Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Y pensamos que allí los esperaríamos y les daríamos campal batalla. Y cuando hubimos medidos al campo y visto los otros extremos en él servideros a las cosas de la guerra, dispuse yo que en el día del combate cada ballestero tuviera detrás dos negros de los que con nosotros habían venido. Y los dichos negros ya estaban adiestrados en cargar la ballesta y armarla y sabían hacerlo con mucha presteza. Y desta manera el ballestero tiraba un virote y dejaba a un negro la ballesta descargada y tomaba otra armada del otro negro. Lo cual se puede hacer cuando sobran ballestas, como era el caso. Y en el tiempo de rezar un Paternoster cada hombre podía disparar hasta diez virotes, con lo que, aunque sólo hubiera doce ballesteros, el efecto era como si hubiera treinta.
Y luego calculé la longura y distancia que los venablos de los negros alcanzaban y mandé hacer cavas poco hondas a esa distancia, cruzadas como espina de pez, y poner en lo hondo de esas cavas cañas muy agudas hincadas en el suelo. Porque habiendo visto que los negros tienen la costumbre de tomar carrerilla para lanzar sus venablos, de esta manera se les estorbaba el correr, con lo que los venablos caerían cortos. Y además, para más defensa de los ballesteros, dispuse que delante de ellos estuvieran dos filas de negros con lanzas en la mano, los unos rodilla en tierra y los otros de pie. Y todos cubiertos de escudos grandes como manteletes que mandé hacer de juncos y cañas como en canasta.
Y luego de disponer que saldríamos al campo de esta guisa, hicimos alarde por la orilla del río y salió muy lucido. Y luego, durante muchos días, Andrés de Premió y Sebastián de Torres y el de Villalfañe estuvieron disciplinando a los negros en que conocieran los toques de trompeta y se movieran por ellos concertadamente. Y cuando supieron qué toque era el de avanzar despacio y cuál el de aprisa y el de lanzar venablos y el de retraerse, Andrés de Premió escogió a los que más fácilmente lo hacían, que eran los más, y despidió a los otros. Y con los que quedaron formó cuatro batallas de doscientos negros cada una y yo determiné que estas batallas estarían dos a cada flanco de la ballestería cuando fuésemos delante del enemigo. Y sobre ello volvimos a hacer alarde muy vistoso y Caramansa estuvo satisfecho y reía y se hinchaba de aire vano como si todo aquello se aparejase por su virtud y buen seso, de lo que algunos empezamos a desamarlo.
Y pasando adelante con esto, como supiéramos de cierto que ya los mambetu venían con todo su poder, hice poner grandes guardas en todos los lugares do convenía para que no fuésemos de los enemigos ofendidos. Y antes de que amaneciera el día vinieron corredores con el aviso de que el enemigo había levantado el campamento en medio de la noche. A lo que oímos misa muy devotamente y comulgamos. Y los otros negros paganos nos miraban en grande silencio y muchos de ellos, entendiendo la virtud de tales actos de religión, se arrodillaban y juntaban las manos como nosotros. Y acabada la misa y rezos di orden de salir y de tomar el llano del yerbazal y que las mujeres y los niños y los que no iban a luchar se retrajeran a los árboles.
Y luego marchamos por el sendero grande con mucho orden y silencio y salimos al yerbazal y en pasando adelante llegamos a donde las zanjas y trampas loberas estaban, las cuales mandé disimular con yerba, y allí esperamos según lo dispuesto y ensayado de otras veces. Y cuando ya se mostraba el alba se oyeron a lo lejos los recios tambores de los mambetu que venían contra nosotros. Mas estaban tan remotos que aún hubimos de esperar gran pieza antes de que se dejaran ver a lo lejos los flecos y palos y enseñas y plumas que en alto como banderas traían. Y crecía el ruido de los tambores tanto que no había personas que una a otra oír se pudieren por cerca y alto que en uno hablasen. Y muchas bandadas de pájaros asustados se levantaban y pasaban volando por somo de nuestras cabezas y los más de ellos se desviaban a la diestra, lo que tuvimos por señal de buen agüero y con esto nos confortamos mucho. Y Caramansa, muy serio, se puso detrás de nosotros donde no le llegara daño.
