Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Y nos entró la noche con el pueblo ardiendo como tizón y echando grandes pavesas al cielo. Y yo, por excusar daños, mandé que la gente se retirara a media legua de allí, donde había un cerrete con árboles muy a propósito para acampar defendidamente. Y así nos retrajimos llevando el cuerpo de Inesilla y el de su hijo, y a la mañana siguiente le dimos devotamente sepultura después que muchos se quedaran velándolo con Andrés y rezando las preces y oficios que fray Jordi le hizo. Y le cantamos responso y los enterramos juntos en un hoyo y amontonamos piedras encima para que no vinieran fieras a escarbarlos y luego plantamos una cruz de madera. Y esto así acabado y concluido pensamos partir de allí con grandes marchas, por temor a que luego los que escaparon del pueblo dieran aviso a los otros pueblos mambetu, que en viniendo con muchas gentes ayuntadas contra nosotros no los podríamos resistir ni vencer y pereceríamos todos. Y al otro día, que pasamos ligeramente cazando y juntando de qué comer, que fue bien poco por la mengua de la temporada, partimos por el lado de Mediodía, aguas abajo del río, y antes de una semana pasada nos apartamos de él y fuimos dejando el yerbazal llano y nos fuimos metiendo por donde más espesos se veían los árboles. Y así gastamos un mes, yendo siempre a Mediodía, viendo poco el sol, de tan espesa y alta que era la arboleda, y caminando muy dificultosamente, no más de dos o tres leguas cada día, porque a cada paso habíamos de cortar tallos muy gordos y rodear zarzales y salvar espesuras y barrancos. Y los hombres rodaban por el suelo de no ver dónde ponían el pie. Y sufríamos muchos quebrantos y estrecheces pues, aunque llevábamos las cabezas liadas en trapos y vendas, por librarnos de las picaduras de los muchos mosquitos y tábanos y moscas que aquellas sombras crían, luego el calor y los vapores nos ahogaban y en queriendo tomar aire, picaban los mosquitos y se metían por la boca y las narices y aquejaban los ojos y las manos y al cabo de unos días todos llevábamos las caras muy bermejas e hinchadas y los ojos legañosos y purulentos y habíamos tan gran mengua y lacería que luego pensábamos morir allí sin salir otra vez donde yerba y sol hubiese. Y habíamos de beber en charcos malolientes aguas podridas donde se criaban los canutillos de los mosquitos que luego en el vientre ofendían. Y a cada paso topábamos fieras serpientes de las que durante muchos días hubimos de comer carne cruda pues tampoco había apaños para encender fuego ni cosa que ardiera en aquellas umbrías que todo era verde y mojado y rezumaba agua y malos humores. Y así la voluble Fortuna nos iba haciendo beber de sus amargos brebajes y gustar de sus viandas amargas. Y en aquel trance murieron de calenturas dos ballesteros y cuatro negros. Y de no haber sido por la ciencia de fray Jordi, luego hubiéramos perecido todos. Pues él, con su mucho mirar e ir tomando yerbas y hojas y majoletas, vino a averiguar que había unos escaramujos azules a los que los mosquitos y tábanos nunca osaban acercarse. Y luego cogió un puñado de los dichos escaramujos y los machacó en su morterillo y con un poco de barro que del suelo tomó hizo una pasta que luego se untó por la cara y las manos, con lo que quedó más negro que los propios retintos. Y hubiera sido de grande risa verlo así, si allí no estuviéramos tan flacos y quebrantados y tan sin ganas de reír. Y luego que llevó por espacio de un rato aquella untura notó que ya no lo ofendían los mosquitos, de lo cual todos hubimos gran regocijo y sin hablar palabra, como de un acuerdo, pasamos gran rato buscando aquellos escaramujos y cosechándoles las bolitas azules y se las traíamos a fray Jordi y él las iba majando en su mortezuelo y nos íbamos untando los cueros con el ungüento salutífero, puestos todos en el traje en que nos parieron, y con esta industria pudimos pasar adelante sin que nos estrecharan más los tábanos y mosquitos, sólo que cada tres o cuatro días la untura perdía su virtud y había que untarse otra nueva. Y así seguimos días sobre días y la arboleda no se acababa nunca sino que antes bien nos parecía que se iba espesando.
