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Authors: Anne McCaffrey

El vuelo del dragón (7 page)

F'lar sacudió rápidamente las arañas que habían caído encima de Dama Gemma, la cual no podía moverse debido a lo intenso de sus contracciones.

—Es lo único de que disponíamos, con tanta prisa... —gimió el Gobernador, con sus mejillas chorreando jugos sanguinolentos.

Fax le arrojó su copa, y el vino empapó el pecho del hombre. Siguió el humeante plato de raíces, y el hombre aulló al ser alcanzado por el hirviente líquido.

—¡Mi Señor, mi Señor, si lo hubiera sabido con tiempo!

—Evidentemente, Ruatha no puede recibir con dignidad la visita de su Señor. Debes renunciar a él —se oyó decir a sí mismo F'lar.

Su impresión ante semejantes palabras brotando de sus labios fue tan grande como la de todos los presentes en el Vestíbulo. Se hizo un profundo silencio, roto únicamente por el chasquido de las arañas al caer de sus nidos y al goteo del caldo de raíces de los hombros del Gobernador a las esteras. El crujido del tacón de la bota de Fax fue claramente audible cuando el soberano se volvió lentamente para encararse con el caballero bronce.

Mientras F'lar dominaba su propio asombro y pensaba furiosamente en lo que podría hacer a continuación para enmendar su error, vio que F'nor se ponía lentamente en pie, con la mano sobre la empuñadura de su daga.

—¿He oído bien lo que acabas de decir? —preguntó Fax, con el rostro desprovisto de toda expresión y los ojos llameantes.

Incapaz de comprender cómo podía haber pronunciado aquellas palabras, F'lar logró asumir una postura lánguida.

—Tú mencionaste, mi Señor —dijo lentamente—, que si alguno de tus Fuertes no podía mantenerse a sí mismo ni recibir con dignidad la visita de su legítimo soberano, renunciarías a él.

Fax miró fijamente a F'lar, con un compendio de emociones rápidamente reprimidas en su rostro, pero con un brillo de triunfo en los ojos. F'lar, con su rostro todavía rígido por la forzada expresión de indiferencia, se estaba reprochando mentalmente a sí mismo. En nombre del Huevo, ¿acaso había perdido todo sentido de la discreción?

Fingiendo una absoluta despreocupación, pinchó unas verduras con su cuchillo y empezó a mordisquearlas. Mientras lo hacía, notó que F'nor giraba lentamente su mirada alrededor del Vestíbulo, escrutando a todo el mundo. Bruscamente, F'lar comprendió lo que había ocurrido. Al pronunciar aquellas palabras, él, un dragonero, había respondido a un uso encubierto del poder. F'lar, el caballero bronce, estaba siendo empujado a una situación en la que tuviera que luchar con Fax. ¿Por qué? ¿Con qué finalidad? ¿Para conseguir que Fax renunciara al Fuerte? ¡Increíble! Pero sólo podía existir un motivo posible para semejante giro de los acontecimientos. Una exultación tan aguda como un dolor se hinchó dentro de F'lar. Tenía que mantener su actitud de aburrida indiferencia, no enfrentarse abiertamente con Fax, si no quería verse abocado a un duelo. Un duelo no serviría para nada. Y él, F'lar, no podía perder el tiempo batiéndose inútilmente.

Un gemido escapó de los labios de Dama Gemma y rompió la tensión entre los dos antagonistas. Irritado, Fax se inclinó a mirarla, con el puño cerrado y medio levantado para golpearla por su temeridad al interrumpir a su amo y señor. La contracción que onduló a través del hinchado vientre fue tan obvia como el dolor de la mujer. F'lar no se atrevió a mirar hacia ella, pero se preguntó si Dama Gemma había gemido deliberadamente en voz alta para romper la tensión.

Increíblemente, Fax empezó a reír. Echó la cabeza hacia atrás, mostrando unos dientes grandes y manchados, y rugió:

—¡Voto que renunciaré a él, en favor de su descendencia, si es varón... y vive!