Y vestía todos sus arneses de guerra que son trapos pintados y sombreros y collares. Y estaba levantado sobre silla de cañas para que todos lo vieran bien mas el rostro lo tenía serio y sudaba mucho y no osaba decir palabra.
Y luego que los mambetu se acercaron a cuatro tiros de ballesta vimos que venía gran muchedumbre de ellos, tantos como jamás viéramos juntos en la tierra de los negros, que no parecía sino que el universo allí era juntado contra nosotros. Y nuestros negros empezaron a inquietarse cuando vieron tan gran muchedumbre de enemigos y volvían la cabeza y miraban para Caramansa a ver qué decía. Y Andrés de Premió se vino para donde yo estaba y me dijo: "Temo que le dé miedo al gordo y huyan todos. Es menester decirle que esté a pie quieto". Y yo, viendo que tenía razón, luego mandé a Paliques que le fuera con el recado de que según yo veía las cosas aparejadas, de allí a poco íbamos a cobrar gran victoria. Y en esto estábamos, nuestra ballestería puesta en medio y las batallas de los negros bien ordenadas a uno y otro lado y las filas de los lanceros delante. Y venían ya los enemigos a dos tiros de ballesta y se distinguían cuáles eran sus jefes porque los llevaban levantados y puestos encima de sillas de caña. Y viendo así aparejadas las cosas luego llamé a Andrés de Premió y le dije que ordenara a los ballesteros que al primer toque de trompeta dispararan contra los que venían en las sillas que eran los tres reyes y luego siguieran tirando contra los que iban a pie con melenas de león que eran los más esforzados guerreros del enemigo y sus campeones. Mas, por excusar yerros, le dije que dispusiera a dos ballesteros buenos con recado de tirar a cada uno de los que en las sillas levantados venían.
Con esto llegaron los negros a tiro de ballesta mas yo los dejé acercarse más para que los de las sillas tuvieran el tiro cierto. Y viendo que nosotros no nos movíamos ni traíamos tambores ni ruidos, ellos se crecían más y proferían grandes gritos y alaridos y daban carreras a donde nosotros estábamos y nos tiraban algunos venablos que caían cortos y a nadie hería. Y con ellos crecía el ruido de muchos tambores que traían detrás. Y el ruido era tanto que parecía que tronaba el llano y con esto ponían pavor en los corazones de nuestros negros y ya daban señales de desfallecer. Y Caramansa sudaba mucho como si le lloviera y se pasaba la mano por la redondez de la cara. Entonces hice seña a Villalfañe que pendiente de mí estaba y él tocó la trompeta con todas sus fuerzas, para que bien la pudieran oír por encima del tronar de la tamborada, y al oírla dispararon los ballesteros y los tres reyes que venían contra nosotros recibieron en sus pechos los pasadores de acero y se vinieron a tierra muertos con gran confusión de sus gentes, y en esto alzaron gran grita los ballesteros diciendo: "¡Enrique, Enrique, Enrique por Castilla, Castilla!", y nuestros negros empezaron a tirar sus flechas y sus venablos y los otros que corrían contra nosotros empezaron a trastabillar y caer en los pozos de lobo y a dolerse de las cañas clavadas y los que atrás venían tropezaban en los caídos y se venían a tierra con gran confusión y los de la zaga, viendo muertos a sus reyes, se quedaban parados sin saber qué hacer, mas aunque de ellos los más esforzados que llevaban melena de león querían seguir, luego iban siendo pasados muy a salvo por la ballestería que sobre ellos tiraba y tan de cerca y tan fuerte que hasta hubo pasador que mató a tres negros antes de perder fuerza, tan apretados y espesos venían contra nosotros. Y con esto fue cesando el ruido de tambores y los delanteros se levantaban del suelo y miraban atrás qué pasaba y veían que la zaga se desbarataba y huía en tropel, atropellándose y estorbándose los unos a los otros. Y en diversas partes donde algunos más valerosos se quisieron defender, allá se trabó una escaramuza, la más brava que nunca los hombres vieran, la cual más propiamente se podría decir pelea peleada.