Y fuera de los muchos pájaros que en los altos anidaban y de las serpientes que por abajo iban y de dos o tres géneros de sabandijas parecientes a conejos que por allí se criaban, no se veía otro animal ni provechoso ni dañino.
Y a poco de esto, a muchos hombres les empezaron a salir grandes sarnas que daban gran comezón y al rascarse arrancaban las tiras del cuero y debajo salían como huevecillos blancos de los gusanos que se criaban. Y a los pocos días de las sarnas venían las calenturas de las que allí a poco todos estuvimos aquejados. Mas Dios Nuestro Señor, al que devotamente hacíamos misa y rezábamos cada día, vino en nuestra ayuda por sacarnos del quebranto. Y fue que, cuando ya pensábamos perecer de las calenturas y de no ver el sol, salimos a un lago tan grande que casi no podíamos ver donde acababa aunque, sobre ser de agua dulce y buena, a lo lejos se veía ser lago y no mar y que a la otra orilla había más árboles y más montañas. Y llamamos a aquel lago el del Cristo de la Misericordia porque aquel Ramón Peñica, que era de los criados del Condestable, el día antes de llegar al dicho lago había pregonado promesa de llevarle ciertas doblas de plata y hachones de cera al Cristo de la Misericordia de la iglesia Mayor si encontrábamos socorro antes de que pasara un día, que más plazo él ya no cuidaba de vivir, tan triste y quebrantado iba. Mas, en saliendo al lago, luego nos dio el sol, que en las orillas no crecían árboles sino muy espesa y muy buena yerba, y vimos cagadas de animales grandes que bien se dejarían cazar, y con ello cobramos ánimos y hasta pareció que se nos aliviaban las grandes calenturas y quejas que traíamos. Y fray Jordi luego hizo misa de acción de gracias que devotamente oímos y luego entonamos un "Te Deum Leudamus" cuidando que habíamos salido de una muerte cierta.
Y por aquellas amables riberas del lago nos demoramos casi dos meses criando panzas y papadas pues era muy deleitoso lugar y, por otra parte, cuando vimos que en saliendo dél empezaban otra vez las grandes y espesas arboledas y las espesuras y las montañas, no nos determinábamos a meternos otra vez por aquellos tormentos.
Y en el tiempo que allí estuvimos cazamos muchos venados chicos como cabras, con larguísimos cuernos, que allí regaladamente se crían. Y al principio eran fáciles de cazar con ballesta, mas luego se fueron tornando más recelones, como con todos los animales del país de los negros acontece.
Y con esto nos fuimos reponiendo y cobramos las fuerzas y las colores que habíamos perdido. Y en estos dos meses murieron tres negros de los que con nosotros venían mas los blancos que llegamos con grandes calenturas y pensábamos morir, luego que nos dio el sol y catamos carne asada caliente y sopas, nos fuimos reponiendo y salimos de peligro. Y aunque en el lago había mosquitos, no nos aquejaban ya desde que nos untábamos el bálsamo de fray Jordi.
