Jack asintió con la cabeza, pensando en que tenían abnegación.
—Así que los guardiamarinas hacen prácticas aparte —dijo—. Esa es una idea excelente, pues si ellos no saben cómo hacer el trabajo mejor que los marineros, no pueden enseñarles bien cómo hacerlo. Es una idea excelente.
—Tiene que ser excelente, Jack, porque me la diste tú hace muchos años. Esta tarde podrás verles hacer prácticas, tal como sugeriste hace tiempo.
Luego se volvió hacia Stephen y dijo:
—Tal vez a usted también le guste verles, señor, y ver la fragata. He hecho algunos cambios en las miras de los cañones que pueden ser de interés para un científico.
Stephen reprimió un bostezo y dijo que le gustaría mucho. Poco después subieron la escala y salieron al soleado alcázar. Los oficiales que se encontraban allí se pasaron inmediatamente al costado de sotavento y Broke empezó a hacer el recorrido por la fragata. Lo primero que les enseñó fue un cañón de bronce de seis libras que estaba tras una porta expresamente hecha para él.
—Éste es mi cañón —dijo—. Lo uso sobre todo para enseñar a los cadetes y a los grumetes, pues pueden sacarlo y guardarlo sin hacerse daño. Ya saben apuntar muy bien. Ésta es la antigua mira…
—¿Qué es esto? —inquirió Jack.
—Un péndulo —respondió Broke—. Un péndulo muy pesado. La aparición del cero en esta escala indica que la cubierta está horizontal, ¿sabes?, y eso permite a un artillero dar en el blanco aunque no pueda ver su objetivo a causa del humo. Además, detrás de cada cañón hay una brújula incrustada en la cubierta, de manera que los artilleros pueden apuntarlos sin problemas aunque el humo les impida ver… Ya sabes lo espeso que llega a ser el humo cuando no hay mucho viento y lo aturdido que puede quedar uno después de un fuerte cañonazo…
Jack asintió con la cabeza y dijo que en esos casos era difícil ver a quien estaba al lado de uno, cuanto más al enemigo.
Luego les enseñó las carronadas, esos pequeños cañones de aspecto horrible y boca muy ancha y después los hermosos y peligrosos cañones largos de popa y hablaron de cuáles eran las retrancas más adecuadas para las carronadas y cuál era la mejor forma de evitar que volcaran. Entonces fueron por el pasamano hasta el castillo y allí se detuvieron para observar su armamento: varias carronadas y los cañones de proa.
—Éste es mi favorito —dijo Broke, dando palmaditas al cañón de nueve libras de estribor—. Con una carga de dos libras y media puede lanzar sin dificultad una bala a mil yardas de distancia. Tiene la nueva mira porque sólo lo utilizan los mejores artilleros. Los cañones de la cubierta inferior también tienen esta mira. Vamos a verlos.
—Encantado —dijo Jack.
Cuando atravesaron el castillo, vieron a dos marineros sentados en un tablón que colgaba del bauprés. Repintaban del mismo color azul grisáceo de los costados la figura que, según los funcionarios del Almirantazgo, no representaba la agricultura ni la cerveza ni la justicia sino el río Shannon. Y cuando ya ellos no podían oírle, Jack dijo:
—Sinceramente, Philip, creo que podrías permitirte darle unas pinceladas de color rojo y cubrirla en parte con pan de oro aunque no hayas conseguido botines.
—Es que esta fragata siempre ha tenido una apariencia discreta, a diferencia de la pobre
Guerrière
, que tenía tanta masilla y tanta pintura —dijo Broke—. ¡Cuidado con el escalón, doctor!
Al decir estas palabras había cogido por el brazo a Stephen, que estaba a punto de caer por la escotilla porque el balanceo de la fragata le había hecho perder el equilibrio.
