Read El vuelo del dragón Online
Authors: Anne McCaffrey
Durante milenios, los magníficos dragones de Pern habían luchado fieramente al servicio de la humanidad. Y los hombres que los cabalgaban constituían, en el sentido más exacto del término, una raza aparte, cuyos especiales poderes telepáticos, que convertían a jinete y montura en una sola entidad, les permitía combatir a las terribles Hebras que, periódicamente, llovían con mansa ominosidad sobre el planeta.
Pero hacía muchas Revoluciones que habían caído las últimas Hebras. El peligro parecía haber desaparecido. Los grandes Señores de los Fuertes habían empezado a dejar de pagar los tradicionales diezmos, y los caballeros ya no eran considerados más que como una inútil reliquia de tiempos pasados. Los Weyrs de los dragones estaban en plena decadencia. Sin embargo, las Hebras iban a volver a caer.
Irlandesa de origen, Anne McCaffrey constituye, junto con Ursula K. LeGuin, el nombre femenino más importante de la ciencia ficción anglosajona. «El vuelo del dragón», su obra más famosa, apareció originalmente, con el título Dragonrider, en los números de diciembre de 1967 y enero de 1968 en la revista Analog. Desde su aparición, la serie The dragonriders of Pern lleva más de diez ediciones en los Estados Unidos y a «El vuelo del dragón» le fueron otorgados los premios Hugo y Nebula de novela en 1968.
Anne McCaffrey
El vuelo del dragón
Los cabalgadores de dragones de Pern - 1
ePUB v1.0
RufusFire10.02.12
Título original:
Dragonflight
Anne McCaffrey, 1968
Traducción:
José María Aroca
, 1977
Ilustración:
El Cubri
Querido Dios,
Sí, existe una Virginia que me ayudó a crear
este planeta y las maravillas que encierra. Y por lo
cual te doy las gracias.
AMJ
¿Cuándo una leyenda es leyenda? ¿Por qué un mito es un mito? ¿Cuán antiguo y desusado tiene que ser un hecho para ser relegado a la categoría de «Cuento de hadas»? ¿Y por qué determinados hechos permanecen incontrovertibles en tanto que otros pierden su validez para asumir un carácter gastado e inestable?
Rukbat, en el sector de Sagitario, era una estrella dorada tipo G. Tenía cinco planetas y uno extraviado que había atraído y retenido en el reciente milenio. Su tercer planeta estaba envuelto por aire que el hombre podía respirar, decantaba agua que el hombre podía beber, y poseía una gravedad que permitía al hombre andar confiadamente erecto. Los hombres lo descubrieron y no tardaron en colonizarlo. Hacían eso con todos los planetas habitables, y luego —bien por insensibilidad o a través del colapso del Imperio, los colonos nunca lo descubrieron y eventualmente se olvidaron de preguntarlo— dejaban que las colonias se las arreglaran por sí mismas.
Cuando los hombres se establecieron por primera vez en el tercer mundo de Rukbat y lo llamaron Pern, apenas se habían fijado en el extraño planeta que giraba alrededor del que ellos habían adoptado en una órbita elíptica descabelladamente errática. Al cabo de unas cuantas generaciones habían olvidado su existencia. La absurda órbita del planeta errante le acercaba a su hermanastro cada doscientos años (terrestres) en el perihelio.
Cuando los aspectos eran armónicos y la conjunción con su planeta hermano lo bastante próxima, como ocurría a menudo, la vida indígena del planeta errante trataba de salvar el abismo espacial hasta el planeta más templado y hospitalario.
Durante la frenética lucha para combatir aquella amenaza que caía a través de los cielos de Pern como hebras plateadas, el tenue contacto de Pern con el planeta madre quedó roto. Los recuerdos de la Tierra se alejaron un poco más de la historia pernesa con cada generación sucesiva, hasta que la memoria de sus orígenes degeneró, más allá de leyenda o mito, en olvido.
Para prevenir las incursiones de las temidas Hebras, los perneses, con la inventiva de sus olvidados antecesores terráqueos, desarrollaron una variedad altamente especializada de forma de vida indígena de su planeta adoptado. Los humanos que poseían un elevado nivel de empatía y cierta capacidad telepática congénita fueron adiestrados para utilizar y conservar este singular animal, cuya capacidad de teleportación era de gran valor en la ardua lucha para mantener a Pern libre de Hebras.
Los alados, rabudos y escupefuego dragones (bautizados con ese nombre a causa de los legendarios animales terrestres a los cuales se parecían), sus jinetes, una raza aparte, y la amenaza a la que combatían, crearon un grupo enteramente nuevo de leyendas y mitos.
Una vez a salvo de todo peligro inminente, Pern estableció un sistema de vida más cómodo. Los descendientes de los héroes cayeron en desgracia, como las leyendas caen en descrédito.
LA BÚSQUEDA DEL WEYR
Tambor redobla y flautista sopla,
arpista toca y soldado marcha.
Libera la llama y quema las hierbas
Hasta que haya pasado la Estrella Roja.
Lessa despertó, fría. Fría con algo más que la frialdad de las perpetuamente viscosas paredes de piedra. Fría con la presciencia de un peligro más intenso que el que la había enviado, hacía diez Revoluciones enteras, gimiendo de terror, a ocultarse en la fragante madriguera del wher guardián.
Rígida a causa de la concentración, Lessa yacía en la paja de la olorosa quesería que compartía como dormitorio con los otros marmitones. En el ominoso portento había un apremio distinto a cualquier otra advertencia. Captó la vigilancia del wher guardián, bamboleándose en sus rondas en el patio. Daba vueltas en torno al estrangulante límite de su cadena. Estaba desvelado, pero indiferente a algo anormal que acechaba en la oscuridad que precedía al amanecer.
