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Authors: Gena Showalter

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Entrelazados (3 page)

Eran las únicas personas que existían.

Aquello era la paz, pensó Aden con incredulidad. La verdadera paz. La calma y el silencio, sin voces que lo presionaran, que lucharan por captar su atención. Entonces, todo explotó. Hubo otra ráfaga de sonido, como si el mundo se expandiera. Los coches empezaron a moverse de nuevo, y los pájaros, a canturrear. El viento movió las hojas de los árboles, y una racha lo empujó hacia atrás. Cayó al suelo con un sonido seco, y sintió el impacto en la mandíbula y el esternón.

Aquel viento debió de sacudirla también a ella, porque también cayó al suelo con un grito.

Entonces, Aden notó que se le encogía el estómago, y que los miembros le pesaban. Tuvo la imperiosa necesidad de echar a correr hacia ella, y después, la necesidad de huir de ella.

—Tendré cuidado. Lo prometo —dijo.

Aden vio a la chica a una manzana del cementerio. De nuevo, el viento lo empujó y sintió un fuerte mareo, y el mundo se convirtió en todo lo que había soñado. Silencio. Sus pensamientos, suyos.

Dios santo. Ella era la responsable.

Comenzaron a sudarle las palmas de las manos. Ella torció una esquina y se dirigió hacia un cruce lleno de gente. Él metió las manos en la mochila para sacar unos pañuelos de papel, y se limpió la cara lo mejor que pudo mientras apresuraba el paso. Sacó una camisa limpia y se escondió entre las sombras, y se cambió, sin apartar la vista de la chica.

¿Se pondría a gritar si él se acercaba? Después de todo, lo había visto rodeado de huesos.

Esperó a que sus compañeros le dieran respuestas, pero todo permaneció en silencio. Era extraño no tener a nadie que le dijera lo que tenía que hacer, y cómo, o lo mal que iba a terminar todo. Raro y angustioso, cuando él llevaba años pensando que sería maravilloso.

Por primera vez en su vida, estaba verdaderamente solo. Si estropeaba aquello, no podría echarle la culpa a nadie.

Irguió los hombros y se preparó para acercarse a la chica.

Mary Ann Gray vio a su amiga y vecina, Penny Parks, y se acercó a la terraza de la cafetería.

—¡Estoy aquí, estoy aquí! —dijo mientras se sacaba los auriculares de los oídos. Evanescence quedó en silencio.

Guardó el iPod en su bolso y le echó un vistazo a su Sidekick. Sólo tenía un correo electrónico de su padre, que le preguntaba qué quería cenar. Podía responder un poco más tarde.

Penny le tendió a Mary Ann su café.

—Justo a tiempo. Te has perdido el corte de electricidad. Yo estaba dentro, y todas las luces se apagaron. Nadie tenía cobertura en el móvil, y le oí decir a una señora que los coches se habían quedado parados en la carretera.

—¿Ha habido un corte de electricidad que ha parado a los coches?

Qué raro. Sin embargo, aquel día era el día de las cosas raras. Como el chico a quien había visto en el cementerio, y que había hecho que se cayera, ¡sin tocarla!

—¿Me estás escuchando? —le preguntó Penny—. Te has quedado en blanco. Bueno, como te estaba diciendo, fue hace un cuarto de hora.

Exactamente, cuando ella estaba en el cementerio, cuando su iPod se había quedado en silencio momentáneamente, y cuando había soplado una racha de viento inesperado. Eh…

—Bueno, ¿y por qué has tardado tanto? —le preguntó Penny—. He tenido que pedir yo sola, y ya sabes que eso no es bueno para mi dependencia.

Se sentaron en las sillas que Penny les había guardado. El sol hacía brillar la mesa. Mary Ann inhaló profundamente los aromas del café, de la crema y de la vainilla. Dios, adoraba Holy Grounds. Tal vez la gente se acercara con el ceño fruncido al puesto, pero siempre salían con una sonrisa.

Y, como si quisieran demostrar que lo que acababa de pensar era cierto, una pareja madura se alejó de la caja registradora sonriéndose el uno al otro por encima del borde de la taza. Mary Ann tuvo que apartar la vista. Una vez, sus padres fueron así. Estaban felices juntos. Entonces, su madre había muerto.

—Bebe, bebe —dijo Penny—. Y mientras saboreas, dime por qué te has retrasado.

Ella le dio un sorbito a su café. Ah, delicioso.

—Como ya te he dicho, siento haber llegado tarde, de verdad. Pero, por desgracia, mi retraso no es lo peor de todo.

—¿Ah, no? ¿Qué ha pasado?

—No he acabado de trabajar. En realidad, esto es sólo un descanso de treinta minutos. Tengo que volver… —se encogió, esperando el grito…

—¿Cómo?

