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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (30 page)

–¡Whinney! –llamó. La yegua sacó la cabeza de la cueva al oír su nombre–. Voy a dar un paseo. ¿Quieres venir conmigo? –la yegua percibió la señal de acercamiento y caminó hacia la joven, agitando la cabeza.

Bajaron por el angosto sendero, dieron un rodeo para mantenerse alejadas de la playa pedregosa y sus ruidosos habitantes, y se pegaron a la muralla rocosa. La yegua pareció relajarse a medida que seguían el borde de maleza que delineaba la orilla del río, nuevamente encerrado en sus riberas normales. El olor de la muerte ponía nerviosa a la yegua, y su temor irracional hacia las hienas provenía de una experiencia lejana. Ambas disfrutaban de la libertad que les brindaba el día primaveral lleno de sol, después de un prolongado invierno que las había tenido encerradas, aunque en el aire aún se percibía cierta humedad fría. También olía más fresco en la pradera abierta, y las aves de presa no eran las únicas que se banqueteaban, aunque, al parecer, otras actividades resultaban más importantes.

Ayla fue deteniendo la marcha para observar a una pareja de grandes picamaderos moteados, el macho con corona carmesí, la hembra, blanca, entregados a exhibiciones aéreas como tamborilear en un tocón muerto y volar persiguiéndose alrededor de los árboles. Ayla conocía a esos pájaros carpinteros: vaciaban el corazón de un árbol viejo y forraban el nido con viruta. Pero una vez que los huevos morenos y moteados, habitualmente seis, eran incubados y adiestrados los polluelos cubiertos de plumas, los dos miembros de la pareja se separarían y tomarían cada cual su propio camino para buscar insectos en los troncos de árboles de su territorio y llenar los bosques con su fuerte carcajada.

Las alondras no eran así. Sólo se aislaban por parejas en época de reproducción; eran aves sociables que vivían en bandadas y los machos se portaban entonces como agresivos gallos de pelea con sus viejos amigos. Ayla oyó su glorioso canto cuando una pareja se elevó en línea recta; lo cantaban a un volumen tal que aún podía oírlo cuando, alzando la vista, sólo los divisaba como dos puntos en el cielo. De repente se dejaron caer como un par de piedras, y volvieron a elevarse cantando de nuevo.

Ayla llegó al lugar donde había abierto una zanja para cazar una yegua parda; al menos creía que había sido allí, porque no quedaba la menor huella. La inundación primaveral había arrasado la maleza cortada para ocultar la depresión. Un poco más lejos se detuvo para beber y sonrió al ver un aguzanieves que corría a lo largo de la orilla; parecía una alondra pero era más delgado, con la pechuga amarilla, y mantenía su cuerpo horizontal para evitar que se le mojara la cola, por lo que la meneaba de arriba abajo.

Una cascada de notas líquidas atrajo su atención hacia otro par de aves que no se preocupaban por el agua. Los mirlos acuáticos estaban saludándose, exhibiendo su cortejo, pero Ayla se maravillaba siempre al verlos caminar bajo el agua sin que se les mojara el plumaje. Cuando regresó a campo abierto, Whinney estaba paciendo los retoños verdes. Sonrió otra vez al ver una pareja de reyezuelos marrones que la regañaban gritándole chic-chic porque pasó demasiado cerca de su matorral. En cuanto se alejó, cambiaron a un canto alto, claro, fluido, que entonaron primero uno y después el otro en réplicas alternas.

Ayla se detuvo y se sentó en un tronco, escuchando los dulces trinos de varias aves distintas, y entonces se sorprendió al oír que, en un solo silbido, el zorzal imitó el coro completo en un surtido de melodías. Aspiró, pasmada ante el virtuosismo de la avecilla, y el ruido que ella misma hizo la sorprendió. Un pinzón verde la siguió con su nota característica, una especie de aspiración, y repitió otra vez el silbido imitador.

Ayla estaba encantada. Le parecía haberse convertido en parte del coro alado y volvió a intentarlo. Juntó los labios y aspiró, pero sólo consiguió emitir un silbido muy tenue; su siguiente intento logró un mayor volumen, pero se le llenaron tanto de aire los pulmones que tuvo que expelerlo, produciendo un silbido fuerte; esto se parecía mucho más a lo que hacían las aves. El siguiente esfuerzo sólo dejó pasar aire entre sus labios, y no tuvo mejor suerte en algunas tentativas más. Volvió a silbar para dentro y tuvo más éxito en el silbido, pero le faltó volumen.

Siguió intentándolo, silbando para dentro y para fuera, y de cuando en cuando producía un sonido agudo. Se centró tanto en sus ensayos, que no se dio cuenta de que Whinney erguía las orejas cuando el silbido era más agudo. La yegua no sabía cómo responder, pero era curiosa y dio varios pasos para acercarse a la joven.

