Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Andaba yo un algo distraído con mi amor por doña Josefina y no perdía ocasión de estar cerca de ella, que ya a veces, con la mudanza de los días, habíamos venido a platicar juntos los dos, si bien nunca a solas sin presencia de sus criadas o de fray Jordi.
Y hacíame yo a gran contrariedad que, estando todas las horas y vísperas del día queriendo partirme a su lado, sólo pudiera discretamente estarlo en las comidas y acampadas, en que procuraba yo hacerme el concertado ordenador de qué mesa había que aparejar o dónde armar tienda o sombrajo o, si parábamos en posada, qué aposento limpiar para regalo y acomodo de doña Josefina. Y fray Jordi me notaba la afección y me miraba a mí y la miraba a ella y se sonreía sin decir palabra o movía la cabeza como diciendo: "¿Qué se va a hacer? ¡La vida!".
Y a todo esto el día que pernoctamos en Écija, después de pasadas grandes calores aquella jornada, fui yo a darme un baño a los baños moriscos que dicen de la Lima y al tornar a mi posada, que era en el palacio que dicen del conde de Paredes, donde muy gentilmente nos tenía hospedados el primo del maestre de Santiago, estando yo en mi cámara, con la ventana cerrada, por defenderme de las grandes calores, y sin más luz que una candelilla de aceite que había puesto en un nicho de la pared, luego entró un bulto embozado que casi no vi, pero me alcanzó a adivinar en sus formas las muy lindas hechuras de Inesilla, y yéndose a donde la luz estaba sopló sobre ella y la apagó y cuando se hizo la oscuridad completa, atrancó la puerta como solía y vino a mí con los brazos adelantados, a tientas, y yo la abracé y la besé y le protesté que siempre la veía con Andrés de Premió y que creyera que ya nunca más viniera a mí. Pero ella me tornó a poner, como aquella vez, el dedo sobre los labios y, sin consentir hablar ni que yo hablara, muy dulcemente me condujo al lecho que era una gentil cama bien emparamentada, donde hicimos lo que otras veces, y que nuevamente dejaré de relatar porque si la humana natura aquella acción demanda, la humana decencia y discreción vedan su pregón y dictado.
Con esto fueron días y vinieron días y al cabo llegamos a las cercanías de Sevilla y ya se veía a lo lejos la cinta parda de sus murallas y, por detrás de ella, la banda de palomas de sus azoteas blanqueadas y las plantadas manchas de las palmeras y los cipreses de los huertos, que parecían maceticas a lo lejos, y, en medio de todo ello, el dedo de la torre Mayor, que es la joya de aquella corona y de la española, y por encima de la ciudad se divisaba el Aljarafe verdiazul, un levantado jardín donde los huertos dan jugosas naranjas y fino aceite, y, por encima del Aljarafe, el cielo limpio, más azul y transparente que en otras tierras, navegado mar de alegres vilanillos y fugaces golondrinas. Y aunque tenía grandes deseos de entrar en Sevilla, que nunca me viera en ciudad tan grande y famosa, me retraje por cumplir mi oficio de aposentar cumplidamente a la tropa y aposentéla en un cortijo grande de los duques de Camarasa al que dicen Torreblanca, donde quedamos muy bien aposentados y servidos de pan y cecina y de paja fresca y cebada y de leña y las otras cosas que son menester, tal como el Rey nuestro señor por carta ordenaba. Y este lugar dista una legua de Sevilla porque era voluntad del Canciller real que acampáramos allí sin pisar la ciudad hasta que la nao que había de llevarnos a tierras africanas fuese entrada en el puerto. A otro día fui yo a Sevilla con un criado del conde de Camarasa y con fray Jordi y su lego y nos llevó a un palacio, cerca de la iglesia Mayor, donde moraba Francesco Foscari, mercader genovés, banquero del Rey y gran amigo de su señoría, a cuyo cargo estaba todo lo tocante a mandarnos a África.
