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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (5 page)

Pese a ello, Cordell quería arriesgarlo todo en una jugada audaz. Tanta era su confianza, que había ordenado hundir las quince naves que los habían transportado desde la Costa de la Espada hasta este nuevo continente. Los cascos incendiados de las carracas y carabelas yacían en el fondo de la laguna, delante mismo del fortín bautizado con el nombre de Puerto de Helm, en las afueras de la ciudad. Con la flota hundida, no había vuelta atrás para ninguno.

El capitán general abandonó el lecho y se paseó arriba y abajo por el dormitorio mientras transcurrían las horas nocturnas. Pensó en sus capitanes —el sereno Daggrande, el impulsivo Alvarro, Garrant y todos los demás—, hombres de confianza y capaces de cumplir con sus órdenes.

La dirección espiritual de la tropa la había confiado al implacable fraile Domincus, ahora impulsado por un odio feroz hacia los nativos que habían sacrificado a su hija Martine, en uno de sus sangrientos altares. Y, por último, tenía a su lado a Darién. La hechicera elfa representaba una fuerza semejante a todo su ejército.

No tenía mucha confianza en los guerreros nativos. Los llevaría como guías, y también porque su número serviría para hacer más impresionante su fuerza. Sin embargo, sospechaba que el peso del combate recaería en sus legionarios.

«¿Podremos hacerlo?», preguntó, sin elevar la voz, dirigiéndose al dios Helm, protector de la legión. Sus consejeros humanos, la mayoría de ellos, habían sostenido que el plan era una locura; la legión quedaría aislada de su base y se encontraría cercada a medio camino. Sólo Daggrande y Alvarro, quizá por amor al desafío, habían mostrado su entusiasmo con la marcha. No obstante, esto no alteraba la lealtad de los demás.

La Legión Dorada seguiría a su capitán general a Nexal. De esto no había ninguna duda. Entonces la siguiente pregunta surgió por sí misma: ¿regresaría alguna vez?

La visión de la ciudad fue creciendo con cada paso que el trío daba en el largo descenso desde el jardín y el manantial. Pasaron por muchas aldeas de pequeñas chozas de paja, o casas de adobe encaladas, despertando la atención de todos. Algunos de los aldeanos, llevados por la curiosidad de ver al extranjero alto, o quizá su gran caballo negro —una criatura absolutamente desconocida—, siguieron al grupo desde una distancia prudencial, mientras los compañeros se acercaban a la costa del resplandeciente lago Azul.

El ocaso no alivió el calor de la tarde cuando por fin llegaron al agua y a la calzada de piedras blancas que se tendía recta como una flecha hasta la isla donde se alzaba la ciudad.

Los Caballeros Jaguares apostados al final de la calzada contemplaron atónitos la aproximación de Halloran, Erix y Poshtli. Los rostros de los guardias, enmarcados por las fauces abiertas de sus yelmos hechos con cráneos de los grandes felinos, reflejaban su sorpresa. Las pieles curtidas y reforzadas con la
zarpamagia
les protegían el cuerpo, y todos empuñaron sus garrotes con púas de obsidiana, llamados
macas,
al ver al extraño grupo.

Sus miradas no se centraban tanto en los humanos, sino en la gran bestia negra que los seguía tan tranquila como un cordero.

——¡Salud, Caballeros Jaguares! —gritó Poshtli, encantado. Marchó orgulloso delante de sus compañeros. La rivalidad entre las órdenes de los Caballeros Jaguares y Águilas era bien conocida, y ahora Poshtli, resplandeciente con su tocado y su capa de plumas blancas y negras, no ocultaba su satisfacción al ver el asombro de los guardias. Además, el joven era sobrino del gran Naltecona, y esto les imponía aún más respeto.

Los Jaguares permanecieron en silencio, mientras los tres humanos y el caballo marchaban por la calzada. Detrás de ellos, se amontonaban los aldeanos, ansiosos por ver la reacción de los guardias ante el trío.

——¿Es que habéis perdido los modales? —preguntó Poshtli, fingiendo indignación, ante el silencio de los Caballeros Jaguares—. ¿Una mujer hermosa pisa la calzada de Nexal, y no le dais la bienvenida?

——¿Qué..., qué es esa criatura? —tartamudeó con gran esfuerzo uno de los guardias.

Poshtli echó la cabeza hacia atrás y soltó la carcajada, en una actitud que Halloran juzgó autoritaria. Los Jaguares miraron al caballo, y después a Hal, vestido otra vez con el casco y la coraza de acero.

——¿Hablan de
Tormenta? —
le preguntó Halloran a Erix, intentando seguir la conversación. No se le había escapado el tono burlón de su compañero, pero no había entendido todo el intercambio de palabras.

——¡Ya basta! —exclamó Poshtli. Con un ademán indicó a los guerreros que se apartaran—. ¡Las explicaciones son para mi tío! Venid, amigos míos. ¡El palacio nos aguarda! —Hizo una seña a Halloran y Erix para que lo siguieran, y echó a andar por el bien nivelado pavimento de la calzada, que tenía diez metros de ancho, y una longitud de dos kilómetros y medio, en línea recta, hasta la isla central.

