenio, fuerza y capacidad. Le pareció un margen de segundad muy pequeño en comparación con las decenas de miles de bárbaros.

Pero también tenía a Erixitl. La hermosa mujer, al otro lado de la mesa, se había convertido en la meta y el propósito de su vida. Ahora que habían alcanzado su objetivo, quería retenerla a su lado, asegurarse de que ella no lo abandonaría. Sin embargo, no sabía cómo expresarle estos sentimientos.

Erix lo miró, y Hal se preguntó si ella había percibido su emoción. En aquel momento, las palabras de la joven despejaron sus dudas.

——Siento —dijo Erix, con una sonrisa— que por fin he llegado a mi casa.

Naltecona se reclinó en el ascensor de plumas que lo subía poco a poco hasta lo alto de la pirámide. El sol en el ocaso proyectaba un resplandor rosado sobre Nexal, que se filtraba entre las gigantescas montañas que encerraban un ubérrimo valle que era el corazón del Mundo Verdadero. Uno de los gigantes, Zatal, no dejaba de tronar, y una nube flotaba sobre su cráter. El canciller no le prestó atención. Durante toda la historia de Nexal, el volcán siempre había tronado, pero nunca había entrado en erupción.

El ascensor llegó al final de su recorrido, y se detuvo para que Naltecona descendiera a la plataforma de piedra desde la que se veía toda la ciudad. Acompañado por un grupo de sacerdotes y los aspirantes a convertirse en fíeles de la Mano Viperina, Hoxitl recibió al canciller.

El templo a Zaltec era un gran edificio cuadrado edificado sobre la plataforma. Aquí se levantaba el altar cubierto de sangre y, a su lado, la estatua de Zaltec: un guerrero gigantesco de rostro bestial, armado con
maca
y jabalinas. La boca del ídolo permanecía abierta, a la espera del festín. Hoxitl se acercó al altar y se volvió hacia Naltecona.

——El placer de Zaltec es muy grande al ver que el reverendo canciller asiste otra vez a sus ritos —murmuró el sumo sacerdote. Hizo una señal a sus acólitos, que arrastraron a la primera víctima (un joven kultaka) hasta el altar. El guerrero permaneció mudo y con mirada inexpresiva, a pesar de ser consciente de su destino.

Los clérigos lo colocaron de espaldas sobre el altar, y Hoxitl levantó su puñal de obsidiana. De un solo golpe cortó el pecho del sacrificado, y después metió una mano para arrancarle el corazón.

En el acto, uno de los iniciados de adelantó para ponerse de rodillas delante del sumo sacerdote. Hoxitl ofreció el corazón al sol poniente, y enseguida lo arrojó en la boca de la estatua de Zaltec que se alzaba junto al altar.

El Caballero Jaguar arrodillado delante de Hoxitl desgarró la capa de piel manchada que le cubría el pecho. Hoxitl alzó su voz en un canto agudo y rabioso, el rostro desfigurado por una mueca fanática. Entonces, el sacerdote apoyó su mano, empapada con la sangre del sacrificio, contra el pecho del guerrero.

Una nube de humo y vapor se elevó de la piel oscura del hombre, y el hedor de la carne quemada se extendió por el aire. La palma de Hoxitl, bien plana en el pecho del hombre, grabó en su carne la cabeza romboidal de una víbora. Ayudado por el poder arcano del propio Zaltec, la marca señaló la piel y se apoderó del alma del guerrero. La quemadura le hizo arrugar el rostro de dolor, pero no se quejó. Por fin. el sumo sacerdote apartó la mano.

Ahora, tatuada para siempre en su pecho, el guerrero mostraba la mancha bermeja, con la forma de la cabeza de víbora. La quemadura brilló como una pústula maligna, y pareció dar vida a la marca.

——Bienvenido —susurró Hoxitl—. Bienvenido al culto de la Mano Viperina.

De la crónica de Coton:

Al servicio del Plumífero, continúo con el relato del ocaso de Maztica.

El Mundo Verdadero reclama a gritos la presencia de Qotal, pero el Plumífero no lo escucha, o al menos no da ninguna respuesta. Quizá, como sus sacerdotes, ha hecho un voto de silencio. Él también soporta el mismo tormento que nosotros.

Sentir la necesidad de hablar, de corregir errores, de enseñar y guiar; ésta es la maldición de nuestra orden. Pero estar obligados por el voto a observar, esperar y pensar, es nuestra disciplina y obediencia.

Y ahora veo en mis sueños que los extranjeros vienen hacia Nexal. Traen la luz resplandeciente de sus espadas plateadas, sus conocimientos y su magia. Pero detrás de ellos, e incluso, presiento, que sin saberlo, los escoltan las sombras y la terrible oscuridad.

3
Sangre mortal

El calor carmesí del Fuego Oscuro alumbró la caverna con un resplandor infernal. Una docena de figuras vestidas de negro rodeaban el enorme caldero, con la mirada atenta a la masa hirviente de la hoguera empapada en sangre.

——
¡Más!
—ordenó el Antepasado; su voz sonó como un siseo rasposo.

Se adelantó otro de los Cosecheros, cargado con un cesto lleno de su colecta nocturna. El hombre metió una mano tiznada de sangre en el cesto y sacó un trozo de músculo que, unas horas antes, había bombeado vida a través de las venas de un nexala cautivo.

Este corazón lo había arrancado Hoxitl, como un sangriento tributo a su dios bestial. Después, cuando el sacerdote y sus acólitos habían abandonado la pirámide, se había presentado el Cosechero. Estos personajes viajaban por los caminos secretos de los Muy Ancianos y se teleportaban cada noche desde la caverna del Fuego Oscuro hasta los altares de sacrificio en todo el Mundo Verdadero.