Ayla vio que la yegua se aproximaba enderezando las orejas con expresión intrigada.

–Whinney, ¿te sorprende que yo pueda producir sonidos? También a mí. No sabía que podía cantar como un pajarillo. Bueno, tal vez no exactamente, pero si sigo practicando, creo que podría hacerlo de modo muy parecido. Déjame ver si puedo lograrlo de nuevo.

Aspiró, juntó los labios y, concentrándose, dejó escapar un silbido prolongado y fuerte. Whinney meneó la cabeza, relinchó y se acercó corveteando. Ayla se puso de pie y abrazó el cuello de la yegua, dándose cuenta súbitamente de lo que ésta había crecido.

–Estás muy alta, Whinney. Los caballos crecéis tan rápidamente que casi eres una yegua adulta. ¿A qué velocidad puedes correr ahora? –Ayla le dio un azote en el anca–. Vamos, Whinney, corre conmigo –señaló, echando a correr por el campo lo más rápidamente que podía.

La yegua la dejó atrás en unas cuantas zancadas y siguió corriendo, estirándose mientras iba a galope. Ayla la seguía, corriendo porque le gustaba correr. Siguió hasta que no pudo más y se detuvo sin aliento. Vio cómo galopaba la yegua por el largo valle, girando y regresando al trote. «Ojalá pudiera correr como tú –pensó–, así podríamos ir las dos adonde quisiéramos. Me pregunto si no me iría mejor siendo un caballo en vez de un ser humano. Entonces no estaría sola.

»No estoy sola: Whinney es una buena compañía, aunque no es humana. Es lo único que tengo y yo soy lo único que ella tiene. Pero ¿no sería maravilloso que pudiera correr como ella?»

La yegua estaba cubierta de espuma cuando volvió, y Ayla rió de buena gana al verla revolcarse en el prado con las patas al aire y hacer ruiditos de gusto. Cuando volvió a ponerse de pie, se sacudió y se puso a pacer de nuevo. Ayla siguió observándola, pensando en lo excitante que sería correr como un caballo; después volvió a sus prácticas con el canto de las aves. Cuando logró emitir un silbido agudo y penetrante, Whinney alzó la cabeza, la miró y se le acercó al trote; Ayla abrazó a la yegua, contenta de verla aparecer cuando silbaba; pero no podía apartar de su mente la idea de correr con la yegua.

Entonces se le ocurrió una idea.

Aquella idea no habría cruzado por su mente de no haber vivido todo el invierno con el animal, pensando en ella como amiga y compañera, y desde luego no la habría llevado a la práctica si hubiera seguido viviendo con el Clan. Pero Ayla se había acostumbrado a dejarse llevar cada vez más por sus impulsos. «¿La molestaría?», se preguntaba Ayla. «¿Me dejaría?» Llevó a la yegua hacia el tronco y se subió a éste, después puso los brazos alrededor del cuello de la yegua y alzó una pierna. «Corre conmigo, Whinney. Corre y llévame contigo», pensó, y al momento se encontró encima del animal.

La yegua no estaba acostumbrada a llevar carga sobre su lomo: aplastó las orejas hacia atrás y se puso a corvetear, nerviosa. Pero aunque no estaba acostumbrada al peso, sí lo estaba a la mujer y, además, los brazos de Ayla alrededor de su cuello ejercían una influencia tranquilizadora. Whinney estuvo a punto de encabritarse para deshacerse del peso, pero, en cambio, echó a correr para lograrlo. Lanzada al galope, recorrió el campo con Ayla aferrada a su lomo.

Sin embargo, la yegua había corrido ya mucho, y la vida que llevó en la cueva había sido más sedentaria de lo normal. Aunque había comido el heno joven del valle, no había tenido manada cuyo paso se viera forzada a seguir, ni depredadores de los que debiera cuidarse. Y todavía era joven. No tardó mucho en perder velocidad; se detuvo finalmente con la cabeza colgando y los flancos subiendo y bajando con esfuerzo. La mujer se dejó deslizar por el flanco de la yegua.

–¡Whinney, ha sido maravilloso! –exclamó, con los ojos brillantes de excitación. Alzó con ambas manos el hocico caído y lo oprimió contra su mejilla a continuación; metió la cabeza de la yegua bajo su axila en un gesto afectuoso que no había repetido desde que era pequeña. Era un abrazo especial, reservado para ocasiones excepcionales.

La cabalgada le produjo una excitación que apenas podía dominar. La sola idea de montar en un caballo al galope llenaba a Ayla de una sensación maravillosa. Nunca había soñado que fuera posible; nadie lo había soñado. Ella era la primera.