—¡Oído y atestiguado! —exclamó F'lar, poniéndose en pie de un salto y señalando a sus jinetes.

Todos los dragoneros se pusieron en pie inmediatamente.

—¡Oído y atestiguado! —gritaron, al modo tradicional.

Con aquel movimiento, todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo con visible alivio. Las otras mujeres, cada una de ellas reaccionando a su manera ante la inminencia del parto, gritaban órdenes a los sirvientes y se aconsejaban unas a otras. Convergieron hacia Dama Gemma, pero se detuvieron fuera del alcance de Fax como gallinas asustadas. Era evidente que en su interior se estaba librando una lucha entre el miedo a su Señor y el deseo de acercarse a la parturienta.

Fax comprendió sus intenciones tanto como su renuencia y, sin dejar de reír estridentemente, echó hacia atrás su silla, se dirigió hacia la mesa de trinchar y empezó a cortar trozos de asado con su cuchillo y a introducirlos en su boca, goteando jugo, sin interrumpir sus risotadas.

Cuando F'lar se inclinó hacia Dama Gemma para ayudarla a levantarse de su silla, ella le agarró del brazo con gesto apremiante. Sus ojos se encontraron, los de ella nublados por el dolor. Dama Gemma le atrajo hacia ella.

—Se propone matarte, caballero bronce. Le gusta matar —susurró.

—Los dragoneros no se dejan matar fácilmente, valiente dama. Os estoy muy agradecido.

—No quiero que te maten —murmuró Dama Gemma, mordiéndose el labio—. Tenemos tan pocos caballeros bronce...

F'lar la miró, desconcertado. ¿Creía ella, la dama de Fax, en las Antiguas Leyes? Hizo una seña a dos de los hombres del Gobernador para que la transportaran al Fuerte interior. Luego tomó a Dama Tela por el brazo cuando pasaba junto a él.

—¿Qué necesitáis?

—Oh, oh —exclamó Dama Tela, con el rostro contraído por el pánico; se estaba retorciendo nerviosamente las manos—. Agua, caliente, limpia. Trapos. Y una comadrona. Oh, sí, necesitamos una comadrona.

F'lar miró a su alrededor en busca de una de las mujeres del Fuerte, y sus ojos se deslizaron por encima de una despreciable figura que había empezado a recoger la comida derramada. Sin prestarle más atención, hizo una seña al Gobernador y le ordenó en tono perentorio que enviara a buscar la comadrona. El Gobernador propinó un puntapié a la fregona.

—¡Tú... tú! Comoquiera que te llames, ve en busca de la comadrona. Tienes que saber quién es.

Con una agilidad en desacuerdo con su aspecto de vejez y decrepitud, la fregona esquivó un segundo puntapié de despedida del Gobernador. Se deslizó rápidamente a través del Vestíbulo y salió por la puerta que daba a la cocina.

Fax seguía troceando y engullendo carne, interrumpiéndose ocasionalmente para estallar en una carcajada ante un pensamiento que le resultaba divertido. F'lar se acercó a la mesa de trinchar y, sin esperar la invitación de su anfitrión, empezó también a cortar carne, haciendo seña a sus hombres para que le imitaran. Los soldados de Fax, en cambio, esperaron hasta que su Señor se dio por harto.

Señor del Fuerte, tu mandato está a salvo

Con espesas murallas, puertas de metal, y ninguna vegetación.

Lessa salió rápidamente del Vestíbulo para ir en busca de la comadrona, poseída por un terrible sentimiento de frustración. ¡Tan cerca! ¡Tan cerca! ¿Cómo había podido llegar tan cerca y, sin embargo, fracasar? Fax tenía que haber desafiado al dragonero. Y el dragonero era joven y fuerte, y tenía un rostro de luchador, duro y controlado. No tenía que haber contemporizado. ¿Acaso había muerto en Pern todo sentido del honor, asfixiado por la verde hierba?

