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Authors: Juan Eslava Galán

En busca del unicornio (3 page)

Seguí departiendo con el buen fraile sobre las trazas de la caza del unicornio y él, que era persona de mucho juicio, me dijo que con cebo virginal era seguro que podríamos tomarlo porque entonces se conduce con la mansedumbre de una oveja. Y supe que, por si en tierra de infieles no hubiera ninguna doncella, pues es sabido que sin el freno de la verdadera religión hacen más uso de la lujuria que los cristianos, el Canciller había previsto que llevásemos en nuestra compañía a una doña Josefina de Horcajadas, doncella certificada, de noble linaje de la ciudad de Cuenca, que sería, llegado el caso, nuestro señuelo con que amansar y pacificar a cuantos unicornios topásemos en los confines del África. Y al darme noticia de ella, fray Jordi me encomendó mucho que, puesto que yo iba a ser el sargento y mariscal de la milicia del Rey, me cuidara mucho que ninguno de mis hombres osara acercarse a doña Josefina ni para tocarle un pelo de la ropa so pena de ejemplar castigo, lo que yo prometí de muy buena gana.

En estas pláticas nos fue entrando la noche, apenas desmentida por la luz de una triste palmatoria que sobre la mesa ardía, cuando sonó la campana de los frailes llamándolos a colación y con esto me despedí de Fray Jordi y me volví a "Alonsillo" y a mi aposento del alcázar muy embargado de pensamientos y cavilaciones y trazas, y acabó de cerrar la noche, en lo que bajé a cenar con los pajes y los maestresalas y luego excusando conversaciones, retiréme a dormir y no pude pegar ojo imaginando la pintura de las nuevas tierras y personas que habría de conocer por mandado del Rey, en los confines de la tierra ignota, y cómo acrecentaría mi estado y nombre con las hazañas y grandes hechos que pensaba cumplir en mi encomienda, que a las veces no pensaba que fuera yo sino un Rolando o un Alejandro de los que en las historias antiguas vienen. Y del mucho velar y dar tornadas en la cama e impacientarme anduve, los otros días que allí esperé, muy mal despierto, sin mostrar mucha cortesía, como manda la buena crianza, para corresponder las finezas y atenciones que Manolito de Valladolid de continuo gastaba conmigo. Mas él no tomaba enojo, pensando que era mi natural arisco, y luego volvía en busca de mi compaña y poca conversación.

Y al tercer día salimos de Segovia sin despedirnos del Rey ni de su secretario, que en el mientras tanto el rey y toda la Corte fueron partidos a Guadalajara con el mayor secreto del mundo como, por excusar traiciones, solían. Y esta vez hice el camino muy bien acompañado porque iban conmigo cuarenta ballesteros a caballo y fray Jordi de Monserrate, en una mula andariega, seguido de otra de reata donde llevaba los bultos y apechusques de su botica. Y con nosotros iba Manolito de Valladolid que había alcanzado del Canciller, su tío, ser mayordomo y aposentador de la expedición, y en buena mula cisterciense, pausada de andares, con tijera de mujeriegas y quitasol colorado, llevada de reata por un mozo de mulas, viajaba, silenciosa y tapada por unas espesas tocas que le colgaban de las puntas del sombrero, doña Josefina de Horcajadas, la doncella. Y con ella venían dos criaditas jóvenes y otra vieja. Además llevábamos tres mozos de mulas y un hermano lego que iba al cuidado de fray Jordi de Monserrate y detrás destos iban hasta cinco mulos buenos con fardaje de todas las cosas de que para nuestra despensa menester hubimos, provistas muy cumplida y abundosamente por mandato del Rey nuestro señor.