Hal vio que los Caballeros Jaguares formaban detrás de ellos y, cuando se volvió, descubrió que marchaban a la cabeza de una procesión. Al parecer, todos los campesinos, mujeres, niños y guerreros que habían advertido su presencia —más de un centenar— los acompañaban en la marcha.

El legionario no tardó en despreocuparse de la multitud, a medida que se aproximaban a la metrópoli. Las pirámides, pintadas de colores brillantes y decoradas con penachos de plumas que parecían tener vida propia, dominaban la ciudad y todo el valle con sus mil y un tonos de verde, rojo, azul y violeta. Pero los colores eran una característica común a todos los edificios, no sólo a las pirámides. Macizos de flores de un rojo carmín resplandecían en todas las esquinas; los bordes de los canales estaban cubiertos de hiedra y de flores; los perfiles de las casas aparecían resaltados con guardas de plumas, y ricos tapices de un colorido excepcional decoraban los balcones, paredes y portales.

En cuanto a la calzada, Halloran observó que, en varios lugares, el pavimento de piedra había sido sustituido por plataformas de madera móviles. Su mente de soldado no pasó por alto la importancia de esta medida de defensa.

El agua del lago era de un azul transparente, pero la profundidad casi le impedía ver el fondo. Vio peces que nadaban entre los pilares cubiertos de musgo que sostenían la calzada. Docenas de canoas se acercaban a ésta, tripuladas por pescadores interesados en saber los motivos de la procesión. Delante, las pirámides y los palacios parecían cada vez más altos, aun más impresionantes que vistos desde lejos.

Rodeados por un cortejo cada vez mayor, dejaron la calzada para entrar en una amplia avenida que llevaba hacia el corazón de Nexal. Un grupo de niñas les dio la bienvenida, para después marchar delante de ellos arrojando pétalos de flores en el camino que los conduciría hasta el palacio. Ahora se encontraban en medio de las casas blancas de la ciudad, aunque la abundancia de canales atravesados por puentes de piedra les recordaba insistentemente la presencia del lago.

Poshtli marchaba orgulloso a la cabeza, sin preocuparse de sus compañeros. Hal caminaba un poco más despacio, sin saber hacia dónde mirar primero, sobrecogido por el asombro. Lo mismo le ocurría a Erix. Se sentían abrumados por las maravillas de Nexal, y no podían hacer otra cosa que contemplar embobados el espectáculo que se ofrecía a sus sentidos. A medida que se corría la voz de su llegada, crecía el número de habitantes que se congregaban en las calles para verlos pasar. El capitán pensó que eran varios miles las personas que saludaban su paso con gritos y comentarios.

——¡Mira, allí hay uno de aquellos sacerdotes! —le gritó Halloran a Erix, al divisar entre la muchedumbre a un clérigo esquelético y con el rostro marcado de cicatrices. La visión de los cabellos negros del hombre, peinados como tirabuzones empapados de sangre, le produjo un escalofrío.

——Un sacerdote de Zaltec —dijo Erix, alerta—. Hay muchos por aquí.

El clérigo vestido de negro los contempló mientras pasaban a su lado, pero no intentó detenerlos. Por el contrario, en su cara apareció una sonrisa al verlos avanzar hacia los templos que dominaban el centro de la ciudad.

——Es difícil imaginar semejante esplendor unido a tanto salvajismo —murmuró Hal, casi para sí mismo. Pero Erix lo escuchó.

——Esto forma parte de la magia de Maztica, y de Nexal —comentó la muchacha—. No podemos hacer otra cosa que permanecer junto a Poshtli, y esperar que todo salga bien.

Hal decidió no manifestar que ya se daba por perdido. Sabía que jamás habría llegado allí sin la ayuda de Erix para traducir sus palabras, para guiarlo y explicarle cosas de este mundo desconocido. En cambio, contuvo la lengua y cogió a la joven de la mano. El apretón fresco y gentil de sus dedos lo hizo sentir mejor. Ahora también lo embargaba la emoción del amor que sentía por Erixitl de Palul.

Por fin llegaron a un portón cerrado, en un muro que no era más alto que la cabeza de Hal. La barrera de piedra se extendía a lo largo de centenares de metros a izquierda y derecha. Al otro lado se erguía la mayor estructura de todo Nexal.

——Ésta es la plaza sagrada, el corazón de la ciudad —explicó Poshtli—. Todas las grandes pirámides se encuentran aquí, además de los palacios y los sitios de ceremonia. Buscaré un lugar para alojaros, y después iré a ver a mi tío. Sé que deseará hablar contigo, tan pronto como sea posible.

El portón se abrió, accionado por una fuerza invisible, y Halloran y Erixitl siguieron a Poshtli al interior de la plaza sagrada de Nexal. Aquí no había multitudes; sólo unos cuantos guerreros curiosos. Halloran asintió mientras Poshtli lo guiaba hacia un gran edificio de una sola planta, de piedra encalada.