Lessa se enroscó en un apretado nudo de huesos, abrazándose a sí misma para aliviar la tensión a través de sus tensos hombros. Luego, obligándose a relajarse, músculo por músculo, articulación por articulación, trató de percibir la sutil amenaza que podía angustiarla a ella, sin inquietar al sensible wher guardián.
El peligro no estaba concretamente dentro de las murallas del Fuerte de Ruatha. Ni se acercaba al enlosado perímetro exterior del Fuerte, donde la implacable hierba se había abierto paso a través del antiguo hormigón, verde testigo del deterioro del otrora Fuerte de piedra limpia. El peligro no avanzaba por el ahora poco utilizado estriberón que ascendía del valle, ni acechaba en las viviendas de piedra de los artesanos al pie del acantilado del Fuerte. No perfumaba al viento que soplaba desde las frías playas de Tillek. Pero, sin embargo, percutía agudamente a través de los sentidos de Lessa, haciendo vibrar todos los nervios de su delgada figura. Completamente desvelada, trató de identificarlo antes de que su presciencia se desvaneciera. Se proyectó al exterior hacia el Paso, más lejos de lo que nunca había llegado. La amenaza no estaba en Ruatha... todavía. Ni tenía un sabor familiar. En consecuencia, no era Fax.
A Lessa le había complacido cautelosamente que Fax no se hubiera dejado ver en el Fuerte Ruatha en tres Revoluciones enteras. La apatía de los artesanos, la decadencia de los dominios agrícolas, incluso las piedras atacadas por la hierba del Fuerte enfurecían a Fax, autonombrado Señor de las Altas Extensiones, hasta el punto de que prefería olvidar el motivo por el cual había sometido al en otro tiempo orgulloso y rentable Fuerte.
Implacablemente impulsada a identificar aquella opresora amenaza, Lessa buscó a tientas sus sandalias en la paja. Se levantó, sacudiendo maquinalmente la paja pegada a sus largos cabellos, los cuales recogió rápidamente en una especie de moño sobre su nuca.
Avanzó con cuidado entre los marmitones dormidos, apretujados para calentarse unos a otros, y subió los gastados peldaños que conducían a la cocina. El cocinero y su ayudante yacían sobre la larga mesa delante del gran hogar, recibiendo en sus anchas espaldas el calor del fuego mortecino y roncando de un modo discordante. Lessa se deslizó a través de la cavernosa cocina hasta la puerta del patio-establo. Abrió la puerta sólo lo suficiente para que pudiera pasar su delgado cuerpo. Los guijarros del patio estaban helados a través de las delgadas suelas de sus sandalias, y Lessa se estremeció cuando el aire de la madrugada cruzó la débil barrera de su vestido remendado.
El wher guardián avanzó con paso torpe a través del patio para ir a su encuentro, suplicando, como siempre hacía, que lo soltara. Cariñosamente, Lessa acarició los dobleces de las puntiagudas orejas mientras el animal se acomodaba a su paso. Mirando la espantosa cabeza, Lessa le prometió una buena rascada dentro de un rato. El animal se agachó, gruñendo, mientras Lessa subía los acanalados peldaños que conducían al baluarte sobre la maciza poterna del Fuerte. En lo alto de la torre, Lessa miró hacia el este donde los senos de piedra del Paso se erguían en una recortada silueta negra contra las primeras claridades del alba.
Indecisa, giró a su izquierda, ya que la sensación de peligro procedía también de aquella dirección. Miró hacia arriba, sus ojos atraídos por la estrella roja que recientemente había empezado a dominar el cielo del amanecer. Mientras miraba, la estrella irradió una pulsación rúbea final antes de que su resplandor se perdiera en el brillo del sol naciente de Pern. Incoherentes fragmentos de cuentos y baladas acerca de la aparición al amanecer de la estrella roja cruzaron por el cerebro de Lessa, con demasiada rapidez para que tuvieran sentido. Además, su instinto le decía que, si bien el peligro podía proceder del nordeste, también existía un peligro mayor con el que enfrentarse procedente del este. Tensando sus ojos como si la visión pudiera salvar el bache entre peligro y persona, miró fijamente hacia el este. La leve y silbada pregunta del wher guardián la alcanzó en el preciso instante en que la presciencia se desvanecía.
Lessa suspiró. No había encontrado ninguna respuesta en el amanecer, sólo portentos discrepantes. Tenía que esperar. La advertencia había llegado, y ella la había aceptado. Estaba acostumbrada a esperar. Astucia, resistencia y superchería eran sus otras armas, cargadas con la inagotable paciencia de una dedicación vengativa.
La luz del alba iluminó el desordenado paisaje, los campos sin labrar en el valle inferior. La luz del alba cayó sobre raquíticos prados, donde los dispersos rebaños de animales de leche cazaban desperdigadas briznas de hierba primaveral. En Ruatha, murmuró Lessa, la hierba crecía donde no debía hacerlo, y moría donde debía florecer. Lessa apenas podía recordar ahora el aspecto que había tenido el Valle Ruatha en otros tiempos, dulcemente risueño, ampliamente feraz. Antes de que llegara Fax. Una extraña sonrisa distendió unos labios desacostumbrados a semejante ejercicio. Fax no obtuvo ningún provecho de su conquista de Ruatha... no lo obtendría mientras ella, Lessa, viviera. Y Fax no tenía la menor sospecha de la fuente de esta ruina.