Bajaron a la cubierta inferior, donde se encontraban las armas más pesadas, los cañones de dieciocho libras, que estaban muy bien atados justo detrás de las portas. Tenían las cureñas pintadas de color gris y por su enorme tamaño y su color parecían rinocerontes. Fueron de una punta a otra de la batería por entre los grupos de marineros, oficiales y guardiamarinas, y Jack, como era su costumbre, llevaba la cabeza agachada para no golpearse con los baos. En cambio, Broke llevaba la cabeza erguida y hablaba con entusiasmo de los cañones, que tenían la mira de bronce ingeniosa, sencilla y fuerte que había mandado colocarles y, además, llave de chispa, y explicaba las características de cada uno de ellos. Jack dijo que prefería la mecha de combustión lenta y ambos se pusieron a discutir ese punto. Stephen sintió que su aburrimiento aumentaba enormemente y notó que el pudín se había convertido en una pesada carga, así que dio la excusa de que debía atender a su paciente y se fue, si bien ellos no advirtieron su marcha porque estaban enfrascados en la discusión. Pero en vez de ir directamente a su cabina, fue hasta la popa, atravesó el alcázar, avanzó un poco más y finalmente se apoyó en el coronamiento. Permaneció allí un rato mirando la estela y las embarcaciones que iban a remolque: su miserable chalana, una lancha y el esquife del capitán.
Estuvo pensando en el capitán Broke. Era más enérgico y decidido de lo que creía, austero y probablemente tímido. A Stephen le parecía que su tripulación no le tenía tanto afecto como a Jack la suya, pero sí un gran respeto, sin duda. Además, le parecía que estaba muy tenso, como si tuviera que cargar una pesada cruz, y que su gran preocupación por la fragata y los cañones eran una manera de hacerla menos pesada. Creía que sería interesante conocer a la señora Broke… Sí, estaba seguro de que Broke cargaba una pesada cruz, aunque no sabía por qué motivo. Y en Broke, como en cualquier hombre orgulloso, los únicos signos de su existencia que se apreciaban eran la reserva y el autocontrol, signos que Stephen había distinguido hacía tiempo. El cirujano de la
Shannon
fue a reunirse con él y hablaron del mareo, de que era una presunción decir que el tratamiento médico podía curarlo y de la sorprendente influencia que, al menos en algunos casos, la emoción tenía sobre él…
—Ese hombre que está en el pasamano de babor —dijo el cirujano—, el que tiene los pantalones de rayas y está masticando tabaco y echando escupitajos por la borda, es el capitán de un bergantín norteamericano que capturamos hace algunos días. Encontramos el bergantín una mañana al amanecer, cuando acababa de doblar Marblehead, y lo apresamos en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Cómo?
—Lo apresamos en un abrir y cerrar de ojos. Él estaba mareado y no paraba de vomitar y hubo que ayudarle a subir por el costado. Me dijo que siempre se mareaba los primeros días que pasaba en la mar… Era un caso desesperado, pues apenas podía mantenerse en pie. Parecía no dar importancia siquiera a la captura del bergantín, pero cuando lo vio arder cambió totalmente. Eso le curó. Volvió a tener color y empezó a manifestar su rabia y a pasearse por la cubierta maldiciendo y recordando que el cargamento del bergantín tenía un valor de 28.000 dólares, que no estaba asegurado y que su pérdida ha provocado la ruina de los dueños. Su curación es completa: no ha tenido más náuseas desde entonces. Sin embargo, ya se ha resignado a esa pérdida. Me gustaría poder decir eso de mí mismo.
—¿No se ha resignado usted, señor?
—No, señor. No puedo soportar ver cómo arden las presas. Con la mitad de lo que me hubiera correspondido de las veinticuatro presas que hemos capturado… veinticuatro, señor… podría haber comprado la clientela de un prestigioso doctor en Tunbridge Wells, y con la totalidad, no habría tenido que ejercer la medicina nunca más, me habría convertido en un auténtico caballero de provincia. ¡Cuánto deseo que la maldita
Chesapeake
salga y podamos dedicarnos de nuevo a la piratería legalizada!
