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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

El valle del Terror. Sherlock Holmes (17 page)

¡Seguro, ya he leído suficiente de esta basura! —prorrumpió el presidente, aventando el papel sobre la mesa—. Eso es lo que dice de nosotros. La interrogante es ¿qué deberíamos hacer con él?

—¡Matarlo! —aullaron una docena de indómitas voces.

—Protesto contra eso —desaprobó el Hermano Morris, el hombre de las grandes cejas y afeitada faz—. Les digo, hermanos, que nuestra mano es demasiado opresiva en este valle, y llegará a un punto donde en defensa propia todos los hombres se unirán para aplastarnos. James Stanger es un anciano. Es respetado en el municipio y el distrito. Los periódicos se mantienen como lo único sólido en el valle. Si ese hombre es aniquilado habrá una irritación a lo largo del estado que acabará con nuestra destrucción.

—¿Y cómo llevarán a cabo nuestro destrucción, señor retroceso? —gritó McGinty—. ¿Lo hará la policía? Seguro, la mitad de ellos están bajo nuestros pagos y la otra mitad nos teme. ¿O será por las cortes y el juez? ¿Ya no lo hemos probado antes, y cuál fue el resultado de ello?

—Hay un juez Lynch que podría hacerse cargo del caso —indicó el Hermano Morris.

Una protesta general de furia recibió a la sugestión.

—Sólo debería alzar mi dedo —gruñó McGinty— para poner a doscientos hombres en esta villa y la despacharían desde el comienzo hasta el final —sucesivamente alzó su voz y plegó sus cejas en un terrible fruncimiento—. ¡Mire, Hermano Morris, tengo mi ojo puesto en usted, y lo he hecho por un buen tiempo! No tiene corazón, y trata de sacar el corazón de otros. Será un nefasto día para usted, Hermano Morris, cuando su propio nombre aparezca en la agenda, y estoy pensando que es justo ahí donde debería ponerlo.

Morris se había puesto pálidamente lívido, y sus rodillas parecían fallarle mientras se caía en su silla. Elevó su vaso en su trémula mano y bebió antes de responder.

—Pido disculpas, eminente jefe del cuerpo, a usted y a cada hermano de esta logia si digo más de lo que debo. Soy un miembro fiel, todos lo saben, y es mi temor de que ningún mal venga sobre la logia lo que me hace expresarme en tan ansiosas palabras. Pero tengo una mayor confianza en su juicio que en el mío, eminente jefe del cuerpo, y le prometo que no lo ofenderé nuevamente.

El entrecejo del jefe del cuerpo se relajó al oír esas humildes oraciones.

—Muy bien, Hermano Morris. Sería yo el que se sentiría apenado si tuviéramos que darle una lección. Pero mientras esté en la presidencia deberemos ser una logia unida en palabras y actos. Y ahora, muchachos —continuó mirando en torno a la compañía—, digo, que si Stanger sigue con sus méritos habrá más problemas de los que necesitamos. Estos editores permanecen unidos, y cada diario del estado estará llamando a la policía y a las tropas. Pero creo que le podemos dar una advertencia muy severa. ¿Se encargará de ella, Hermano Baldwin?

—Seguro —manifestó el joven impacientemente.

—¿Cuántos llevará?

—Media docena, y dos para guardar la puerta. Tú vendrás Gower, y tú, Mansel, y tú, Scanlan, y los dos Willaby.

—Le prometí al nuevo hermano que iría —alegó el presidente.

Ted Baldwin observó a McMurdo con ojos que decían que no había olvidado ni perdonado.

—Bien, puede venir si desea —reconoció en una ruda voz—. Eso es suficiente. Mientras más pronto nos pongamos a trabajar será mejor.