Y visto el buen orden que tomaban sus negocios, Caramansa se alzaba de pie sobre la silla y daba grandes voces y exhortaba a los suyos a la pelea. En esto di seña a Villalfañe que tocara la trompeta de degüello para que las alas salieran en pos de los fugitivos, porque la ocasión se aparejaba para hacer muy a lo salvo gran mortandad y botín de ellos, mas los toques no fueron entendidos por los negros, a pesar de que mucho los tenían ensayados, porque, en el ardor de la pelea, no cuidaron más que a salir adelante muy revueltos y confusos y rematar a los que en el suelo estaban heridos y arrancarles lo poco que llevaban y a los tres reyes los hicieron cuartos muy crudamente y venían a presentarles sus hígados a Caramansa. Con lo que nosotros, viendo que tan gran victoria no llegaba a sus mejores términos por la indisciplina de los negros, luego nos agrupamos y vimos con gran disgusto la bravura que ahora demostraban en los muertos los que antes temblaban de miedo y cómo se juntaban en cuadrilla para llegarse a rematar a los de las melenas de león que malamente heridos yacían en tierra, y luego que se llegaban a ellos les pinchaban los ojos o se los saltaban con palos y les cortaban sus vergüenzas y les tomaban las melenas de león y luego se las disputaban entre ellos con sus ásperas voces, como perros en despojo de montería. De todo lo cual hubimos gran disgusto.
Y viendo esto vino a mí Andrés de Premió con gran enojo y me dijo: "Nunca haremos migas con ellos ni tendrán ordenanza de soldados verdaderos y la otra vez que vengan enemigos a vengar este día, si se saben mantener fuera de las ballestas como presumo que harán, ya no veremos tan fácil victoria como hemos visto hoy". Y con esto nos tornamos a nuestro pueblo y dejamos a los negros allí haciendo grandes fiestas y, según luego supimos por nuestro Negro Manuel y por los otros, luego que fuimos idos, abrieron las cabezas de los reyes y de los que llevaban melenas de león y les comieron los sesos pensando que en ellos está la virtud del hombre. Y luego de los muertos del montón cortaron muslos y brazos y los asaron y comieron dellos. Y las cuentas de aquella muerte que no sé cómo lo diga o estime por incredulidad de los que no lo vieron ni saben, fueron, por nuestra parte, un ballestero y doce negros muertos y unos pocos más heridos y por la parte de los enemigos cuatrocientos veinte muertos y no hubo heridos porque a cuantos tomaron luego mataron.
De los nuestros murió en aquella ocasión Miguel Castro, un ballestero de los que venían de Toledo que era el hombre más callado que pensarse pueda y hasta en las ocasiones de júbilo iba él pensativo y podía pasar días enteros sin despegar los labios ni ser notado, mas siempre fue fiel y bien mandado como bueno. Un venablo le entró por los riñones y la punta le salió por la barriga que es herida de muerte. Y acudió a verlo el de Villalfañe, que desde que muriera Federico Esteban hacía de físico de las llagas, y no lo quiso tocar porque ya estaba muriendo, sino que sacudió la cabeza y se levantó y dijo que viniera fray Jordi. Y acudió el fraile y Miguel Castro abrió un ojo y habló para decir que quería confesión.