Francesco Foscari nos recibió en una sala grande que junto al zaguán estaba y era el lugar donde sus escribanos y contables trabajaban para asentar, en grandes libros aforrados de pergamino, las cargas de clavo y de canela y de oro fino y nuez y perfumes de olor y las otras mercaderías preciosas en que el genovés comerciaba.
Era Francesco Foscari obra de sesenta años, cara de águila, orejas salidas como mono, delgado como huso y breve de talle por más que remediarlo quisiera gastando chinelas de doble suela y tacón florentino por más levantado parecer. Y noté que sus oficiales y criados procuraban no arrimarse a su persona y cuanto más cerca dél andaban más se achicaban, por no parecer más altos, y cuando esto hube notado, yo mismo no pude evitar encogerme un poco de cuello y cargar la espalda, como si anduviese por una cámara baja de techos, y en esta humildad departía con él. Y Foscari nos recibió con mucha amabilidad y cortesía cuando supo quiénes éramos y nos hizo pasar a un patio que allí había, el cual ornaban muchas macetas y una manadora fuente central, a la romana, y allí tomamos asiento en crujidores bancos de mimbre y dio palmas a las que acudieron criadas y pidió un refresco de sorbete de nieve, manjar delicioso digno de mesa cardenalicia, y cuando nos hubo preguntado algunas cosas del viaje y de nuestras patrias respectivas, más por cortesía que por verdadera curiosidad, a lo que se me alcanza, como el viajero que charla con sus eventuales compañeros de posada en una venta caminera, se quedó un momento pensativo y silencioso, sorbió de su vaso y sin más dibujos fuese derechamente al grano y dijo: "Encontrar el unicornio no va a ser empresa fácil. De mi cónsul en Safí, que es hombre de toda confianza y ya deja preparada vuestra llegada, he sabido que no se cría tal animal en la tierra de los moros, por lo que tendréis que bajar a la tierra de los negros, y este recado tiene dos caminos y hechuras: el uno por mar, siguiendo la derrota de las naos portuguesas, que van secretas por aquellos paralelos; y el otro por tierra, cruzando el desierto de arena. Los dos caminos son malos pero el de la mar es peor puesto que los portugueses no dejan pasar nao alguna más abajo de las islas Afortunadas y si os toparan más abajo pensarían que vais al comercio y os barrenarían la nao y la echarían a pique y os apresarían o algo peor. Algunos que conozco lo han intentado porque creen que dándole la vuelta a África puede llegarse por agua a la India y sus especias pero no han vuelto a saber más de sus naos y tripulaciones. Descartando el mar, nos queda el camino del desierto. Por ahí tampoco han bajado muchos cristianos pero, por lo menos, sabemos que al otro lado del arenal están las tierras de los negros donde, según dicen, hay grandes ríos y grandes árboles y muchas y grandes fieras. Allí es donde pacen el león y el elefante y la mona y el unicornio, sólo que el unicornio es más receloso de la humana compañía que los otros y se oculta dentro de espesos bosques de muchas leguas de contorno, donde habitan muy fieras serpientes voladoras. Allí tendréis que buscarlo si es que lo halláis. Yo os puedo facilitar el viaje hasta las puertas del desierto: más allá no. Esto le dije al Rey cuando nos vimos por San Miguel y estuvo de acuerdo: el resto es cosa vuestra".
Estas y otras razones nos dijo micer Francesco con grande franqueza y derechura, por donde conocí ya la dificultad de la empresa y empecé a moderar el contento primero que la confianza real había despertado en mí.
Hasta se me pasó por la imaginación, en la flaqueza de un momento, que me escogieran por más mentecato y menos avisado que los otros, antes que por más valiente y esforzado como creía, mas obré como prudente y me guardé de confiárselo a nadie, no fuera a haber hablillas y me creyesen pusilánime o amilanado en las justas vísperas de la partida. La cual habría de ser de allí a veinte días, que era cuando se esperaba la arribada de la nao africana que cada mes hacía el viaje de Saló a Sevilla, y éstas eran dos naves del mismo nombre y hechura que cuando la una iba la otra venía y se cruzaban en la mar marinera, sin perder comba. Y la que iba llevaba trigo, vino, arneses y paños catalanes y otras baratijas, y la que venía traía cobre, añil, cuero, sebo malaqueta, goma, laca y oro.
