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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (27 page)

Capítulo 9

–Whinney, no seas tan voraz –la reconvino Ayla, viendo cómo la yegua del color del heno lamía las últimas gotas de agua del fondo de un tazón de madera–. Si te lo bebes todo, tendré que derretir más hielo –la potrilla resopló, meneó la cabeza y volvió a meter el hocico en el tazón. Ayla rió–. Si es tanta tu sed, saldré por más hielo. ¿Me acompañas?

El pensamiento constante de Ayla dedicado a la yegua se había convertido en hábito. A veces sólo se trataba de imágenes mentales y a menudo del expresivo lenguaje de gestos, posturas o expresiones faciales con que más familiarizada estaba, pero como el animalito tendía a responder mejor al sonido de su voz, Ayla se sentía incitada a vocalizar más. A diferencia del Clan, a ella, desde siempre, le había resultado fácil articular una gran diversidad de sonidos e inflexiones tonales; sólo su hijo había sido capaz de igualar esa facilidad. Se había convertido en un juego para ambos imitar mutuamente las sílabas sin sentido, pero algunas de ellas habían comenzado a adquirir significado. En sus conversaciones con la yegua, la tendencia se extendió a vocalizaciones más complejas. Ayla imitaba el sonido de los animales, inventaba palabras nuevas combinando sonidos que conocía, incluso incorporaba algunas de las sílabas sin sentido que habían sido un juego entre su hijo y ella. Sin nadie que le lanzara miradas de reproche cuando hacía sonidos innecesarios, su vocabulario oral se amplió, pero era un lenguaje que sólo ella entendía... y, en cierto sentido, también su yegua.

Ayla se puso unas polainas de piel, se cubrió con un manto de piel de caballo peludo y se colocó una capucha de piel de glotón antes de atarse las manoplas. Pasó un dedo por la raja de la palma para fijar la honda en la correa que le servía de cinturón y sujetar su canasto. Entonces cogió un picahielo –el hueso largo de una pata delantera de caballo, partido para sacarle la médula y afilado después a fuerza de golpearlo y pulirlo con una piedra– y salió.

–Anda, vamos, Whinney –dijo, apartando la pesada piel de bisonte que había sido su tienda, ahora sujeta a postes hundidos en el piso de tierra de la cueva como rompevientos en la entrada. La yegua trotó tras ella al bajar el sendero abrupto.

El viento que venía del recodo la recibió violentamente mientras andaba por el río congelado. Encontró un sitio que parecía fácil de romper en la corriente paralizada por los hielos, y se puso a partir aristas y bloques.

–Es mucho más fácil recoger nieve que romper hielo para conseguir agua, Whinney –dijo, metiendo el hielo en su canasto. Se detuvo para recoger algo de leña del montón que había al pie de la muralla, pensando lo agradecida que se sentía por la abundancia de leña, tanto para derretir hielo como para calentarse–. Los inviernos son secos aquí, y también más fríos. Echo de menos la nieve, Whinney. La poca que cae por aquí no parece nieve, tan sólo es fría.

Amontonó la leña junto al hogar y echó el hielo en un tazón que colocó junto al fuego para que el calor comenzara a derretirlo, antes de meterlo en su olla de cuero que necesitaba algo de líquido para que no se quemase cuando la colocara sobre el fuego. Entonces echó una mirada a su cómoda cueva, donde había varios proyectos en distintas etapas de ejecución, tratando de elegir en cuál trabajaría ese día. No obstante, estaba inquieta. Nada la atraía, hasta que observó varias lanzas nuevas que había terminado poco antes.

«Tal vez debería salir de caza –pensó–. No he ido a la estepa desde hace tiempo. Pero no puedo llevármelas.» Arrugó el entrecejo. «No me servirían de nada; no podría acercarme lo suficiente para utilizarlas. Me llevaré solamente la honda y daré un paseo.»

Llenó uno de los pliegues de su manto con piedras redondas que había llevado a la cueva y que formaban un montón por si a las hienas se les ocurría regresar. Echó más leña al fuego y salió al aire libre.