III

Partimos tan secretamente de Segovia, cuando aún dormían los gallos, que persona en el mundo supo dónde íbamos. Y, en saliendo al pago que dicen del Quejigal, tomamos el camino de Toledo y, en descansadas jornadas, pernoctando en ventas y posadas, fuimos acercándonos a tierras de las Andalucías. Manolito de Valladolid, en puesto de mayordomo real, no se apartaba de mi estribera, mal jinete, siempre quejándose de la incomodidad del camino, del polvo, de las moscas y de la inclemencia del sol, para cuya defensa iba tocado de gorro morisco de seda carmesí, con pañuelo de lo mismo velándole la cara, y fingía no oír las chanzas y coplas de la chusma ballesteril. Fastidiado iba yo de su amistad tan asidua y empalagosa, y de no saber qué hacer para quitármelo de encima, que cuanto de peor talante contestaba sus muchas preguntas e inquisiciones, más afición parecía tomarme él y más chistes y bromas de mi persona imaginaba yo en la comitiva zumbona. Hubiera preferido gastar el camino en conversación y amigable coloquio con fray Jordi, que me parecía un pozo de ciencia y me había aficionado yo, en dos o tres paliques que con él tuve, a sus muchos y variados saberes, pero el buen fraile prefería ir cerca de la zaga, con los lacayos y las mujeres, lejos del mucho blasfemar y entonar lascivos cantos de la tropa, y aún dos o tres veces se nos quedó retrasado y hubimos de esperarlo porque, cuando descubría alguna yerba o alguna piedra nueva, no cuidando del asunto común, se bajaba a recogerla, y así iba haciendo sus cosechillas de yerbas y hojas y raíces que luego guardaba en ciertas taleguillas de lino, y cuando hacíamos parada larga, para yantar o para que descansaran las bestias, él ponía su agosto a secar encima de las peñas, mirando a Oriente, donde mejor hiciera el sol, y alababa la virtud de Dios en aquellas plantas. Y era maravilla ver cómo tales saberes y labores lo tenían entretenido, que ni se quejaba de las incomodidades del viaje, siendo él, por su mucha grosura y poca costumbre de cabalgar, el que me pareció en un principio que peor había de sufrir el camino. En cuanto a la dama Josefina de Horcajadas poco he de decir. A cada descanso íbanseme los ojos a ella sin poder remediarlo, que me parecía adivinar que había de ser de reposada presencia y bellas facciones y que habría de tener los pechicos redondos y pequeños y los muslos gordezuelos y torneados, pero nunca me atreví a acercarme a más de quince pasos della porque, habiendo de dar ejemplo a los ballesteros, me pareció que sería de mucha torpeza y poco recato que me viesen requebrándola o haciéndome el cortesano entre sus dueñas. Así que me mantuve a prudente distancia, aunque me pareció que algunas veces ella me miraba y, cuando tal sentía, procuraba enderezarme sobre "Alonsillo", y sacar pecho, y dar órdenes a los ballesteros y mozos que más cerca anduvieran, con la voz recia y capitana, y vinieran o no a cuento, cosas todas que, por ser joven, bien creo que se me podrían excusar.