Detrás de ellos, el portón se cerró con un golpe sordo. Nadie prestó atención, aunque Poshtli aceleró el paso y sólo se detuvo por unos momentos a saludar a unos guerreros altos, que se habían acercado llevados por la curiosidad. El joven abrazó a un par que vestían la capa de plumas blancas y negras de la Orden de los Águilas.

Halloran y Erix se demoraron, sobrecogidos por la grandeza del centro sagrado. El muro de piedra lo rodeaba en toda su extensión, y en la zona central se levantaban media docena de pirámides, la mayor de las cuales, la Gran Pirámide, estaba edificada en el corazón de la ciudad.

Aquí y allá se veían enormes edificios bajos. A diferencia de las pirámides pintadas y el muro recubierto de mosaicos de colores, estas casas lucían paredes encaladas.

——Aquél es el palacio de Naltecona —dijo Poshtli, señalando el más grande de los edificios blancos. Se levantaba en el extremo más lejano de la plaza—. Aquel otro es el palacio de su padre, Axalt, que murió hace muchos años atrás. —El joven señaló otros palacios, cada uno bautizado con el nombre de los cancilleres anteriores.

——¿Por qué cada gobernante construyó un nuevo palacio? —preguntó Hal, asombrado por las inmensas obras arquitectónicas. Ninguna de ellas era alta, pero las paredes de piedra lisas, de grandes portales, y los techos de paja de dos aguas alternados con terrazas, parecían tener una longitud kilométrica.

——El poder de Nexal creció con cada uno de ellos y, por lo tanto, debían manifestar su poder con una residencia mayor que la de su antecesor. Además, los edificios guardan secretos. Cada canciller mandó construir pasadizos ocultos que sólo conocían él y su arquitecto. Los palacios son algo más que casas grandes; son los símbolos del creciente poder de los nexalas. —Poshtli se volvió hacia Hal, con una sonrisa—. Como ves, en la plaza hay lugar de sobra para muchos más.

Erixitl se detuvo pasmada; de pronto, había reconocido el palacio de Axalt. ¡Su sueño! ¡Había sido en las terrazas del palacio donde habían matado a Naltecona! Su mirada no se apartó de aquel edificio, mientras caminaba aturdida detrás de los hombres, a través de la plaza.

——Ahora, seguidme. Primero debo buscaros alojamiento, un lugar donde también se pueda quedar el caballo —explicó Poshtli. Con un ademán les señaló el palacio junto a la Gran Pirámide.

——
Tormenta
tendrá que permanecer fuera —dijo Hal— aunque no muy lejos de mí. —El joven había olvidado que los maztica no tenían ningún conocimiento sobre el alojamiento y cuidado de caballos.

En aquel momento, Halloran observó sorprendido que la plaza se llenaba con las sombras del atardecer. Las maravillas de la ciudad lo habían distraído a tal punto que no se había dado cuenta del paso de las horas.

El legionario no podía menos que mirar de un lado a otro mientras seguía a su amigo. El camino los llevó hacia una pirámide pequeña que, a la distancia, le pareció carcomida por la erosión. Pero, cuando pasaron por delante, Hal vio horrorizado que toda la estructura —de unos veinte metros de altura— estaba hecha de cráneos humanos, dispuestos de forma tal que sus órbitas vacías quedaran hacia afuera.

Erix contempló el terrible monumento con el rostro impasible.

Estremecido, Halloran se sintió dominado otra vez por la negra desesperación. «¿Qué hago aquí?», se preguntó. Se sentía como una hoja arrastrada por la corriente de un río turbulento, que no podía vadear. Espió a Erix —su único vínculo estable en medio de la turbulencia—, intentando descubrir si la evidencia de la crueldad de Nexal la había preocupado, pero no vio en ella ninguna reacción. Después de todo, se había criado entre esta gente; estaría habituada a ver cosas como ésta.

Contempló la Gran Pirámide cuando pasaron por su sombra. La estructura era demasiado empinada y no pudo ver la plataforma superior. Pese a ello, no le costó imaginar los asesinatos rituales que se realizaban en lo alto. La sombra del templo pareció mantenerse sobre él, mientras caminaban otra vez a la luz del sol.

A las puertas del palacio fueron recibidos por guerreros, que los saludaron con una reverencia, y varios sacerdotes de Zaltec. Éstos miraron atentamente a los compañeros de Poshtli, y el legionario se sintió incómodo ante el estudio de que eran objeto.

——¡Debemos buscarle alojamiento; habitaciones amplias y ventiladas donde el extranjero pueda tener el monstruo a su lado! —explicó Poshtli, enérgico, con un guiño para Halloran.

Hal prefirió olvidarse de que su yegua los seguía en su recorrido por los amplios pasillos del palacio. Más guerreros y servidores se sumaron a la comitiva, sin acercarse demasiado.

——Aquí —anunció Poshtli, apartando una cortina de cuentas—. Os quedaréis aquí como mis invitados. Ahora iré a buscar a mi tío, pero no tardaré en regresar.

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