—Soy el primero en admitirlo —afirmó el detective cordialmente—. Llega al punto, lo reconozco; pero tiene una forma muy extravagante de conseguirlo.
—Bueno, bueno, dejaré la historia pasada y me dirigiré a los hechos del presente. Hice una visita la noche pasada, como se los había mencionado, a Manor House. No vi ni a Barker ni a Mrs. Douglas. No tuve necesidad de disturbarlos; pero me sentí a gusto al escuchar que la señora no estaba visiblemente lánguida y que había participado en una excelente cena. Mi visita se la debo especialmente al buen Mr. Ames, con el cual intercambié palabras amistosas, que culminaron permitiéndome, sin dar noticia a nadie, sentarme solo por un tiempo en el estudio.
—¡Qué! ¿Con eso? —prorrumpí.
—No, no, ahora está todo en orden. Dio permiso para ello, Mr. Mac, como me fue informado. La estancia estaba en su estado normal, y en ella pasé un instructivo cuarto de hora.
—¿Qué estuvo haciendo?
—Bueno, para no hacer un misterio de tan simple cuestión, estuve buscando la pesa de gimnasia perdida. Siempre ha ocupado un prominente lugar en mi propia estimación del caso. Terminé encontrándola.
—¿Dónde?
—Ah, ahí vamos al borde de lo inexplorado. Permítanme ir un poco lejos, un poco más lejos, y les prometo que compartiré todo lo que sé.
—Bueno, estamos obligados a aceptar sus propios términos —opinó el inspector—; pero cuando nos dice que dejemos el asunto, ¿por qué en nombre de todos los dioses debemos abandonar el caso?
—Por la simple razón, mi querido Mr. Mac, que no tiene la principal idea de lo que está investigando.
—Estamos investigando el asesinato de Mr. John Douglas de Birlstone Manor.
—Sí, sí, así lo están haciendo. Pero no se molesten en seguir al misterioso caballero sobre la bicicleta. Les aseguro que eso no les ayudará.
—¿Entonces qué nos sugiere hacer?
—Les diré exactamente lo que tienen que hacer, si están dispuestos a hacerlo.
—Bueno, me veo impuesto a decir que siempre he hallado una razón detrás de sus raros métodos. Haré lo que indiqué.
—¿Y usted, Mr. White Mason?
El detective del campo miró como pidiendo ayuda a uno y otro lado. Holmes y su sistema eran nuevos para él.
—Bueno, si es suficientemente bueno para el inspector, es suficientemente bueno para mí —pronunció por fin.
—¡Capital! —exclamó Holmes—. Bien, entonces, les recomendaré una sana y alegre caminata campestre a los dos. Me han dicho que las vistas desde Birlstone Ridge a toda la campiña son muy impresionantes. Sin duda que el almuerzo puede ser efectuado en alguna hostelería apropiada; aunque mi ignorancia del campo me impide recomendarles una. En la tarde, ya cansados pero contentos...
—¡Hombre, esto es pasarse de la raya! —gritó MacDonald, elevándose furiosamente de su silla.
—Bueno, bueno, pasen el día como gusten —manifestó Holmes, dándole palmaditas alegremente en el hombro—. Hagan lo que quieran y vayan a donde quieran, pero reúnanse conmigo antes del crepúsculo sin falta, sin falta, Mr. Mac.
—Eso suena más cuerdo.
—Todo lo que dije fue un excelente consejo; pero no insisto, siempre y cuando estén aquí cuando los necesite. Pero ahora, antes de partir, quiero que escriba una nota a Mr. Barker.
—¿Y bien?
—Se la dictaré si prefiere. ¿Listo?
“Querido señor:”
“Me ha acometido la idea de que es nuestro trabajo drenar el foso, esperando poder encontrar algo...”
—Es imposible —informó el inspector—. Ya he hecho una investigación allí.
—¡Basta, basta! Mi querido señor, por favor haga lo que le pido,
—Bien, prosiga.
“... esperando poder encontrar algo que pese en nuestra investigación. He dispuesto ya los arreglos, y los obreros estarán en el trabajo mañana temprano desviando la corriente...”
—¡Imposible!
“... desviando la corriente; por lo que pensé que era mejor explicar el acto de antemano.”
Ahora firme eso y envíelo personalmente a las cuatro de la tarde. A esa hora nos volveremos a encontrar en esta habitación. Hasta eso podemos hacer lo que a cada uno nos plazca; por lo que puedo asegurarle que esta investigación ha llegado a una pausa definitiva.
La tarde se estaba dibujando cuando nos volvimos a juntar. Holmes estaba de modales serios, muy curiosos, y los detectives estaban obviamente críticos y enfadados.
—Bien, caballeros —apuntó mi amigo—, les estoy pidiendo ahora que dejen el resto de la prueba a mí, y juzgarán por ustedes mismos si las observaciones que hago justifican las conclusiones a las que he llegado. Es una fría tarde, y no sé cuánto tiempo podría durar nuestra expedición; por eso les ruego que vistan sus sacos más abrigadores. Es de principal importancia que estemos en nuestros puestos antes de que se haga más oscuro; así que con su permiso empezaremos de inmediato.