¿Y por qué, oh, por qué Dama Gemma había escogido aquel preciso instante para dar a luz? Si su gemido no hubiera distraído a Fax, la lucha habría empezado, y ni siquiera Fax, con toda su fama de luchador sin escrúpulos, hubiera prevalecido contra un dragonero que tenía el apoyo de Lessa. El Fuerte tenía que ser devuelto a su Sangre legítima. ¡Fax no saldría vivo de Ruatha!

Encima de ella, en la Alta Torre, el gran dragón bronce emitía un extraño canturreo, con sus ojos de múltiples facetas chispeando en la creciente oscuridad.

Inconscientemente, Lessa le silenció como habría hecho con el wher guardián. Ah, aquel wher guardián. No había salido de su cubil cuando ella pasó por delante. Lessa sabía que los dragones habían estado con él. Pudo oírle farfullar en su pánico. Los dragones le conducirían a la muerte.

La pendiente del camino prestó alas a sus pies, y tuvo que frenar su carrera mucho antes de llegar al umbral de piedra de la vivienda de la comadrona. Aporreó la puerta cerrada, y oyó la asustada exclamación de sorpresa en el interior.

—¡Un parto! ¡Un parto en el Fuerte! —gritó Lessa al tiempo que golpeaba la puerta.

—¿Un parto? —preguntó una voz ahogada, mientras alguien manipulaba en los cerrojos—. ¿En el Fuerte?

—La dama de Fax, y, si aprecias tu vida, date prisa, ya que si nace un varón será el Señor de Ruatha.

Aquello debía convencerla, pensó Lessa, y en aquel momento la puerta fue abierta de par en par por el hombre de la casa. Lessa pudo ver a la comadrona reuniendo sus cosas apresuradamente, amontonándolas en su chal. Lessa empujó literalmente a la mujer por el empinado camino hasta el Fuerte, por debajo de la Torre, agarrándola del brazo cuando trató de huir a la vista del dragón que la observaba desde lo alto. La hizo entrar en el Patio y luego, venciendo su resistencia, en el Vestíbulo.

La mujer se aferró a la puerta interior, asustada al ver a tanta gente reunida allí. El Señor Fax, con los pies sobre la mesa, se estaba limpiando las uñas con su cuchillo, no agotada aún su hilaridad. Los dragoneros, con sus túnicas de piel de wher, comían silenciosamente en una mesa en tanto que los soldados daban cuenta de los restos del asado.

El caballero bronce vio llegar a las dos mujeres e hizo un gesto apremiante hacia el Fuerte interior. La comadrona no se movió. Lessa tiró inútilmente de su brazo, conminándola a atravesar el Vestíbulo. Ante su sorpresa, el caballero bronce avanzó hacia ellas.

—Date prisa, mujer. Dama Gemma va a dar a luz antes de tiempo —dijo con aire preocupado, señalando imperativamente hacia la entrada del Fuerte. Ante la pasividad de la comadrona, la agarró del hombro y la condujo hacia la escalera, con Lessa tirando del otro brazo de la mujer.

Cuando llegaron a la escalera, F'lar soltó a la comadrona, indicándole a Lessa con un gesto que la escoltara el resto del camino. En el momento en que llegaban a la maciza puerta interior, Lessa observó la fijeza con que las estaba mirando el dragonero. Miraba con una atención especial la mano con la que Lessa sujetaba el brazo de la comadrona. Lessa contempló su propia mano, y la vio como si perteneciera a una desconocida: los largos dedos, bien formados a pesar de la suciedad y de las uñas rotas, una mano pequeña, delicadamente modelada, cuya belleza no habían podido destruir los trabajos más rudos.

Dama Gemma estaba en pleno parto, que se presentaba difícil. Cuando Lessa trató de retirarse de la habitación, la comadrona le dirigió una mirada tan aterrada que Lessa se quedó, de mala gana. Era evidente que las otras damas de Fax no servirían para nada. Estaban agrupadas a un lado del alto lecho, retorciéndose las manos y hablando en tono excitado y estridente. Lessa y la comadrona tuvieron que desvestir a Dama Gemma, tranquilizarla y sujetar sus manos contra las contracciones.