Micer Francesco Foscari nos despidió muy gentilmente a su puerta y concertó con nosotros que los ballesteros no fuesen a la ciudad sino en turnos de a cinco, por no llamar la atención al concejo, aunque ya éste quedaba avisado de una misión real que había de embarcarse. Pidiónos también que de allí a tres días, que caía en domingo, viniésemos los algos a almorzar con él y su familia, lo que tuvimos por grande y señalada merced, y así nos despedimos besándole yo la mano y él se tornó a su escritorio y a sus negocios.
Y el domingo llegado vestí yo las mejores galas que conmigo traía, que eran aquellas que me diera mi señor el Condestable de rico brocado y el carmesí velludo morado forrado de muy preciadas cibellinas, y vistió doña Josefina un rico brial de fino brocado verde, en somo una ropa bien hecha de damasco negro, con un tocado muy lindo de nueva manera, en son de muy graciosa y desenvuelta dama, tanto que a los mirantes era muy apacible. Y Manolito de Valladolid se acicaló con un jubón de cetí negro vestido y sobre él una ropa corta de muy rico carmesí brocado, forrada de bellas martas, un capello trepado en la cabeza y bien francesamente calzado y se espolvoreó de polvos de olor más que hubiese sido discreto en varón, y fray Jordi de Monserrate estrenó hábito de paño nuevo, que la dueña doña Joaquina le cortara y cosiera muy industriosamente de una pieza de buen paño mercada en Écija. Y así ataviados, en muy contenta y vistosa batalla, fuimos a Sevilla y entrando por la puerta que dicen de Macarena tomamos la calle Maestra derechamente que va a la iglesia Mayor donde la famosa torre está. Y la gente no abría calles ni se asomaba a vernos desde las ventanas ni nos miraba mucho, como yo esperaba, tan acostumbrados están ya a las grandes visitas, sino que sólo dos o tres burgueses repararon en nosotros y fue para hacer chanzas sobre Manolito de Valladolid por el rastro de olores que detrás de sí iba dejando y, aunque no decían encomios ni cosa agradable de oír, todos hacíamos oídos sordos, catando que era mejor no altercar ni meternos en líos en tan señalada víspera en que Micer Francisco nos recibía liberal y francamente.
Llegamos pues al palacio y salieron criados con la librea del genovés que era mitad azul, por el mar, y mitad dorada, por el color del comercio. Y tuvieron las riendas de las señoras y del arzobispo, que tal les pareció fray Jordi con su hábito nuevo, y tomaron las descabalgadas caballerías y las metieron para las cuadras mientras se abría el portón del zaguán y micer Francesco aparecía viniendo a nosotros con los brazos extendidos y el semblante sonriente y alegre. Y detrás de él venía su mujer, que era una matrona fortachona y colorada, tres palmos más alta que él y tres arrobas más prieta, y sus cuatro hijos y sus dos hijas, guapos ellos y no tan guapas ellas, todos soberbiamente ataviados con muy ricos brocados y finas pieles, y muy aderezados de cadenas de oro y finas joyas y piedras haciendo gran honor a nuestra visita, de lo que mucho me envanecí si bien luego se me representó el pensamiento de que las niñas nos miraban como se mira a la gente que ya no hay esperanza de volver a ver más en la vida y no sé si sería achaque del vino, que yo lo tengo asaz melancólico, u observación perita de quien va conociendo, aunque sea tardíamente y por su daño, el alma de los hombres.