Pasamos a través de los límites exteriores del parque de Manor House hasta que llegamos adonde había un hueco en las rejas que lo cercaban. Por éste nos deslizamos, y luego en la lóbrega cuesta seguimos a Holmes hasta que llegamos a un arbusto que yacía cercanamente opuesto a la entrada principal y el puente levadizo. Este último no había sido elevado. Holmes se agachó detrás del escondite de laureles, y nosotros tres seguimos su ejemplo.
—Bien, ¿qué es lo que vamos a hacer ahora? —interrogó MacDonald con algo de aspereza.
—Mantener pacientes nuestras almas y hacer el menor ruido posible —Holmes respondió.
—¿Para qué estamos aquí después de todo? Realmente pienso que nos debería tratar con mayor franqueza.
Holmes se rió.
—Watson insiste en que soy un dramaturgo en la vida real —alegó—. Un toque de artista está recóndito dentro de mí, y me llama insistentemente a una representación bien escenificada. Ciertamente nuestra profesión, Mr. Mac, sería una monótona y sórdida si algunas veces no hiciéramos una escena para glorificar nuestros resultados. La abrupta acusación, el brutal palmazo en el hombre, ¿qué puede sacar uno de dicho
dénouement
? En cambio la inferencia veloz, la sutil trampa, el inteligente pronóstico de los próximos acontecimientos, la triunfante vindicación de audaces teorías, ¿no son estos el orgullo y la justificación de nuestro trabajo en la vida? En el presente momento usted se emociona con el encanto de la situación y la anticipación de la caza. ¿Dónde estaría esa fascinación si yo hubiera sido tan exacto como un horario? Sólo le pido un poco de paciencia, Mr. Mac, y todo estará claro para usted.
—Bueno, espero que el orgullo y la justificación y todo lo demás venga antes de que nos muramos de frío —arguyó el detective de Londres con cómica resignación.
Teníamos todos buenas razones para unirnos a la aspiración; pues nuestra vigilia era una larga y amarga. Lentamente las sombras se oscurecieron sobre la larga y sombría fachada de la antigua casa. Un helado y húmedo vapor desde el foso nos congelaba hasta los huesos y hacía temblar nuestros dientes. Había una única lámpara sobre la entrada y un firme globo de aire en el estudio fatal. Todo lo demás estaba oscuro y quieto.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —preguntó el inspector finalmente—.¿Y qué es eso que estamos vigilando?
—No tengo ninguna noción de cuanto tiempo durará —Holmes respondió con rigidez—. Si los criminales establecieran su itinerario como los trenes, seguramente sería más conveniente para nosotros. Y con respecto a qué es eso que... bueno, ¡eso es lo que estamos vigilando!
Mientras hablaba la brillante, amarilla luz fue oscurecida por alguien pasando adelante y atrás de ella. Los laureles en los cuales permanecíamos estaban inmediatamente opuestos a la ventana y a no más de cien pies de ella. Se abrió de par en par con un quejido de bisagra, y pudimos penosamente ver la oscura silueta de la cabeza y hombros de un hombre mirando hacia fuera a las sombras. Por algunos minutos permaneció observando de manera furtiva y discreta, como uno que quiere estar seguro de que no es espiado. Luego se reclinó hacia delante, y en el intenso silencio percibimos el suave chapoteo de agua agitada. Parecía estar moviéndose por el foso con algo que sostenía en su mano. De pronto súbitamente cogió de un porrazo algo, como un pescador lleva a tierra un pez, un grande y redondo objeto que ensombreció la luz mientras era arrastrado a través de la puerta ventana.
—¡Ahora! —gritó Holmes— ¡Ahora!
Todos estuvimos de pie tambaleándonos para cogerlo con nuestras entumecidas piernas, mientras corrimos rápidamente por el puente e hicimos sonar violentamente la campanilla. Hubo un chirrido de cerrojos desde el otro lado, y el sorprendido Ames permaneció parado en la entrada. Holmes lo apartó sin decir ni una palabra y, seguido por todos nosotros, se apresuró dentro del cuarto que había sido ocupado por el hombre que habíamos estado vigilando.
La lámpara de aceite en la mesa representaba el brillo que habíamos visto de afuera. Ahora estaba en la mano de Cecil Barker, que la sostenía hacia nosotros cuando entramos. Su luz brillaba sobre su fuerte, resoluta, afeitada cara y amenazantes ojos.
—¿Qué diablos significa esto? —vociferó—. ¿Qué están buscando, después de todo?
Holmes dio un rápido vistazo a su alrededor, y luego saltó hacia un mojado bulto atado junto con una cuerda que estaba metido debajo del escritorio.
—Esto es lo que andamos buscando, ese fardo, cargado con una pesa, que acaba de sacar del fondo del foso.
Barker miró a Holmes con sorpresa en su rostro.
—¿Cómo rayos supo algo de eso? —formuló.
—Simplemente porque yo lo coloqué allí.
—¡Lo puso allí! ¡Usted!