Whinney trató de seguirla cuando Ayla empezó a trepar por la abrupta pendiente que conducía a la estepa situada a mayor altitud, y se puso a relinchar con inquietud.

–No te preocupes, Whinney. No voy a tardar. No te pasará nada.

Cuando llegó arriba, el viento le arrebató la capucha y trató de llevársela. Ayla la sujetó, la ató más fuerte, se alejó de la orilla y se detuvo para echar una mirada. El paisaje seco y chamuscado del verano había sido una explosión de vida, comparado con la vacuidad helada y marchita de la estepa invernal. El aullido del viento entonaba un canto fúnebre, un alular agudo y penetrante, que se hinchaba hasta convertirse en un grito gemebundo y luego disminuía en un gruñido hueco y profundo. Azotaba la tierra parda dejándola desnuda, formando remolinos con la nieve granulosa que sacaba de las depresiones blancas y, envolviéndola en el lamento del viento, lanzaba los copos helados nuevamente por los aires.

La nieve así transportada parecía arena áspera que le quemaba el rostro, se lo dejaba en carne viva con su frío total. Ayla se encasquetó más la capucha, agachó la cabeza y caminó entre el rudo viento del nordeste sobre una hierba seca, quebradiza, aplastada contra la tierra. La nariz le hormigueaba, y le dolía la garganta al quedársele seca a causa del aire gélido. Una ráfaga inesperada la pilló por sorpresa; se quedó sin resuello, abrió la boca para respirar, tosiendo y jadeando, y escupió flema, viendo cómo se congelaba antes de llegar a la tierra dura como la roca, y cómo rebotaba.

«¿Qué estoy haciendo aquí arriba? –se dijo–. No sabía que pudiera hacer tanto frío. Me voy a casa.»

Se dio la vuelta y quedó inmóvil, olvidándose por un instante del frío intenso. Al otro lado del barranco, una pequeña manada de mamuts lanudos caminaba despacio; enormes jorobas en movimiento, con una piel de un marrón rojizo oscuro, con largos colmillos curvos. Aquella tierra ruda y aparentemente estéril era su hogar; la áspera hierba que el frío había vuelto quebradiza era el alimento que les daba vida. Pero al adaptarse a semejante entorno, habían renunciado a la capacidad de vivir en cualquier otro. Los días de aquellos animales estaban contados; sólo durarían lo que durase el glaciar.

Ayla los observó fascinada, hasta que las formas indistintas desaparecieron entre remolinos de nieve, y después echó a correr; sólo se sintió tranquila cuando pasó por encima del borde, lejos del viento. Recordaba haber experimentado una sensación semejante cuando descubrió su refugio. «¿Qué habría sido de mí si no hubiera hallado este valle?» Abrazó a la potranca que estaba esperándola delante de la cueva y fue hasta el borde del saliente para mirar el valle. La nieve era un poco más espesa allí, especialmente donde había sido arremolinada en montones, pero igual de seca, igual de fría.

De todos modos, el valle brindaba protección contra el viento, y una cueva también. Sin ésta y sin fuego no habría podido sobrevivir, ella no era una criatura lanuda. Mientras estaba de pie en el borde del risco, el viento llevó a sus oídos el aullido de un lobo y el gañido de un perro salvaje. Abajo, una zorra ártica recorría el hielo del río congelado; su pelaje blanco casi la hizo pasar desapercibida cuando se detuvo de pronto y se puso rígida. Ayla vio que había movimiento en el valle, y reconoció la forma de un león cavernario; su pelaje leonado, descolorido hasta resultar casi blanco, era grueso y abundante. Los depredadores de cuatro patas se adaptaban al entorno de su presa. Ayla y sus semejantes adaptaban el entorno a su conveniencia.

Ayla se sobresaltó al oír una carcajada estridente cerca y alzó la vista: una hiena estaba en un plano más elevado que el suyo, en el borde del desfiladero. Se estremeció y fue a echar mano de la honda, pero el animal se apartó y, con su característica forma de andar deslizante, siguió por la orilla y se dirigió finalmente hacia las planicies abiertas. Whinney se acercó a la joven, frotó suavemente el hocico contra ella y la empujó un poco; Ayla apretó contra su cuerpo el manto pardo de piel de caballo, rodeó el cuello de Whinney con el brazo y regresó a la cueva.