Y allí estaba. Una pequeña infracción, de veras, pero Penny lo vería como una gran ofensa. Siempre lo hacía. Era una gran amiga que esperaba que el tiempo que pasaran juntas no fuera interrumpido. A Mary Ann no le importaba. En realidad, admiraba aquel rasgo. Penny sabía lo que quería de la gente que formaba parte de su vida, y esperaba que se lo dieran. Y normalmente era así. Sin queja. Aquel día, sin embargo, no podía ser.

—La Regadera va a servir las flores para la boda Tolbert-Floyd de mañana, y todos los empleados tenemos que hacer horas extra.

—Aj —dijo Penny, sacudiendo la cabeza con decepción. ¿O era desaprobación?—. ¿Cuándo vas a dejar ese trabajo de tres al cuarto en la floristería? Es sábado, y eres joven. Deberías estar de tiendas conmigo, tal y como teníamos planeado, en vez de trabajar como una esclava entre espinas y tierra.

Mary Ann observó a su amiga por encima del borde de la taza. Penny tenía un año más que ella, el pelo rubio platino, los ojos azules y la piel pálida. Llevaba vestidos camiseros con sandalias, hiciera el tiempo que hiciera. Era despreocupada y no pensaba en el futuro, salía con quien quería cuando quería, y faltaba a menudo al colegio.

Mary Ann, por otra parte, vomitaría si pensara en infringir alguna norma.

Sabía por qué era como era, pero justo por eso, su decisión de ser una buena chica se fortalecía. Su padre y ella sólo se tenían el uno al otro, y ella no quería decepcionarlo. Lo cual hacía que su amistad con Penny fuera más rara, ya que su padre tenía objeciones, aunque no las dijera en voz alta. Pero Penny y ella habían sido vecinas durante muchos años, y habían ido al mismo parvulario cuando vivían a kilómetros de distancia. Pese a sus diferencias, nunca habían dejado de salir juntas. Y nunca lo harían.

Penny era adictiva. Uno no podía separarse de ella sin desear estar con ella. Tal vez fuera su sonrisa. Cuando sonreía, parecía que las estrellas se alineaban y no podía ocurrir nada malo. Bueno, las chicas se sentían así. Los chicos la veían y tenían que limpiarse la baba.

—¿Y no puedes, por favor, por favor, llamar y decir que te has puesto enferma? —le pidió Penny—. Una dosis tan pequeña de Mary no es suficiente.

Cuando sonrió, en aquella ocasión, Mary Ann tuvo que protegerse contra ella.

—Ya sabes que estoy ahorrando para la universidad. Tengo que trabajar.

Aunque sólo los fines de semana. Eso era lo que le permitía su padre. Los otros días de la semana estaban dedicados a los deberes.

—Tu padre debería pagarte los estudios. Puede permitírselo.

—Pero eso no me enseñaría la responsabilidad, ni el valor de un dólar bien ganado.

—Dios, y ahora lo estás citando —dijo Penny con un escalofrío—. La mejor manera de echar por tierra mi humor.

Mary Ann se echó a reír.

—Si me lo pagara todo, estaría estropeando mi plan de quince años. Y nadie estropea mi plan de quince años y vive para contarlo. Ni siquiera mi padre.

—Ah, sí. El plan de quince años que no consigo que te replantees, sea cual sea la tentación que yo te ponga delante —dijo Penny mientras se metía un mechón de pelo detrás de la oreja, dejando a la vista tres aros de plata—. Graduarse en el instituto, dos años. Licenciatura, cuatro. Másters y doctorado, siete. Prácticas, uno. Abrir tu propia consulta, uno. Yo no sé lo que voy a hacer esta noche, y mucho menos durante los próximos quince años.

—Yo sí me imagino lo que vas a hacer esta noche. Has quedado con Grant Harrison.

Llevaban saliendo unos seis meses con interrupciones. En aquel momento estaban en una interrupción, pero eso no les impedía verse.

—Además, no hay nada de malo en prepararse un poco.

—Un poco. ¡Ja! Sospecho que tienes tu vida organizada al segundo. Seguramente sabes la ropa interior que vas a llevar dentro de tres años, cinco horas, dos minutos y ocho segundos.

—Un tanga negro de encaje —respondió Mary Ann sin dudarlo.

Penny se quedó en silencio durante un instante, y después se rió.

—Casi me la cuelas, pero el tanga te ha delatado. Tú eres más proclive a las braguitas de algodón, después de todo.

¿Y acaso cubrirse adecuadamente era malo?

—De veras, no lo tengo todo planeado. Ni siquiera yo soy tan previsora.

—Mira, te conozco de toda la vida, y sé lo que querías hacer cuando eras pequeña. Querías bailar ballet en un teatro abarrotado de gente, besar al famoso del que estuvieras enamorada en ese momento y tatuarte flores por todo el cuerpo para parecer un jardín. No quisiste ser psiquiatra hasta que tu madre… —al darse cuenta de que iba a meter la pata, terminó con un—: ¡No querías!