Quedaba muy poca belleza en el rostro de la grávida mujer. Sudaba abundantemente, y su piel estaba teñida de gris. Su respiración era ronca y fatigosa, y se mordía los labios para no gritar.

—Esto no marcha bien —murmuró la comadrona entre dientes—. Vosotras, basta de parloteo —ordenó, volviéndose hacia las damas. En el ejercicio de su profesión, se afirmaba su carácter y sabía imponer su autoridad—. Traedme agua caliente. Acercadme aquellos trapos. Buscad algo caliente para el bebé. Si nace con vida, tiene que ser protegido del frío y de las corrientes de aire.

Sugestionadas por el tono imperativo de la comadrona, las mujeres dejaron de gimotear y obedecieron sus instrucciones.

Si sobrevive
, las palabras resonaron en la mente de Lessa.
Si sobrevive para ser Señor de Ruatha. ¿Alguien engendrado por Fax? Esa no había sido su intención, aunque...

Dama Gemma agarró ciegamente las manos de Lessa y, a pesar de sí misma, Lessa respondió a la presión que había de resultar consoladora para la mujer.

—Sangra demasiado —murmuró la comadrona—. Más trapos.

Las mujeres volvieron a gimotear, susurrando comentarios de miedo y de protesta.

—No debió realizar un viaje tan largo.

—Morirán los dos.

—Oh, hay demasiada sangre.

Demasiada sangre
, pensó Lessa.
No tengo ningún agravio contra ella. Y el niño llega demasiado pronto. Morirá.
Miró el rostro contraído, el ensangrentado labio inferior.
Si no grita ahora, ¿por qué lo hizo entonces?
Una oleada de rabia invadió a Lessa. Esta mujer, por algún motivo ignorado, había distraído a Fax y a F'lar en el momento crucial. Apretó furiosamente las manos de Gemma entre las suyas.

El inesperado dolor arrancó a Gemma de su breve respiro entre las terribles contracciones que se presentaban a intervalos cada vez más cortos. Parpadeando contra el sudor que inundaba sus ojos, miró desesperadamente a Lessa.

—¿Qué te he hecho yo? —balbuceó.

—¿Qué me has hecho? Tenía a Ruatha al alcance de mi mano cuando proferiste tu falso grito —dijo Lessa, con la cabeza inclinada de modo que ni siquiera la comadrona al pie de la cama pudiera oírlas. Estaba tan furiosa que había perdido toda discreción, pero no importaba, ya que esta mujer se hallaba a las puertas de la muerte.

—Pero... el dragonero... Fax no puede matar al dragonero. Hay tan pocos caballeros bronce... Todos ellos son necesarios. Y las antiguas Leyendas... la estrella... estrella...

No pudo continuar, estremecida por una nueva contracción. Los macizos anillos que llevaba en sus dedos mordieron las manos de Lessa mientras Dama Gemma se aferraba a la muchacha.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lessa en un ronco suspiro.

Pero la agonía de la mujer era tan intensa que apenas podía respirar. Sus ojos parecían querer escapar de su cabeza. Lessa, a pesar de que se había endurecido contra toda emoción que no fuera la de la venganza, se dejó dominar por el profundo instinto femenino de aliviar el dolor de una mujer en su fase más extrema. Incluso así, las palabras de Dama Gemma resonaban en su mente. La mujer, pues, no había protegido a Fax sino al dragonero. ¿La Estrella? ¿Se refería a la Estrella Roja? ¿A qué antiguas Leyendas aludía?

La comadrona tenía las dos manos sobre el vientre de Gemma, apretando hacia abajo, susurrando consejos a una mujer demasiado agobiada por el dolor para oírlos. En una de sus convulsiones, el cuerpo de la parturienta perdió contacto con la cama. Mientras Lessa trataba de sujetarla, Dama Gemma abrió los ojos de par en par, con una expresión de incrédulo alivio. Se relajó en brazos de Lessa y permaneció inmóvil.

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