—Quizás debería mejor decir “lo volví a colocar allí” —contestó Holmes—. Usted recordará, inspector MacDonald, que estuve agobiado por la ausencia de una pesa. Llevé su atención a ella; pero con la presión de los otros incidentes difícilmente tuvo tiempo para darle la consideración que le habría permitido obtener deducciones de allí. Cuando hay agua cerca y una pesa está desaparecida no es una remota suposición que algo ha sido hundido en el agua. La idea valía la pena ser probada; así con la ayuda de Ames, quien me admitió en el cuarto, y el gancho del paraguas del Dr. Watson, fui capaz anoche de pescar e inspeccionar este bulto.
Era de primera importancia, sin embargo, que estuviera apto de probar quién la coloco allí. Esto fue logrado por el obvio artificio de anunciar que el foso sería drenado mañana, lo que tuvo, por supuesto, el efecto de que quienquiera que haya escondido el bulto ciertamente lo retiraría en el momento en que la oscuridad se lo permitiera. Tenemos nada menos que cuatro testigos y también a quien tomó ventaja de la oportunidad, y así, Mr. Barker, pienso que la palabra le pertenece ahora a usted.
Sherlock Holmes dejó el fardo empapado sobre la mesa junto a la lámpara y deshizo el nudo que lo juntaba. De adentro extrajo una pesa la cual aventó a su compañero en la esquina. Posteriormente desembolsó un par de botas.
—Americanas, como ve —remarcó apuntando a las puntas del calzado.
A continuación dejó en la mesa un largo, mortal y envainado cuchillo. Finalmente desembrolló un montón de vestido, incluidos un conjunto completo de ropa interior, medias, un traje gris de tweed, y un abrigo corto amarillo.
—Las ropas son comunes —explicó Holmes— salvo sólo el abrigo, que está lleno de sugestivas peculiaridades —lo sostuvo tendidamente contra la luz—. Aquí, como percibe, está el bolsillo interior prolongado hasta dentro del revestimiento de manera que daba amplio espacio para la escopeta truncada. La marca del sastre está en el cuello, “Neal, Abastecedor, Vermissa, E.E.U.U.” He pasado una instructiva tarde en la librería del rector, y he aumentado mi saber añadiendo el hecho que Vermissa es una floreciente pequeña ciudad al frente de uno de los más conocidos valles del carbón y hierro de los Estados Unidos. Creo rememorar, Mr. Barker, que usted asoció los distritos de carbón con la primera esposa de Mr. Douglas, y no estaría muy lejana la inferencia de que la V. V. en la tarjeta que estaba encima del cadáver quiera decir Vermissa Valley, o que este valle que envía por delante emisarios de la muerte pueda ser el Valle del Terror del cual hemos oído. Hasta ahí está claro. Y ahora, Mr. Barker, me parece estar interponiéndome en el camino de su explicación.
Era un espectáculo ver la expresiva cara de Cecil Barker durante esta exposición del gran detective. Ira, estupefacción, consternación e indecisión se pasaron todas por turno. Finalmente buscó refugio en una ironía algo agria.
—Sabe realmente bastante, Mr. Holmes, quizás sería mejor que le dijéramos algo más —dijo con desprecio.
—No dudo que nos pueda decir algo más, Mr. Barker; pero le convendría a usted.
—¿Oh, lo piensa así, no? Bueno, todo lo que es que si hay algún secreto aquí no es mi secreto, y no soy el hombre que lo revele.
—Bien, si se apega a esa línea, Mr. Barker —interrumpió el inspector calmadamente—, debemos mantenerlo vigilado hasta que tengamos la autorización y lo arrestemos.
—Pueden hacer su maldita gana sobre esto —exclamó Barker desafiante.
Los procedimientos parecían haber llegado a un final definitivo hasta donde los veíamos; pues uno sólo debía mirar ese rostro de granito para darse cuenta que ningún peine forte et dure le obligaría a hablar contra su voluntad. El insuperable desacuerdo se rompió, no obstante, por la voz de una mujer. Mrs. Douglas había estado detenida oyendo, y ahora entró al cuarto.
—Ha hecho suficiente, Cecil —manifestó—. Lo que sea que venga en el futuro, ha hecho suficiente.
—Suficiente y más que suficiente —clamó Sherlock Holmes gravemente—. Tengo todas las simpatías con usted, madame, y le ruego con fuerza que tenga confianza en el sentido común de nuestra jurisdicción y llevar a la policía voluntariamente a su entera sinceridad. Puede ser que yo mismo esté en falta por no seguir la pista que me transfirió por medio de mi amigo, el Dr. Watson; pero, en ese momento tenía todas las razones para pensar que estaba directamente conectada con el crimen. Ahora estoy seguro de que no es así. Al mismo tiempo, hay mucho que no ha sido explicado, y le recomendaría verdaderamente que le pidiera a Mr. Douglas que nos cuente su propia historia.
Mrs. Douglas dio un grito de desconcierto por las palabras de Holmes. Los detectives y yo debimos imitarlo, cuando advertimos a un hombre que parecía haber emergido de la pared y avanzó desde las sombras de la esquina de las cuales apareció. Mrs. Douglas se volvió, y en un instante sus brazos estaban a su alrededor. Barker había asido su alargada mano.