La compañía rompió filas con gritos y alaridos y arrebatos de canciones de borrachos. El bar aún estaba lleno de parrandistas y muchos hermanos se quedaron allí. La pequeña banda a la que se le había asignado un trabajo salió por la calle, caminando de dos y de tres por la vereda para no llamar la atención. Era una amarga noche fría, con una media luna brillando en un cielo escarchado y tachonado de estrellas. Los hombres se detuvieron y se concentraron en un patio que encaraba un alto edificio. Las palabras “Vermissa Herald” estaban impresas en letra dorada entre las iluminadas ventanas.

—Aquí, usted —indicó Baldwin a McMurdo— puede quedarse abajo en la puerta y verificar que el camino quede abierto para nosotros. Arthur Willaby puede estar con usted. Los demás vengan conmigo. No teman, muchachos; pues tenemos una docena de testigos que dirán que estamos en el Union Bar en este momento.

Era cerca de la medianoche, y la calle estaba desierta salvo por uno o dos juergueros que iban a sus casas. El grupo cruzó la pista, y, empujando la puerta de la oficina del periódico, Baldwin y sus hombres se apresuraron y subieron las escaleras que estaban ante ellos. McMurdo y el otro se plantaron abajo. Desde la habitación de arriba se escuchó un grito, una llamada de auxilio, y luego el sonido de pisoteos y de sillas derrumbadas. Un instante después un hombre canoso salió corriendo hacia tierra.

Fue sujetado antes de que vaya más lejos, y sus lentes cayeron tintineando a los pies de McMurdo. Hubo un baque y un quejido. Estaba de cara, y media docena de palos resonaban juntos mientras caían sobre él. Se retorcía, y sus largas y delgadas extremidades temblaban con los golpes. Los demás cesaron; pero Baldwin no, su cruel semblante mostró una sonrisa infernal mientras apaleaba la cabeza del hombre, que en vano se esforzaba en proteger con sus brazos. Su blanco cabello estaba salpicado con manchas de sangre. Baldwin aún estaba agachado sobre su víctima, dispuesto a descargar un corto y maligno palazo en donde pueda ver una zona expuesta, cuando McMurdo subió las escaleras y lo empujó hacia atrás.

—¡Matará al hombre! —dijo —¡Suéltelo!

Baldwin lo miró aturdido.

—¡Maldito sea! —gritó— ¿Quién es usted para interferir, usted que es nuevo en la logia? ¡Retroceda! —elevó su palo; pero McMurdo había sacado su pistola de su bolsillo de la cadera.

—¡Quédese allí usted! —exclamó—. Le volaré la cabeza si pone una mano sobre mí. Y en cuanto a la logia, no fue la orden del jefe del cuerpo que el hombre no fuera muerto, ¿y qué está haciendo sino matarlo?

—Es verdad lo que dice —remarcó uno de ellos.

—¡Por Dios! ¡Mejor apúrense! —avisó el hombre de abajo—. ¡Las ventanas se están encendiendo, y tendrán aquí al pueblo entero en cinco minutos.

Había verdaderamente un sonido de gritos en la calle, y un pequeño grupo de compositores y periodistas se formaban en el pasadizo inferior y preparándose para la acción. Dejando el débil e inmóvil cuerpo del editor a la cabeza de las escaleras, los criminales bajaron e hicieron su camino rápidamente a través de la calle. Habiendo llegado a la Union House, algunos de ellos se mezclaron con la multitud en el bar de McGinty, susurrando por la cantina hasta llegar al jefe diciendo que el trabajo había sido bien llevado. Otros, y entre ellos, McMurdo, se esparcieron por las callejuelas y por desviadas vías hasta sus hogares.

4. El valle del terror

Cuando McMurdo se despertó la mañana siguiente tenía buenas razones para rememorar su iniciación en la logia. Su cabeza la dolía con el efecto de la bebida, y su brazo, donde había sido marcado, estaba caliente e hinchado. Por tener su propia peculiar fuente de ingresos, era irregular en su asistencia al trabajo; por lo que tuvo un desayuno tardío, y permaneció en casa por la mañana escribiendo una larga carta a un amigo. Después de ello cogió el
Daily Herald
. En una columna especial puesta en el último momento leyó:

“BARBARIE EN LA OFICINA DEL HERALD — EDITOR SERIAMENTE HERIDO”

Era un corto relato de los hechos con los cuales él mismo era más familiar que lo que el escritor pudiera haber sido. Terminaba con la afirmación:

“El problema está ahora en manos de la policía; pero difícilmente se puede esperar que sus esfuerzos sean acompañados por mejores resultados que en el pasado. Algunos de los hombres fueron reconocidos, y hay expectativas de que una prueba pueda ser obtenida. El origen del atropello fue, no necesita ser dicho, la infame sociedad que tiene la comunidad en esclavitud por tan largo periodo, y contra la cual el
Herald
ha tomado tan inflexible posición. Los amigos de Mr. Stanger estarán alegres de escuchar que, aunque fue cruel y brutalmente golpeado, y a pesar de que recibió severas heridas en la cabeza, no hay peligro inmediato contra su vida.”

Debajo mencionaba que una guardia de policías, armados con rifles Winchester, había sido requerida para la defensa de la oficina.

McMurdo había dejado el periódico, y estaba encendiendo su pipa con una mano que estaba temblante por los excesos de la tarde pasada, cuando hubo un golpeteo afuera, y su casera le trajo una nota que había sido traída por un chiquillo. No estaba firmada y decía esto:

“Desearía hablar con usted; pero preferiría no hacerlo en su casa. Me encontrará junto al asta de bandera sobre Miller Hill. Si viene ahora mismo, tengo algo que es importante para usted escuchar y para mí decirlo.”

McMurdo leyó la nota dos veces con extrema sorpresa; pues no se podía imaginar qué significaba ni quién era el autor de ésta. De haber sido una mano femenina, se habría imaginado que era el inicio de una de esas aventuras que le eran suficientemente familiares en su vida pasada. Pero era la escritura de un hombre, y de uno muy educado, también. Finalmente, luego de una vacilación, se determinó ir a ver el asunto.

Miller Hill era un parque público mal mantenido en el mismo centro del pueblo. En verano era el lugar favorito de concurrencia de la gente; pero en invierno era bastante desolado. Desde su cima uno tenía una vista de no sólo el disperso y sucio caserío, sino también del serpentino valle más allá, y de las diseminadas minas y fábricas ensuciando la nieve a cada lado de ella, y de las cordilleras cubiertas de blanco y llenas de bosques que lo flanqueaban.

McMurdo vagaba por el zigzagueante camino cercado con arbustos hasta que llegó al desierto restaurante que forma el núcleo del alborozo de estío. A su lado había un asta desnuda, y bajo ella un hombre, con su sombrero sacado y el cuello de su abrigo arremangado. Cuando volteó su cara McMurdo vio que se trataba del Hermano Morris, quien había causado la ira del jefe del cuerpo la noche anterior. La señal de la logia fue dada e intercambiada cuando se juntaron.

—Deseaba tener unas palabras con usted, Hermano McMurdo —empezó el hombre mayor, hablando con una duda que mostraba que estaba en tierras delicadas—. Fue muy amable de su parte el venir.

—¿Por qué no puso su nombre en la nota?

—Uno debe ser cauteloso, señor. Uno nunca sabe en estos tiempos cómo una cosa puede regresar a uno. Uno nunca sabe en quién confiar y en quién no confiar.

—Seguramente uno puede confiar en los hermanos de la logia.

—No, no, no siempre —gimió Morris con vehemencia—. Todo lo que decimos, incluso lo que pensamos, parece ir a ese hombre McGinty.

—¡Mire! —exclamó McMurdo torvamente—. Tan sólo la noche pasada, usted sabe muy bien, juré buena voluntad a nuestro jefe del cuerpo. ¿Me está pidiendo romper mi promesa?

—Si así es como lo ve —señaló Morris tristemente—. Solamente puedo pedir disculpas por la fatiga de venir a verme. Las cosas han llegado a algo muy malo cuando dos ciudadanos libres no pueden expresar sus pensamientos el uno al otro.