Capítulo 10

Ayla no podía mantenerse lejos del lomo de la yegua. Cabalgar mientras la yegua iba a galope tendido era un gozo indecible. La hacía palpitar más que cualquier otra sensación experimentada hasta entonces. Y parecía que también Whinney disfrutaba; se había acostumbrado muy pronto a llevar a la joven a cuestas. El valle no tardó en volverse demasiado pequeño para encerrar a la mujer y a su corcel galopante. A menudo corrían a través de la estepa, al este del río, que era de fácil acceso.

Ayla sabía que pronto tendría que recolectar y cazar, elaborar y almacenar los alimentos silvestres que la naturaleza le brindaba para que se preparara con vistas al siguiente ciclo de las estaciones. Pero a principios de la primavera, cuando la tierra todavía estaba despertando del prolongado invierno, sus dádivas eran escasas. Unas pocas verduras frescas prestaban diversidad a la dieta seca del invierno, a pesar de que raíces, yemas y tallos no estaban aún en sazón. Ayla aprovechaba su ocio forzoso para cabalgar con tanta frecuencia como podía, casi siempre desde la mañana a la noche.

Al principio sólo cabalgaba, sentada pasivamente, yendo adonde iba la yegua. No pensaba en dirigir a la potranca; las señales que había aprendido Whinney eran visuales –Ayla no trataba de comunicarse sólo mediante palabras–, y, por tanto, no podía verlas cuando la mujer estaba sentada sobre su lomo. Pero para la mujer, el lenguaje corporal siempre había formado parte del habla al igual que los gestos específicos, y cabalgar permitía un contacto íntimo.

Después de un período inicial de molestias naturales, Ayla comenzó a observar el juego muscular de la yegua, y después de su ajuste inicial, Whinney pudo sentir tanto la tensión como la relajación de la joven. Ambas habían desarrollado ya la capacidad de sentir mutuamente sus necesidades y sentimientos, así como el deseo de responder a éstos. Cuando Ayla deseaba seguir una dirección determinada, sin darse cuenta se inclinaba hacia el lugar adonde pretendía ir, y sus músculos comunicaban a la yegua el cambio de tensión. El animal comenzó a reaccionar a la tensión y la relajación de la mujer que llevaba a lomos cambiando de dirección o de velocidad. La respuesta de la potranca a los movimientos apenas perceptibles hacía que Ayla se tensara o moviese de la misma manera cuando deseaba que Whinney volviera a responder de ese modo.

Fue un período de entrenamiento mutuo, y cada una de ellas aprendió de la otra, con lo que sus relaciones se fueron haciendo más profundas. Pero sin percatarse de ello, Ayla estaba tomando el mando. Las señales entre la mujer y la yegua eran tan sutiles, y la transición de aceptación pasiva a dirección activa fue tan natural, que al principio Ayla no se dio cuenta, como no fuera a nivel subconsciente. La cabalgada casi continua se convirtió en un curso de entrenamiento concentrado e intensivo. A medida que la relación se hizo más íntima, las reacciones de Whinney llegaron a afinarse de tal manera que Ayla sólo tenía que pensar hacia dónde deseaba dirigirse y a qué velocidad, para que el animal respondiera como si fuese una extensión del cuerpo de la mujer. La joven no se daba cuenta de que había transmitido señales a través de nervios y músculos a la piel, altamente sensible, de su montura.

Ayla no había pensado en entrenar a Whinney. Fue el resultado del amor y la atención que prodigaba al animal, así como de las diferencias innatas entre caballo y ser humano. Whinney era inteligente y curiosa, podía aprender y tenía mucha memoria, pero su cerebro no estaba tan evolucionado y la organización de éste era diferente. Los caballos eran animales sociales, normalmente reunidos en manadas, y necesitaban la intimidad y el calor de sus congéneres. El sentido del tacto era particularmente importante y estaba muy desarrollado en cuanto a establecer una relación estrecha; pero los instintos de la joven yegua la impulsaban a seguir indicaciones, a ir adonde la llevaban. Cuando eran presa del pánico, incluso los jefes de la manada solían correr con los demás.

Las acciones de la mujer tenían una finalidad, estaban dirigidas por un cerebro en el cual la previsión y el análisis actuaban recíproca y constantemente con el conocimiento y la experiencia. Su situación vulnerable mantenía agudos sus instintos de supervivencia, y la obligaba a tener siempre conciencia de todo lo que la rodeaba, cosa que, en conjunto, había precipitado y acelerado el proceso de adiestramiento. Al ver una liebre o una marmota gigantesca, aun cuando sólo cabalgara por gusto, Ayla mostraba tendencia a echar mano de la honda y perseguirla. Whinney interpretó muy pronto su deseo, y su primer paso en esa dirección la llevó finalmente a que la joven controlara, estrecha aunque inconscientemente, a la yegua. Sólo cuando Ayla mató una marmota gigantesca se percató plenamente del hecho.

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