La sonrisa de Mary Ann se desvaneció lentamente. En el fondo, no sabía si podía negar aquello. De pequeña había sido muy bravucona, y les había dado mucho trabajo a sus padres. Hablaba y se reía muy alto, siempre quería ser el centro de atención y tenía rabietas cuando no se salía con la suya. Entonces, su madre murió en un accidente de tráfico, en el que Mary Ann también había estado presente. Se había pasado tres semanas recuperándose en el hospital. Su cuerpo se había curado, sí, pero su alma no.

Cuando salió del hospital, la casa de los Gray se había hundido en el abatimiento, y Mary Ann y su padre habían dejado de ser la familia afectuosa, aunque combativa, de antes. Con el tiempo, aquella tristeza los había unido otra vez. Él se había convertido en su mejor amigo, y los planes de futuro de su hija habían conseguido que se sintiera orgulloso.

El día en que ella le dijo que tal vez quisiera ser psiquiatra, como él, su padre había sonreído como si acabara de tocarle la lotería. Le había dado un abrazo. La había hecho girar por el aire y se había reído por primera vez en meses. Después de eso, Mary Ann no habría podido elegir otro camino. Por mucho que odiara estudiar, no se imaginaba a sí misma siendo otra cosa que médica. Y que Penny le hiciera sentir pena por ello, bueno…

—Vamos a hablar de otra cosa.

—Estupendo. Te has enfadado conmigo, ¿verdad?

—No.

Sí. Tal vez. Normalmente, no hablaban de su madre. Aunque habían pasado varios años, los recuerdos estaban demasiado a flor de piel.

—Preferiría que te preocuparas de tu futuro, no del mío —le dijo.

Penny suspiró.

—No debería haberme metido en eso, y lo siento. Lo que pasa es que sólo te dedicas a lo serio, y no te diviertes, y yo quiero recuperar a mi amiga divertida.

Mary Ann no respondió, y Penny le estrechó la mano.

—Vamos, Mary. Todavía estás dolida. Perdóname, por favor. Sólo nos quedan quince minutos, y no quiero pasármelos discutiendo contigo. Te quiero mucho, y sabes que sería capaz de cortarme una pierna y patearme el trasero si pudiera. Tal vez también debería cortarme la lengua y clavarla con un clavo en la pared de tu habitación. Y después…

—Está bien, está bien —dijo Mary Ann, riéndose—. Te perdono. —Gracias a Dios. Pero, de verdad, me has hecho trabajar mucho para conseguirlo, y ya sabes que odio trabajar.

Con aquella irresistible sonrisa suya, Penny encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Pronto estuvieron rodeadas de humo, y Penny se reclinó en la silla y estiró las piernas.

—Entonces, ¿de qué quieres hablar? ¿De las chicas a las que odiamos? ¿De los chicos que nos gustan?

Mary Ann tomó su taza de café y se echó hacia atrás todo lo que pudo.

—¿Por qué no hablamos de que fumar mata?

—No hay necesidad. Soy indestructible.

—Eso te gustaría —dijo Mary Ann con una sonrisa.

Sin embargo, la diversión desapareció rápidamente al notar una ráfaga de viento en el pecho. Se frotó el pecho, sobre el corazón, y miró a su alrededor.

Aquella ráfaga no había afectado a nadie más, aparentemente. Y ella sólo había notado tal golpe en otra ocasión. Se le encogió el estómago.

—Si no apagas el cigarro por ti misma, hazlo por mí —dijo—. No quiero volver al trabajo oliendo a cenicero.

—Me da la sensación de que tus rosas te van a adorar de todos modos —dijo su amiga irónicamente, y dio otra calada—. Apiádate de mí. Tengo estrés, y lo necesito.

—¿Y por qué has estado estres…?

—Oh, oh, oh. Vaya. A las tres en punto. Acaba de sentarse a una mesa que está enfrente de la nuestra. Es moreno, tiene cara de actor de cine, y músculos. Dios santo, qué músculos. Y lo mejor es que te está mirando. Lo mejor para ti, claro. ¿Por qué no me mira a mí?

A Mary Ann se le aceleró el corazón al instante. Primero, aquel extraño viento, y después, un chico moreno cerca. «Por favor, que sea una coincidencia». Se inclinó hacia delante, y tapándose la boca para disimular, le preguntó:

—¿Está manchado de barro y tiene la ropa rasgada?

—Sí, tiene la cara sucia. Bueno, es como si se hubiera intentado limpiar. Pero lleva la camisa limpia y perfecta. Dios, tiene el pelo teñido de moreno, pero las raíces rubias. Me pregunto si tendrá tatuajes. Es muy sexy. ¿Cuántos años crees que tendrá? ¿Dieciocho? Creo que es lo suficientemente alto como para ser mayor de edad. Y, oh, Dios mío, ¡me acaba de mirar! Creo que me voy a desmayar.

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