—Por lo que veo, está usted seguro de que ese enfrentamiento tendrá lugar.
—Casi tanto como los cirujanos de la
Guerrière
, la
Macedonian
, la
Java y
la
Peacock
. Y eso pondrá fin al tormento de ver mi fortuna convertirse en llamas y humo.
—Debo ir a atender a mi paciente, señor —dijo Stephen—. Que pase usted un buen día.
El capitán Broke, quien todavía se encontraba en la cubierta inferior, también estaba preocupado por Diana Villiers. Llamó al primer oficial, un hombre alto, de cabeza redonda y un poco sordo que se inclinaba para oírle mejor, y le dijo:
—Señor Watt, creo que esta tarde cuando dé la orden de hacer zafarrancho de combate no deberíamos derribar todos los mamparos de proa a popa sino que deberíamos dejar en pie los de la cabina del oficial de derrota con el fin de no molestar a la dama que se encuentra allí. No tiene más que un mareo y seguramente mañana se sentirá mejor, pero hoy debemos evitar molestarla. Por otra parte, quiero que el capitán vea las prácticas que hacemos, así que prepare algunos objetivos.
—Enseguida, señor —dijo Watt y se fue corriendo, pues ya habían sonado las ocho campanadas de la guardia de tarde y le quedaba muy poco tiempo.
Los marineros que no habían oído la orden del capitán la dedujeron al ver correr al primer oficial, pero, en realidad, todos sabían lo que ocurriría dentro de dos minutos, así que los artilleros se reunieron con los miembros de su brigada junto a los cañones y cortaron la piedra de chispa y la colocaron en su interior y revisaron las ruedas de las cureñas, las poleas, las retrancas, las chilleras, los lampazos y los cabos de refuerzo. Sabían que el capitán Aubrey tenía fama de disparar los cañones con la fiereza de un tigre y, por otra parte, los marineros que habían pertenecido a su tripulación habían exagerado al hablar de la rapidez y la precisión con que disparaba y habían reducido el ritmo de sus disparos de tres andanadas en tres minutos y diez segundos a tres en dos minutos y afirmaban que siempre daba en el blanco. Ellos no lo creían, pero deseaban que su fragata ocupara una posición honrosa y hacían cuanto podían por conseguirlo. Y aunque era muy poco lo que podían hacer, puesto que los cañones estaban en perfectas condiciones, tal vez podrían mejorar el funcionamiento de una polea o el movimiento de las ruedas de las cureñas y ganar un segundo más.
En el momento en que sonaba la primera campanada de la guardia de primer cuartillo, Stephen se sentaba junto a Diana. Todavía había fuerte marejada y todavía Diana estaba pálida e inmóvil, pero abrió los ojos cuando oyó el tambor llamar a todos a sus puestos, miró a Stephen y sonrió con dulzura.
Todos los marineros corrieron a sus puestos y una vez más la fragata tomó el aspecto de un barco que iba a iniciar un combate. Los trescientos treinta tripulantes se colocaron en orden a lo largo de sus ciento cincuenta pies de longitud. Los guardiamarinas, los tenientes y los infantes de marina pasaron revista a la tripulación y luego dijeron al señor Watt: «Todos presentes y sobrios, señor». Entonces el señor Watt dio un paso al frente, se quitó el sombrero, le repitió esas palabras al capitán Broke y éste dio la esperada orden: «Hagan zafarrancho de combate y bajen el cúter rojo».
Unos momentos después desaparecieron todos los mamparos menos los de la cabina de Diana y cayó al agua el cúter rojo lleno de toneles vacíos. Enseguida el contramaestre dio una serie de pitidos para indicar a los marineros encargados de ajustar las velas que debían dejar los cañones y virar la fragata. La
Shannon
empezó a virar para situarse con el costado de estribor frente a los toneles.