Apartámonos todos una pieza y fray Jordi lo anduvo confesando, mas antes de darle la absolución, Miguel Castro tuvo un escrúpulo y dijo a fray Jordi: "Padre cura, algo más hay que decir". Y dijo fray Jordi: "Dilo, hijo mío, y descansa en el Señor". Y él dijo: "Es una duda que he tenido toda mi vida y no quiero irme con ella: La Santísima Trinidad, ¿es una persona o son tres?" "Hijo mío —le dijo el fraile—, ése es un misterio de la Santa Teología.
Son tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, juntas en una". Mas este comento no satisfizo a Miguel Castro y tornó a preguntarle la misma duda. Y fray Jordi le explicó, con muy concertadas razones, el misterio de la Trinidad y ponía la voz persuasiva para decirle que es como tres regatos que se juntan en un solo arroyo, que es como tres cabos de velas juntas en una sola llama, que es como dedos que se juntan en una mano. A lo que replicó Miguel Castro, que ya tenía los ojos cerrados y estaba más blanco que el papel, que los dedos de la mano eran cinco y fray Jordi contestó, impacientándose, que la mano que él tenía pensada sólo tenía tres dedos. Calló un poco Miguel Castro y siguió el fraile hablándole paternalmente y ya parecía que lo tenía convencido y levantaba la mano para la bendición absolutoria cuando en ese momento abrió Miguel Castro los ojos muy abiertos y le dijo: "Fray Jordi, que aún no me tiene persuadido, que no entiendo si es una persona o si son tres". A lo que fray Jordi le replicó, con voz incomodada y enfadosa: "Y ati qué te importa si son tres personas. ¿Es que acaso las vas a tener que mantener?" Y luego le dio la absolución sin más plática y le dejó caer la cabeza muy enfadadamente y nos pareció que Miguel Castro se reía en sus adentros de haber enfadado al fraile antes de partirse de este mundo. Y acudimos a él y fue mirándonos uno a uno con los ojos vidriosos y luego los cerró y expiró.
Del tiempo que allí estuvimos guardo poca memoria, sólo que allá nos tomó el lunes de Casimodo y la fiesta del Espíritu Santo y tan quebrantados estaban algunos de las calenturas y pestilencias y tan acomodados otros a la vida de los negros que no veíamos el día de partir. Y todos los hombres acabaron emparejándose con mujer negra, en lo cual no fui yo distinto a ellos sino que, andando el tiempo, después de haber retozado con cuatro o cinco de ellas, siempre a espaldas de fray Jordi por no merecer su reprobación, luego me vine a aficionar a una negra muy joven que tendría catorce o quince años y que se llamaba Gela. Y ésta era hija de uno de los hermanos gordos de Caramansa. Y cuando el padre vio que ponía mucho los ojos en ella, vino a ofrecérmela por más obligarme. Y es costumbre de los negros, como entre nosotros en Castilla, la de pagar dote por la mujer. Y el padre de Gela me señaló por dote una ballesta de las tres que yo entonces tenía, mas hice venir a Paliques y por su intermedio le expliqué que nuestra ley prohibía comerciar con ballestas, así que debía acomodarse a pedir cualquier otra mercadería que no fuera la ballesta. Y él torció el gesto e hizo ademán de retirarse muy enojado, mas venía yo avisado, de mi trato con otros negros, de que estas manifestaciones de enojo y amenaza que los negros usan no son nunca verdad.
Y es el caso que cuando han de pensar algo fingen enfadarse y dan la espalda o se mesan los cabellos o se arañan la cara como si hubieran recibido gran afrenta. No se parecen en esto a nosotros, los blancos, que, cuando hemos de pensar algo, nos dejamos ver con el gesto grave, la frente arrugada, la mano en la mejilla, dando silenciosos paseos, mirando ora a la tierra ora al cielo. E incluso, muchos de entre nosotros que no están dotados de pensamiento o, si lo están, lo están poco, fingen esas posturas para hacer creer a los que los miran que piensan.