A la altura de Toledo sólo paramos un día y fue lo justo para no entrar en tan famosa ciudad, sino que posamos con gran prevención y secreto en uno de los huertos que están cabe el Tajo que allí hay, lugar deleitoso de altos árboles y yerba fresca y mullida, y en tal lugar nos solazamos hasta que nos vinieron tres o cuatro mulas con pan y bastimentos y un escribano real por nombre Paliques que nos acompañaría al moro y al negro, cuyas parlas entendía, pues era licenciado por la afamada escuela de traductores y aun uno de los más ilustres platicantes della, según todos decían, no embargante su mediana mocedad. Y éste era hombre menudo y lampiño y delgado de cuerpo y de piel un algo oscura y tenía los labios henchidos del mucho ejercicio en la pronunciación de parlas extranjeras y nunca se descubría la cabeza, que llevaba recatada por un gorrillo verde con sus vueltas de gasa, debajo del cual lo que había era, como desde el principio sospechamos, una calva escandalosa, amelonada, monda y lironda. Era Paliques de poco y articulado hablar y yo no le quise dar mayor confianza porque ya me dejaba recomendado mi señor el Condestable que un oficial de mando debe tener poca trabazón con sus mandados y esta poca bien administrada. Y con esto pasamos adelante y a los pocos días nos metimos por los campos de La Mancha, buena tierra de hidalgos y de barberos, e iba siendo ya el tiempo de la siega, pues estaban los panes crecidos y acostados y se veían cuadrillas de segadores que bajaban por los caminos en busca de sus amos y asientos, y en los descansos se juntaban a nosotros algunos y cantaban y parlaban con los ballesteros y con los mozos de mulas, y por sus hablillas vine a entender que la ballestería estaba en que íbamos a tierra de moros donde la señora Josefina de Horcajadas había de casar con un conde mahometano que prometiera, a cambio tomar las aguas bautismales y volverse a la fe de Cristo y hacerle guerra, con nuestro señor don Enrique, a sus antiguos hermanos. Y que, por este motivo, la señora iba muy recelada, que era virgen y convenía que lo siguiera siendo por lo menos hasta meterla en el tálamo del tornadizo moro enamorado. Y decían sobre esto que, por este motivo, ella iba sufridora como penitente pues habíase enamorado del capitán de aquella tropilla que era don Juan de Olid, un joven famoso tanto por su apostura como por los hechos de armas que dejaba acabados en la linde del moro y que corrían de boca en romances y cantares de ciego. Sobresaltéme yo al oírme puesto en tales hablillas y no sabía si tomarlo todo a exageraciones de la ballestería, que está ociosa y se emborracha y da en pensar e imaginar lo que no es ni puede ser y luego lo cree y lo cuenta sin curar de invenciones, mas, por otra parte, el cuento me halagaba y por la otra me ponía una como leve angustia en el pecho pues, si bien es cierto que yo nunca fuera famoso adalid de la frontera como ellos me predicaban, también era verdad que nunca volví la espalda al moro cuando asistía a mi señor el Condestable en las reñidas escaramuzas y batallas peleadas en que con él anduve, y nunca herí en moro muerto por enturbiar la espada como hacen otros. Reflexionaba yo que, siendo lo de mi afamada milicia manifiesta desmesura, también lo habría de ser el dar a doña Josefina por mi enamorada, pero, aún así, no me curaba dello con las buenas razones de la prudencia, siendo joven y de natural fogoso, y miraba a la dama más que era prudente y me parecía, según andaban los días con sus aparejadas ocasiones, que también ella me miraba a mí, y, a veces yendo en la cabalgada, yo delante de los otros, abriendo camino sobre el esforzado "Alonsillo", volvía la cabeza so pretexto de ordenar algo, mas, en mi corazón, por sólo verla a ella, y me parecía que mis ojos se cruzaban con los de la dama, allá a lo lejos, donde ella andaba, detrás de la caballería en tropel, rodeada de sus dueñas, a prudente distancia de la ballestería por excusar oídos de las indelicadezas de tal chusma y por no tragarse los espesos polvos que iban levantando.

Así fuimos cumpliendo el camino como buenos hasta que llegamos al Muladal, que es el lugar donde suben los tajos del río Magaña camino de las navas pasando a las Andalucías.