McMurdo, que había observado a su compañero muy de cerca, relajó un poco su resistencia.

—De veras yo hablo sólo por mí —dijo—. Soy un recién llegado, como sabe, y soy extraño a todo. No es propio de mí el abrir la boca, Mr. Morris, y si cree que es lo indicado decirme algo estoy aquí para prestar atención.

—¡Y para decirle al jefe McGinty! —clamó Morris amargamente.

—Ciertamente, me hace una injusticia con eso —bramó McMurdo—. Yo soy leal a la logia, y eso es lo que le digo; pero sería una pobre criatura si fuera a repetir a otro lo que usted me mencione en confidencia. Su comentario no irá más lejos conmigo; aunque le aviso que puede no obtener ni ayuda ni simpatía.

—Ya estoy cansado de buscar una o la otra —replicó Morris—. Puedo estar colocando mi vida en sus manos por lo que diga; pero, aunque sea malo, y me pareció anoche que se está adaptando para ser tan malo como el peor, aún es nuevo en esto, y su conciencia no puede ser tan inhumana como la de ellos. Ésa fue la razón por la que premedité hablar con usted.

—Bien, ¿qué me debe decir?

—Si me delata, ¡que una maldición caiga sobre usted!

—Seguro, ya le dije que no lo haré.

—¿Le pediré, entonces, que me diga si cuando usted se enroló en la sociedad de los Freeman en Chicago y juró votos de caridad y fidelidad, alguna vez se cruzó por su mente que lo dirigiría al crimen?

—Si lo llama crimen —contestó McMurdo.

—¡Llamarlo crimen! —aclamó Morris, con su voz vibrando con pasión—. Ha visto poco de esto si le pregunta a alguien más. ¿Fue un crimen anoche cuando un hombre lo suficientemente viejo para ser su padre fue golpeado hasta que la sangre chorree de sus canas? ¿Fue eso crimen, o qué otra cosa lo llamaría usted?

—Algunos dirían que fue guerra —respondió McMurdo— una guerra entre dos clases con todo, por lo que cada uno golpeó lo mejor que pudo.

—Bueno, ¿se imaginó usted eso cuando se unió a la sociedad de los Freeman en Chicago?

—No, estoy obligado a decir que no.

—Ni tampoco yo cuando me uní a ella en Filadelfia. Era únicamente un club benéfico y un lugar de reunión para los compañeros de uno. Entonces escuché sobre este lugar, ¡maldita sea la hora en que ese nombre llegó a mis oídos! ¡Y vine a mejorarme a mí mismo! ¡Por Dios! ¡A mejorarme a mí mismo! Mi esposa y mis tres niños vinieron conmigo. Inicié una lencería en Market Square, y prosperó muy bien. El rumor corrió que yo era un Freeman, y fui forzado a juntarme a la logia local, de la misma forma que lo hizo usted anoche. Tengo la medalla de la vergüenza en mi antebrazo y algo peor marcó mi corazón. Me di cuenta de que estaba bajo las órdenes de un negro villano y metido dentro de una red del crimen. ¿Qué podía hacer? Cada palabra que pronunciaba para hacer las cosas mejores fue tomada como una traición, de la misma manera como la noche de ayer. No puedo salir de ella; pues todo lo que tengo en el mundo es mi tienda. Si dejo la sociedad, sé muy bien que significa la muerte para mí, y Dios sabe si para mi esposa e hijos. ¡Oh, hombre, es horrible, horrible! —puso sus manos en su perfil, y su cuerpo se sacudió con convulsivos sollozos.

McMurdo se encogió de hombros.

—Fue demasiado blando para el trabajo —sugirió—. Está usted mal en ese empleo.

—Tengo conciencia y una religión; pero me hicieron un criminal entre ellos. Fui escogido para un trabajo. Si me rehusaba, sabía lo que me esperaría. Quizá soy un cobarde. Quizás es el pensamiento de mi pobre mujercita y los niños lo que me hace uno. De cualquier manera fui. Creo que me perseguirá para siempre.

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