Mientras la comida se aparejaba, micer Francesco vino a mostrarnos menudamente su palacio, que era lo más rico de lo que yo había visto hasta entonces y excedía por lo lujoso al propio alcázar del Rey. Cuando se pasaban las puertas, con llamadores de bronce delicadamente cincelados, se entraba en un patio distinto y más recoleto del de los sillones de mimbre que viéramos el primer día. Y este patio estaba adornado con muchas pinturas de gran primor y tapices grandes en las paredes y adornado de vajillas de plata y de yeserías moriscas en los techos del claustro. Y había en medio un pozo chico con el brocal esculpido en un bloque de mármol blanco traído de Italia a lo que nos explicó el anfitrión. Y este labrado mármol enseñaba, en bulto y muy a las veras, los trabajos del dios Hércules. Y fue de ver que Manolito se emocionó de tanta belleza y se quedó embobado y le pasó la punta de los dedos, a Hércules, por la desnuda espalda abajo siguiendo la horquilla de la rabadilla, a lo que fray Jordi carraspeó un poco y me miró con una media sonrisa cómplice. Y del patio subía una muy lujosa escalera al piso alto. Y la dicha escalera era muy ancha y de mármol blanco y en cada peldaño había un jarrón valenciano y algunos de la China, de muy fina labor y menudamente pintados con pavos reales y sus colores eran tan luminosos y a lo vivo que era maravilla verlos y tenían pintados dragones echando llamas por la boca que parecía que eran de verdad y querían quemar los brocados y terciopelos y sedas y cintas que junto a ellos discurrían. Nada diré de las taraceas, ni de los tallados muebles, ni de los aparadores con cubiertos de oro y vajillas ni de la legión de criados que nos sirvió de comer ni de la rareza y excelencia de los bien sazonados guisos y asados que micer Francesco nos dio a catar, ni de los finos y extraños vinos adobados que bebimos en pintados cristales de primorosa talla. Diré tan sólo que nunca pensara que fuera posible vida tan regalada en la tierra, sólo que aquél fue el broche de oro de nuestro vivir descuidados y lo que después vino fue el valle de lágrimas que la humana carne padece.
Vinieron días y pasaron días en la espera de la nao y yo, por tener entretenida a la ballestería y al peonaje y por excusar ruidos y trifulcas, los más de los días mandaban correr la sortija delante de la posada y ponían ciertas sedas para que cualquiera que metiera la lanza por la sortija ganase cuatro varas de seda para un jubón, o su precio aquilatado, y en esto cruzábanse apuestas y con ello, y con el mucho juego de dados, unos acrecentaban sus haciendas con la mengua de los que las perdían, y en ello se iba el tiempo sin más notoria cosa que escribir.
Llegó el día de la partida y era aún de noche cuando almorzamos y salimos de Torreblanca y tomando el camino de Sevilla nos fuimos dando la vuelta por delante de la muralla, sin entrar en la ciudad, que todavía no se abrían las puertas por la hora temprana, y por un portillo que dicen de Bibaragel, donde hay un castillo muy fuerte que mira al río, fuimos pasando al arenal de la ribera y luego seguimos por ella admirados de los muchos mástiles y palos y cordajes de las muchas naos de todas clases y hechuras que allí se asientan. Y dejando a la mano de tierra grandes corrales techados fuimos avanzando. Y en los tales corrales es donde los mercaderes guardan sus mercaderías que van y vienen, las unas de África y las otras de distintos puertos tanto de la Cristiandad como del moro. Y era cosa de admirar la juiciosa disposición y el mucho orden en que fardos y ánforas se apilaban por muchas partes, así como el celo de los corchetes, cada uno con la librea de su amo, que lo vigilaban todo dormitando sobre los lienzos, con un ojo bien abierto, la mano en el garrote, prestos a defender sus custodias. Y así fuimos caminando, guiados por un criado de micer Francesco que en nuestra compañía venía, hasta que llegamos a una nao más grande que las otras, una de estas que dicen carraca, que estaba arrimada al muelle cerca de donde está la torre grande ochavada que llaman del Oro. Y tenía la dicha nao los palos tan altos como la torre.