Y allá tomamos descanso al lado del frío arroyo de muy claras aguas como cristal y mandé a dos partidas de ballesteros a ballestear carne y a poco tornaron los unos con un guarro jabalí, que por allí son muy abundosos y fieros, y los otros con hasta media docena de conejos y mucha hierba de hinojo. Con lo que hubimos mucho placer y pensé que nos detendríamos allí hasta el otro día, por dar algún descanso a las bestias, y mandé repartir el último vino que en los pellejos quedaba, no fuera a avinagrarse al pasar los cerros altos, que el vino es mal viajero, y de este modo chicos y grandes hubieron mucho solaz y se fueron aficionando a mí cuando vieron que miraba por ellos y los trataba bien. Todos menos Manolito de Valladolid que desde hacía unos días andaba cabizbajo y no se acicalaba tanto ni se echaba aguas de olor, como antes solía, ni venía a darme conversación, y se venía huidizo y melancólico como verdadero enamorado. Mas yo no hice por darle consuelo, pues antes lo quería de esta guisa que no de la otra, con que me parecía que me hacía perder el respeto y gravedad que me eran debidos delante de la ballestería. Así que lo dejé estar y él andaba visitando aquellas riberas en soledad y ora se sentaba aquí, ora allí, ora tañía gentilmente la flauta, con muy suaves y tristes músicas, ora cantaba los concertados versos de Villasandino o los del enamorado Macías o los de otros desastrados amadores, de los que traía gran provisión en las cámaras de la memoria. Y otras veces, cesado el cantar, tiraba piedras al agua y hasta alguna vez me pareció que derramaba furtivas lágrimas mirando a la corriente en su ser fugitivo como vida. Pero otras veces se consolaba algo y acompañaba a fray Jordi en sus andanzas en busca de yerbas y plantas de virtud y fue mucha suerte que tuviéramos al fraile tan a la mano cuando lo del guarro jabalí, porque hizo una tal escobilla y haz de yerbas con que untar y enlodar el asado por dentro y por fuera que no es cosa de poderse creer, mas todo el que lo cató estuvo de acuerdo en que aquél era el más deleitoso y mejor aderezado faisán que había probado en su vida. A lo que el fraile se reía con aquella su risa caudalosa que le ponía a temblar la papada y la humanidad toda de su panza oronda y le arrasaba los ojos de lágrimas.

En cuanto al parla toledano, éste había hecho amistad con un sargento de los armados, por nombre Andrés de Premió, natural de las Asturias de Uvieu, y se hacía instruir de él en el habla enrevesada que por allá se usa, y al cabo de unas pocas jornadas de cabalgar juntos, ya era Paliques capaz de mantener una conversación con el otro en aquella fabla como si los dos fueran naturales de la misma parte, lo que no dejó de maravillarnos a los que tal mudanza vimos. Y aquel Andrés de Premió era de agraciados rasgos y de fértil ingenio y apacible conversación y no muy alto de cuerpo pero fornido y bien hecho, como cumple a soldado, y traía en medio de la cabeza una mancha calva que, de haber estado más recatada a la parte del remolino, hubiera cómodamente pasado por clerical tonsura, de lo que él no se holgaba nada y de lo que sus peones hacían chistes cuando no eran dél oídos. Y este Andrés de Premió era en todas sus cosas discreto y concertado menos en el decir que descendía del linaje del Cid Campeador. Y yo me fui aficionando a su compañía si bien, llegada la hora del yantar, convenía más dejarlo solo porque, en abriendo el zurrón y talega de las viandas, más parecía que había destapado sepultura de muerto de nueve días o que traía nido de abubillas, según apestaba y hendía una porción de queso podrido que allí guardaba y que, a decir de él, estimaba más por golosina que todos los panes candeales y pasteles adobados de la mesa de la abadesa de Valdediós. De donde dimos en pensar que la tal abadesa debía de estar bien comida y muy regalada de viandas y confites allá donde tuviese el convento, que en esto nadie pasó nunca a saber más.

Y algunos días hice tomar algunas liebres y echarles cascabeles y después por este camino, porque las mujeres hubiesen placer, hacíalas soltar y corríanlas por el campo.

Con estas personas y conocimientos continuamos nuestras jornadas, habiendo muchos deportes y placeres, y así pasamos La Mancha donde, con la abundancia de vino, iba contenta la ballestería como a fiesta. Y así llegamos al antedicho lugar que llaman Muladar que es donde la sierra Morena empieza.

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