Y había, por el lado del lago que miraba al Mediodía, un río mediano que en él venía a rendir aguas. Y viendo que seguir ríos es cosa provechosa cuando se va entre árboles, no miramos que los ríos bajan de las montañas sino que, en determinando salir de allí, subimos río arriba y ya no sufrimos tantas fatigas como antes porque por las riberas del río había más caza y topábamos muchos árboles podridos y secos que daban buena leña y sitios despejados donde hacer fuego y guisar de comer. Y seguimos aquel río veinticuatro días al cabo de los cuales fuimos a dar en otro lago más chico que el que atrás dejábamos. Y a éste lo llamamos del Niño Jesús, porque era más chico, y el río no entraba en el lago sino que seguía más en alto pero de él bajaban tres canalillos que le daban agua al lago. Y luego el río doblaba su curso y torcía para la parte del Septentrión, con lo que determinamos de no seguirlo ya y meternos otra vez por la espesura poniendo nuestra suerte en manos de Dios y de Santa María y de todos los Santos. Y luego que seguimos otras dos semanas hacia el Mediodía y tan quebrantados y menguados como la primera vez, vinimos a topar con muy altas y peladas montañas y hubimos junta y consejo sobre si convenía saltarlas tanteando puertos o vadearlas yendo hacia Poniente por donde la tierra parecía más despejada. Y luego pensamos que si en cabalgando las montañas encontrábamos otras, allí pereceríamos sin remisión. Y miramos agüeros sobre ello más las aves salían inciertas. Y con esto determinamos torcer a Poniente hasta que Dios fuera servido mandarnos un paso por donde pudiéramos seguir el Mediodía.
Y dejando siempre las altas montañas a la mano siniestra seguimos por las espesuras, que ya iban clareando algo y dándonos respiro y consuelo, y pasamos por un sitio donde los pájaros anidaban y había muchos huevos en los árboles y entre las piedras, de los que hacíamos grandes provisiones y asábamos y comíamos hasta hartarnos.
Y los negros fabricaron unas sartencillas de barro donde derretíamos la manteca que nos quedaba y allí freíamos muchos huevos adobándolos con ciertos brotes salados que junto a los charcos crecían. Y era manjar muy deleitoso de comer para los que llevábamos luengos años sin catar pan y traíamos las barrigas hechas a las muchas extrañas viandas y suciedades que habíamos tenido por pitanza para no perecer de hambre desde que entramos en la tierra de los negros.
Y con esto fuímonos reponiendo algo y pasamos adelante rodeando las montañas y no hubo que llorar, en aquellos meses que anduvimos por allí, más que la desgracia de que un gusano venenoso enponzoñara a un ballestero de nombre Antón Carranza, burgalés, hombre de muy ruines inclinaciones y deslenguado y de muy mala crianza y poco amistoso, en cuya muerte, si he de decir verdad, no tuvimos gran sentimiento, porque allí donde todos éramos tan amigos por las muchas estrecheces y fatigas que pasábamos juntos, él no era amigo de nadie. Y en su hato llevaba un saquito de sal que nadie pensara que lo tenía. Y al dicho Antón Carranza le dimos tierra debajo de un montón de hojas y tallos podridos y le rezamos su responso y oficio y en el árbol que había al lado mandé a un negro tallar una cruz chica con mi cuchillo y con esto pasamos adelante.
Después de dos meses que salimos del lago del Niño Jesús volvimos a topar con un río que venía de Poniente y torcía al Mediodía. Y a éste llamamos río de la Esperanza y muy alegremente lo seguimos porque ya el terreno iba siendo más amable y casi cada día podíamos ballestear carne, aunque fuera poca, y volvía a haber árboles de fruto, con lo que íbamos más contentos y el camino se nos hacía más llevadero. Y siguiendo este río otro mes vinimos a salir a un llano grande, más grande que todos los que teníamos vistos hasta entonces porque en él se perdía la vista a lo lejos y no se acababa y por parte alguna se veían montañas como no fuera las que dejábamos atrás. Y el aire era tan delgado y tan fino y tan sin nieblas que bien se podía hacer el ojo a ver a muchas jornadas de distancia sin estorbo alguno. Y a los dos o tres días de caminar por esta plana, entre los grandes yerbazales, hacia el Mediodía, topamos con el animal más maravilloso que imaginarse pueda y algo asombroso de ver. Y este animal tiene en todo la forma y hechura de un venado y cuatro patas y el color pardo y la cabeza chica y apuntada. Mas las patas las tiene luengas como tres veces las del venado y el pescuezo lo tiene luego como dos hombres puestos uno encima del otro. Y con este pescuezo alcanza a comer los brotes tiernos y frutos de arriba de los árboles.