El sol ya estaba en el oeste, aunque todavía a considerable distancia del horizonte. Había mucha luz, pero, en opinión de Jack, el mar estaba demasiado agitado para poder disparar con precisión. La fragata terminó de virar y sus cañones apuntaron al primer blanco, un tonel con una bandera negra que estaba situado por la amura de estribor a unas trescientas o cuatrocientas yardas de distancia.
En la cubierta inferior se oyeron las habituales órdenes:
—¡Silencio de proa a popa!
—¡Quitar los tapabocas!
—¡Sacar los cañones!
—¡Cargar los cañones!
Los hombres se movían mecánicamente porque habían repetido esos movimientos cientos de veces. Jack se dio cuenta de eso por la coordinación de los movimientos y por el surco que cada cañón había formado en la cubierta al retroceder, un surco demasiado profundo para pulirlo con la piedra arenisca.
—Tres grados, señor Etough —dijo Broke al oficial de derrota suplente.
Luego se quitó el reloj y ordenó:
—¡Apunten y disparen!
La proa de la
Shannon
cambió de dirección. Ahora el objetivo parecía mayor. El cañón de proa hizo fuego y un segundo después la batería disparó, produciendo un gran estrépito que se propagó por toda la fragata. La espuma saltó alrededor del tonel y el humo, con su penetrante olor, se propagó por la cubierta y en medio de él los artilleros movieron con rapidez las poleas, arrastraron las cureñas, limpiaron los cañones y volvieron a cargarlos y a sacarlos.
Cuando Diana oyó la primera andanada, se sentó en la cama y gritó:
—¡Dios mío! ¿Qué pasa?
—Están haciendo prácticas con los cañones —respondió Stephen e hizo un gesto con la mano con la intención de tranquilizarla, pero sus palabras fueron ahogadas por el estruendo de la segunda andanada y el ruido atronador de los cañones al retroceder.
La primera andanada había derribado la bandera y la segunda rompió en pedazos el tonel. Los artilleros volvieron a cargar los pesados cañones de dos toneladas, los apoyaron sobre la base de las portas y los elevaron con espeques mientras los pedazos del tonel se movían en dirección a popa. Y cuando los pedazos se encontraban por el través, los artilleros mayores apuntaron los cañones y dispararon la tercera andanada y los hicieron añicos.
—¡Oh, van a disparar cuatro andanadas! —exclamó Jack.
Ya habían sacado los cañones otra vez y los habían apuntado hacia atrás. Los restos del tonel se encontraban ahora por la aleta de estribor y el cañón de proa no podía alcanzarlos, pero los otros trece descargaron sobre ellos dos quintales de hierro.
—¡Guarden los cañones! —ordenó Broke.
Entonces se volvió hacia Jack y dijo:
—Cuatro minutos y diez segundos. Contando el cañón de proa, se han hecho cuatro andanadas de un minuto y dos segundos y medio cada una.
Si el que afirmaba eso hubiera sido cualquier otro hombre en vez de Broke, Jack le habría dicho que era un mentiroso, pero Philip no mentía.
—Te felicito de corazón —dijo—. Han disparado admirablemente. Yo no lo habría hecho mejor.
Sentía admiración de verdad, pero como no estaba exento de mezquindad, estaba un poco molesto también. Siempre había pensado que superaba a Philip en las cuestiones náuticas, pero Philip había superado su marca más alta, de la que estaba tan orgulloso. Se consolaba pensando que dos de los cañones de llave de chispa habían fallado, lo cual nunca habría ocurrido si hubieran usado mecha de combustión lenta y, además, que Philip había podido adiestrar a sus hombres durante cinco años y él no. No obstante, pensaba que los artilleros manejaban los cañones de forma extraordinaria, y al notar que todos los que se encontraban en el combés y el alcázar habían vuelto hacia él sus rostros sudorosos, con aire complacido y triunfante, dijo con sinceridad: