Era digno de decir, con todo, por aquellos que los conocían mejor, que la confidencia entre los dos no era completa, pues era muy reservada acerca de la vida pasada de su cónyuge, o sino, lo que era más probable, había sido imperfectamente informada sobre ella. También se había notado y comentado por una poca gente observadora que habían signos a veces de nerviosismo por parte de Mrs. Douglas, y que manifestaba agudos malestares si su ausente marido regresaba particularmente tarde al hogar. En las tranquilas tierras campestres, donde todo chisme es bienvenido, esta debilidad de la señora de Manor House no pasaba desapercibida y se hizo más grande en la memoria de la gente cuando los eventos surgieron, lo que le daría un significado muy especial.
Había otro individuo cuya residencia bajo ese techo era, es verdad, esporádica, pero su presencia al mismo tiempo que los extraños sucesos que ahora serán narrados llevó su nombre prominentemente ante el público. Éste era Cecil James Barker, de Hales Lodge, Hampstead.
La figura alta, desvencijada de Cecil Barker era una familiar en la calle principal de Birlstone; pues él era un frecuente y bienvenido visitante en Manor House. Era el único amigo conocido de la vida pasada de Mr. Douglas que lo visitaba en sus nuevos dominios ingleses. Barker era indudablemente un inglés; pero por sus comentarios era claro que había conocido a Douglas en América y que había establecido íntimas relaciones con él. Parecía ser un hombre de considerable fortuna y se decía ser soltero.
En edad era un poco menor que Douglas, cuarenta y cinco como máximo; alto, derecho, de pecho ancho con un rostro rasurado, de boxeador, espesas, fuertes y negras cejas, y un par de dominantes ojos oscuros que podrían, incluso sin la ayuda de sus manos, limpiarle el camino a través de una multitud hostil. No montaba ni era tirador, pero pasaba los días vagabundeando por la vieja aldea con la pipa en su boca, o manejando carrozas con su anfitrión, o en su ausencia, con su anfitriona, a través de los bellos campos. “Un caballero sereno y liberal” dijo Ames, el despensero. “¡Pero por todos los cielos! ¡Yo no habría querido ser el hombre que se cruce por su camino!” Era cordial e íntimo con Douglas, y no era menos amistoso con su esposa, una amistad que más de una vez le causó una irritación a su esposo, tanto que incluso los sirvientes podían percibir su enojo. Ésa era la tercera persona que ya era una de la familia cuando la catástrofe ocurrió.
En cuanto a los otros residentes de la vieja casa, basta de todo el amplio servicio de sirvientes con mencionar al remilgado, respetable y capaz Ames, y Mrs. Allen, una rolliza y jovial persona, que releva a la señora en algunos de los quehaceres de la casa. Los otros seis empleados en la mansión no se relacionan con los eventos de la noche del 6 de enero.
Eran las once y cuarenta y cinco cuando la primera alarma llegó a la pequeña estación de la policía local, a cargo del sargento Wilson de la cuadrilla de alguaciles de Sussex. Cecil Barker, muy excitado, había corrido hacia la puerta y hecho sonar fuertemente la campana. Una terrible tragedia había ocurrido en Manor House, y John Douglas había sido asesinado. Ésa era el expectante contenido de su mensaje. Se apuró en regresar a la casa, seguido en minutos por el sargento de policía, que llegó a la escena del crimen un poco después de las doce en punto, luego de tomar prontas disposiciones en avisar a las autoridades del condado que algo serio estaba en pie.
Al llegar a Manor House, el sargento encontró el puente levadizo abajo, las ventanas encendidas, y toda la casa en estado de confusión salvaje y alarma. Los pálidos sirvientes estaban amontonados todos en el vestíbulo, con el asustado mayordomo retorciéndose las manos en la entrada. Solamente Cecil Barker parecía ser dueño de sí mismo y sus emociones; abrió la puerta que estaba más cerca del pórtico e hizo una señal al sargento para que lo siguiera. En ese momento llegó el Dr. Wood, un fuerte y hábil profesional del pueblo. Los tres hombres entraron al aposento fatal juntos, a la par que el horrorizado despensero siguió sus pasos, cerrando la puerta tras él para ocultar la terrible escena a los sirvientes.
El difunto yacía de espaldas, acostado con las piernas abiertas en el centro del cuarto. Estaba vestido sólo con su batín rosado, que cubría sus pijamas. Habían pantuflas en sus pies desnudos. El doctor se arrodilló a su lado y sostuvo la lámpara de mano que permanecía en la mesa. Una ojeada a la víctima era suficiente para mostrarle al médico que su presencia podía ser prescindida. El hombre había sido horriblemente herido. Tendido a través de su pecho había una curiosa arma, una escopeta con el cañón aserrado un pie frente a los gatillos. Era obvio que había sido disparado a corta distancia y que había recibido toda la carga en la cara, volando su cabeza en pedazos. Los gatillos habían sido accionados a la vez, para hacer la simultánea descarga más destructiva.
El policía de campo estaba enervado y preocupado por la tremenda responsabilidad que sorpresivamente caía sobre él.
—No tocaremos nada hasta que lleguen mis superiores —dijo en una quieta voz, mirando fijamente con horror a la cabeza espantosa.
—Nada ha sido tocado hasta ahora —respondió Cecil Barker—. Yo respondo por eso. Lo ve todo exactamente como lo encontré.
—¿A qué hora fue eso? —el sargento había sacado su libreta de apuntes.
—Eran justo las once y media. No me había comenzado a desvestir, y estaba sentado junto al fuego en mi habitación cuando oí el escopetazo. No fue muy fuerte, pareció ser amortiguado. Corrí rápidamente, no pienso que fueran treinta segundos antes que estuviera en el cuarto.
—¿La puerta estaba abierta?
—Sí, estaba abierta. El pobre Douglas yacía como lo encuentra ahora. La vela de su dormitorio ardía sobre la mesa. Fui yo quien encendió la lámpara minutos después.
—¿No vio a nadie?
—No. Oí a Mrs. Douglas bajando las escaleras tras de mí, y me apresuré en prevenir que viera esta vista horrorosa. Mrs. Allen, el ama de llaves, vino y se la llevó. Ames arribó y entramos al aposento nuevamente.
—Pero de hecho yo he oído que el puente levadizo está levantado toda la noche.
—Sí, estaba levantado hasta que yo lo bajé.
—¿Entonces cómo pudo el asesino escapar? ¡Está fuera de toda lógica! Mr. Douglas debió dispararse a sí mismo.
—Ésa fue nuestra primera idea. ¡Pero vea! —Barker arrimó la cortina y mostró que la larga ventana de cristal en forma de rombo estaba abierta en toda su extensión—. ¡Y mire esto! —llevó la lámpara para iluminar una mancha de sangre como la marca de una suela de bota en el umbral de madera.
—Alguien se quedó aquí al salir.
—¿Quiere decir que alguien vadeó el foso?
—¡Exacto!
—Entonces si usted estuvo en el recinto en medio minuto, debió haber estado en el agua en ese momento.
—No tengo duda acerca de ello. ¡Quisiera por todos los cielos haber corrido a la ventana! Pero la cortina lo tapaba, como usted ve, por lo que nunca se me ocurrió. En aquel momento oí los pasos de Mrs. Douglas, y no le dejé entrar en el lugar. Hubiera sido demasiado terrible.
—¡Suficientemente terrible! —dijo el doctor, mirando a la cabeza hecha añicos y las atroces marcas que la rodeaban—. Nunca había visto tales heridas desde el choque ferroviario de Birlstone.
—Pero, yo digo —remarcó el sargento policía, cuyo lento y bucólico sentido común todavía ponderaba la ventana abierta—. Está muy bien lo que dice que un hombre escapó vadeando el foso, pero lo que le pregunto es, ¿cómo llegó a la casa si el puente estaba elevado?
—Ah, ésa es la pregunta —replicó Barker.
—¿A qué hora era levantado?
—Fue cerca de las seis —manifestó Ames, el mayordomo.
—He oído —opinó el sargento— que usualmente estaba elevado al ocaso. Eso sería más cerca de las cuatro y media que de las seis en esta época del año.
—Mrs. Douglas tuvo visitantes para tomar el té —expresó Ames—. No lo pude levantar hasta que se fueron. Luego lo alcé yo mismo.
—Entonces todo viene a esto —alegó el sargento— Si alguien vino de fuera,
si
lo hizo, debieron hacerlo a través del puente antes de las seis, y estar escondido desde entonces, hasta que Mr. Douglas fue al cuarto después de las once.
—¡Eso es! Mr. Douglas iba por toda la casa cada noche, lo último que hacía antes de meterse en la cama, para ver que las luces estuvieran en orden. Esto lo trajo hasta aquí. El hombre estaba esperando y le disparó. Posteriormente se alejó por la ventana y dejo su arma tras él. Así es como lo veo, porque nada más encajaría en los hechos.
El sargento recogió una tarjeta que estaba junto al cadáver en el piso. Las iniciales V. V. y bajo ellas el número 341 estaban rudamente garabateadas con tinta en ella.
—¿Qué es esto? —preguntó, sosteniéndola.
Barker la miró con curiosidad.
—No la había notado —indicó—. El asesino debió haberlo dejado tras él.
—V. V. - 341. No puedo sacar nada concreto de ello.
El sargento continuó agitándola entre sus grandes dedos.
—¿Qué es V. V.? Las iniciales de alguien probablemente. ¿Qué es lo que tiene allí, Dr. Wood?
Era un martillo de un gran tamaño el que yacía en la alfombra frente a la chimenea... un sólido y bien acabado martillo. Cecil Barker apuntó a una caja de clavos con cabeza de latón sobre la repisa.
—Mr. Douglas estuvo cambiando las pinturas ayer —declaró—. Lo vi yo mismo, parándose encima de la silla y fijando el gran cuadro ahí arriba. Eso explica el martillo.
—Haríamos bien en volverlo a poner en la alfombra donde lo hallamos —comentó el sargento, rascando su confundida cabeza en perplejidad—. Necesitará de los mejores cerebros de la fuerza para llegar al fondo de todo esto. Será un trabajo de Londres antes de haber finalizado —alzó la lámpara de mano y avanzó lentamente en la estancia—. ¡Hola! —gritó, excitado, descorriendo la cortina de la ventana a un lado—. ¿A qué hora fueron cerradas estas cortinas?
—Cuando las lámparas fueron prendidas —dijo el despensero—. Sería alrededor de las cuatro.
—Alguien se estuvo escondiendo aquí, muy seguro —bajó la luz, y las marcas de botas embarradas fueron visibles en la esquina—. Esto confirma su teoría, Mr. Barker. Parece que el hombre se metió en la casa después de las cuatro, cuando las cortinas fueron cerradas, y antes de las seis cuando el puente se levantó. Se deslizó dentro del cuarto, porque fue el primero que vio. No había otro lugar en el que se pudiera esconder, por lo que se ocultó detrás de esta cortina. Eso se ve muy claramente. Es probable que su idea original fuera la de desvalijar la casa; pero Mr. Douglas inoportunamente vino sobre él, por lo que lo mató y escapó.
—Así es como parece —respondió Barker—. Pero digo, ¿no estamos perdiendo un tiempo precioso? ¿No podemos salir y recorrer la comarca antes que el tipo se aleje más aún?
El sargento lo consideró por un momento.
—No hay trenes hasta antes de las seis de la mañana; así que no puede irse por tren. Si va por la carretera con sus piernas todas goteando hay probabilidades de que alguien lo vea. De cualquier forma, no puedo irme de aquí hasta que sea relevado. Pero creo que ninguno de ustedes debe irse hasta que veamos más notoriamente cómo estamos.
El doctor tomó la lámpara y escudriñó de cerca al cuerpo.
—¿Qué es esta marca? —preguntó —¿Podría esto tener alguna relación con el crimen?
El brazo derecho del muerto estaba sacado de su batín y expuesto hasta el codo. A mitad del antebrazo había un curioso diseño marrón, un triángulo dentro de un círculo, resaltando en un vívido relieve sobre la piel color de lardo.
—No está tatuado —informó el doctor, observando a través de sus anteojos—. Nunca vi algo así. Este hombre ha sido marcado en algún tiempo de la misma manera que marcan ganado. ¿Cuál es el significado de esto?
—Confieso que no sé el significado de ello —refirió Cecil Barker— pero he visto esa señal en Douglas muchas veces en los últimos diez años.
—También yo —dijo el mayordomo—. Muchas veces cuando el amo arremangaba sus puños he notado esa marca. Continuamente me preguntaba qué sería.
—Entonces no tiene nada que ver con el crimen, de todas formas —dijo el sargento—. Pero es algo singular sobre todo. Todo en este caso es singular. Bueno, ¿qué hay ahora?
El despensero había dado una exclamación de asombro y apuntaba la mano distendida del cadáver.
—Se han llevado su anillo de bodas —jadeó.
—¡Qué!
—Sí, en efecto. El amo siempre usaba su sencillo anillo de bodas de oro en el dedo meñique de su mano izquierda. Ese anillo con la pepita de oro sin tallar estaba sobre él, y el aro de la retorcida serpiente en el dedo medio. Ahí está la pepita y ahí la serpiente, pero el anillo de bodas no está.
—Tiene razón —agregó Barker.
—Me dice usted —comentó el sargento— que el anillo de matrimonio estaba debajo del otro.
—¡Siempre!
—Por lo tanto el asesino, o quien quiera que sea, primero tomó el aro que usted llama el de la pepita, luego el de compromiso, y por último regresó el de la pepita a su lugar.
—¡Así es!
El meritorio policía de campo movió su cabeza.
—Me parece que mientras más pronto los de Londres estén en este caso, mejor —alegó—. White Mason es un hombre inteligente. Ningún trabajo local ha sido nunca mucho para White Mason. No será mucho tiempo antes de que él esté aquí para ayudarnos. Pero espero que tengamos que mirar hacia Londres antes de continuar. No me avergüenzo de decir que es un asunto muy voluminoso para mis gustos.
A las tres de la mañana el gran detective de Sussex, obedeciendo la urgente llamada del sargento Wilson de Birlstone, arribó de sus cuarteles en un ligero carruaje detrás de un trotador sin aliento. Por el tren de las cinco y cuarenta de la madrugada envió su mensaje a Scotland Yard, y estuvo en la estación de Birlstone a las doce del mediodía para recibirnos. White Mason era una persona tranquila, confortable con un suelto traje de tweed, una cara bien afeitada y rubicunda, un cuerpo fornido, y piernas poderosas y estevadas adornadas con polainas, con el aspecto de un pequeño granjero, un guardabosques retirado, o cualquier cosa sobre la tierra excepto un muy favorable espécimen de oficial de criminalística provinciano.
—Un problema absolutamente incompresible, Mr. MacDonald —no se cansaba de repetir—. Tendremos a los periodistas viniendo como moscas hasta que se haya esclarecido el asunto. Espero que terminemos nuestro trabajo antes que metan sus narices y desordenen todas las pistas. No ha habido nada igual hasta donde yo recuerdo. Hay algunos detalles que le serán muy atractivos, Mr. Holmes, o me equivoco. Y para usted también, Dr. Watson; porque los médicos deberán dar un veredicto también antes de terminar esto. Su habitación está en Westville Arms. No hay otro sitio; pero he oído que es limpio y bueno. Este hombre llevará sus equipajes. Por este camino, caballeros, si no es molestia.