Y es animal muy espantadizo y de poco corazón, que en sintiendo ruido luego da en correr con aquellas sus lenguas patas y el pescuezo lo va echando para adelante y para atrás como si repartiera su gran peso por no abocinarse y perder carrera. Y estos ciervos del pescuezo largo no se están nunca solos, sino que van en manadas de quince o veinte y en esto también se parecen a los nuestros. Y la cuerna la tiene más chica que sólo traen dos cuernos, cortos más que las orejas, y muy romos de punta así como los del caracol. Y con estos cuernos no atacan ni se defienden. Y la mejor carne y más fina y más sabrosamente especiada que comimos desde que entramos en el país de los negros fue la de estos ciervos cuando cazamos uno y lo ballesteamos y con sólo el pescuezo comimos los treinta hombres que aún quedábamos, entre blancos y negros.
Y después que salimos del yerbazal al llano, anduvimos sin obstáculos hacia el Mediodía y no hubimos de desviarnos más que dos o tres veces buscando vado para cruzar algunos ríos chicos que se nos atravesaban. Y los dichos vados eran buenos y estaban muy señalados de pasarlos las manadas de ciervos y cabras, mas no había rastro de negros fuera de algunas candelas viejas que topamos, hechas de piedra todo alrededor y ya sin ceniza ni señal de lumbre nueva. Y con esto llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y la pasamos acampados al lado de un río mediano y solazándonos mucho y cazando con facilidad y criando grandes panzas, y en quedando allí tiempo, los negros levantaron chozas y cocieron ollas con las que poder guisar y las negras, que dos iban con nosotros, salían por granos parecientes a la cebada y los molían entre dos piedras con lo que volvimos a tener una poca harina para hacer tortas, si bien menguada y pobre y amarga. Mas los hombres se contentaban con poco después de las grandes fatigas y desventuras pasadas atrás. Y las dos dichas negras eran voluntariosas y aunque habían maridos entre los negros que con nosotros venían, y luego se daban gentilmente a los otros que con ellas querían yacer. Y éstos fueron todos menos Andrés de Premió, el cual no dejaba de suspirar cada noche acordándose de su desventurada Inesilla, y fray Jordi que no miraba para mujer, y yo que, a las vueltas de todo lo pasado, ya no pensaba en Gela más que unas pocas veces y tornaba a soñar que un día volvería a mi señora doña Josefina y habríamos paz y felicidad en nuestra vejez ya que no la hubimos en nuestra juventud. Y solía, al caer la tarde, irme donde más espesa la yerba fuera y tumbarme en ella como en almohadón de lana y mirar cómo iban saliendo las estrellas y cómo se iba levantando la luna, que en el país de los negros es más grande que en otros sitios, y cómo las bandadas de aves cruzaban el cielo tan grande mientras yo rumiaba lo que habría de ser mi vida con doña Josefina y las mercedes que el Rey nuestro señor nos haría por nuestro gran servicio y cómo mandarían a mi señor el Condestable que me diera una casa buena de piedra, con patio y pozo y huerta. Y yo plantaría tres parras en la puerta y una fila de hospitalarios cipreses, y tendría melocotones y otros árboles viciosos y muchas higueras y vides donde hacer mi propio vino, y tierra calma de pan llevar y un palomar con tres piqueras donde zurearan los palomos despulgándose de mañana cuando yo saliera con mis perros a cazar. Y otras veces me imaginaba yendo con mi señor el Condestable y con los armados de los concejos de la ciudad y poniéndonos en acecho y celada contra los moros de Arenas les cobrábamos aquel castillo, del cual tan grandes ganas había mi señor el Condestable. Y luego él me nombraba su alcaide y venían moros de Granada a quitármelo, mas yo valerosamente lo defendía y recibía una herida de pasador que me calaba el brazo, mas, aun así, seguía defendiéndolo animosamente. Y cuando peor andaban las cosas me imaginaba un socorro del Rey en persona y los moros que huían.