Este Cosechero había recogido los corazones depositados en la Gran Pirámide de Nexal. Había tardado sólo unos segundos en sacar los corazones calientes de la boca de la estatua, donde los había arrojado Hoxitl. Después de poner los horribles tributos en su cesta, el Cosechero había vuelto con ellos hasta la Gran Cueva en un abrir y cerrar de ojos.

——
¡Más, haced que arda! —
siseó otra vez el Antepasado, y el Cosechero vació el resto del cesto en el caldero. El Fuego Oscuro aumentó sus llamas en una respuesta golosa a su alimento.

——Nos enfrentamos a un gran desafío —dijo el Antepasado, con una voz muy pausada—. No hace falta recordaros que estamos solos, olvidados por nuestros congéneres, incluso por la propia Lolth. Desde los tiempos de la Roca de Fuego, hemos vivido aislados y, pese a ello, perseveramos.

»Por lo tanto, debemos alimentar a nuestro nuevo dios, cuidar el fuego de nuestro propio poder, y demostrar nuestra voluntad ante estos humanos salvajes. Ésta es nuestra tarea.

»Spirali se encargó de obrar nuestra voluntad con la muerte de la muchacha. A pesar de que se le concedió la ayuda de los sabuesos infernales, fracasó. Su muerte ha sido la justa recompensa a su fracaso.

——La muchacha está aquí, en Nexal —dijo uno de los drows encapuchados, después de más de una hora de silencio. La gran ciudad se extendía en el valle que tenían a sus pies, porque la Gran Cueva se encontraba casi en la cumbre del enorme volcán, Zatal, que dominaba la ciudad.

——Así es —asintió el Antepasado—. Por fin ha venido a nosotros, y esto significará su fin.

——No será fácil —advirtió el drow—. Se dice que está bajo la protección del sobrino de Naltecona, el señor Poshtli.

No hubo comentarios de los demás asistentes ante la noticia. Poshtli era bien conocido en todo Nexala como un guerrero inteligente, capaz y valiente a toda prueba.

——Poshtli los ayudó a matar a Spirali —dijo el Antepasado—. Por este crimen, deberá sufrir. La muerte de la muchacha sólo será el principio.

——¿Se enteraron de nuestra naturaleza cuando murió Spirali? —preguntó otro de los drows. Los Muy Ancianos se tomaban grandes molestias para ocultar su identidad racial a los humanos de Maztica.

——No lo sé, ni me importa —replicó el Antepasado—. Han ocurrido sucesos muy importantes, y otros están a punto de comenzar. Se ha puesto en marcha una cadena de acontecimientos, y el secreto de nuestra raza resultará insignificante a medida que ocurran.

——El culto de la Mano Viperina gana fuerza a diario —opinó otro drow, después de otra pausa larguísima.

——Excelente. Que el culto de la violencia crezca como la hierba; necesitamos su fuerza —afirmó el Antepasado, satisfecho, irguiéndose en toda su estatura.

»¡Recordad la profecía! —añadió—. Nuestro destino quedará realizado cuando derrotemos al último obstáculo, el escogido por Qotal para que sea su mensajero. El escogido no es un guerrero ni un sacerdote, como habíamos creído. ¡No, es esta muchacha!

»Cuando la hayamos eliminado de nuestro camino, la muerte de Naltecona nos abrirá las puertas. ¡Cuando el reverendo canciller perezca, el culto de la Mano Viperina se ocupará de que nosotros nos convirtamos en los amos del Mundo Verdadero!

El Antepasado miró a los drows presentes, y los desafió con la mirada a que pusieran en duda sus palabras. Complacido, concluyó su discurso, con voz sonora y firme.

——No tiene importancia si ella o sus compañeros descubren o no quiénes somos. ¡Lo único importante es que no tardemos en ofrecer su corazón a Zaltec! ¡Ella debe morir!

Con un silbido suave, las llamas del Fuego Oscuro se elevaron en el caldero para después serenarse con un rugido, como si quisiera expresar su total asentimiento.

El interior del cuarto se llenaba poco a poco de humo, vapor y sudor. El resplandor de los fuegos en los braseros cubría con una pátina rojiza la piel morena de los hombres desnudos que estaban presentes. Uno de los guerreros roció las ascuas con un poco de agua, y otra nube de vapor se elevó en el aire.

Era el cuarto de sudor de la Orden de las Águilas, y los jefes y oficiales de la logia se habían reunido para dar las bienvenida a Poshtli, compartiendo el ritual de la purificación.

El guerrero ocupaba el puesto de honor, entre Chical y Atzil, dos viejos veteranos de los Caballeros Águilas. Por primera vez desde su llegada, Poshtli sintió que por fin se encontraba en su casa.

Después de haber arreglado el alojamiento para Erix y Hal, había dedicado una hora a discutir con los cortesanos, en un intento para concertar una cita con su tío, el gran Naltecona. Al cabo, cuando ya anochecía, le informaron que el canciller había salido de palacio para asistir a los sacrificios en la Gran Pirámide. Sorprendido, y también un poco disgustado, Poshtli había dejado el palacio para dirigirse al cuartel general de la Orden de los Caballeros Águilas.

Durante un buen rato, las dos docenas o más de hombres que había en el recinto permanecieron en silencio, dejando que el sudor goteara de sus cuerpos y se llevara la confusión y las dudas de sus mentes. Mientras el sudor brotaba de sus poros, sentían que la purificación alcanzaba las profundidades de sus cuerpos y hasta el alma. Con el estoicismo propio de su fraternidad militar, soportaban sin una queja el calor cada vez más intenso y el denso vapor que les inundaba los pulmones con cada una de sus rítmicas y profundas inhalaciones.

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