Ayla estaba tendida en su lecho de pieles, mirando una formación de rocas familiar justo encima de su cabeza, preguntándose por qué se habría despertado tan de repente. Volvió el rostro para ver lo que hacía Whinney; también los ojos de ésta estaban abiertos, pero no mostraba temor. Sin embargo, Ayla estaba segura de que algo había cambiado.

Se arrebujó de nuevo entre sus pieles, sin el menor deseo de abandonar su calor, y miró hacia el hogar que había formado, a la luz del orificio que había encima de la entrada de la cueva. Tenía labores empezadas por todas partes, pero había un rimero de utensilios y herramientas terminados a lo largo del muro, del otro lado del tendedero. Como tenía hambre, su mirada se dirigió al tendedero; había vertido la grasa de la yegua, una vez derretida, en los intestinos limpios, retorciéndolos a intervalos, y las tripas colgadas junto a diversas hierbas secas y aromáticas que pendían de sus raíces.

Eso le hizo pensar en el desayuno. Carne seca convertida en caldo, un poco de grasa para mejorarlo, condimentos, tal vez algo de grano y grosellas secas. Como estaba demasiado despabilada para seguir acostada, apartó sus mantas. Se puso rápidamente el manto y las abarcas, quitó de la cama la piel de lince, todavía caliente por el contacto con su cuerpo, y corrió afuera para orinar desde lo alto del extremo del saliente. Apartó el rompevientos de la entrada y se quedó sin resuello.

Los contornos angulares y afilados del saliente de roca habían sido suavizados durante la noche por una espesa sábana de nieve que relucía con un brillo uniforme reflejando un cielo azul y transparente del que colgaban montones de pelusa. Tardó unos instantes en reconocer otro cambio aún más asombroso: el aire estaba quieto, no había viento.

El valle, cobijado en la región en que la estepa continental más húmeda dejaba el paso a la estepa del loess seco, participaba de ambos climas, y el sur era el que dominaba por el momento. La pesada nieve recordaba las condiciones invernales que imperaban generalmente alrededor de la Caverna del Clan, y para Ayla era algo así como volver al hogar.

–¡Whinney! –gritó–. ¡Ven aquí! ¡Ha nevado! ¡De veras que ha nevado!

De repente recordó la razón que la había impulsado a salir de la cueva y dejó huellas vírgenes en la explanada de un blanco impoluto al correr hacia el extremo más alejado. Al volver, vio cómo la yegua daba un paso cauteloso tras otro en la materia incorpórea, agachaba la cabeza para oler y resoplaba después sobre la extraña superficie fría. Miró a Ayla y relinchó.

–Anda, Whinney, ven. No te hará ningún daño.

La yegua nunca había conocido la nieve profunda en una abundancia tan grande y tranquila; estaba acostumbrada a verla impulsada por el viento o amontonada. Los cascos se le hundieron al dar otro pasito y volvió a relinchar mirando a la joven, como si quisiera que la tranquilizase. Ayla condujo fuera a la potrilla para que se sintiera más cómoda; entonces rió al ver sus juegos cuando la curiosidad natural del animal y su carácter travieso se apoderaron de ella. No tardó Ayla en comprobar que no estaba vestida para pasar mucho rato fuera de la cueva; hacía frío.

–Voy a hacerme una infusión caliente y algo de comer. Pero tengo poca agua, tendré que buscar hielo... –y rió–. No necesito partir hielo del río. ¡Me bastará con llenar de nieve un tazón! ¿Qué te parecería comer unas gachas calientes esta mañana, Whinney?

Una vez que terminaron de comer, Ayla se abrigó bien y volvió a salir. Sin viento, la temperatura era casi benigna, pero lo que más le encantó fue lo familiar que le resultaba la nieve común y corriente en el suelo. Llenó tazones y canastos, los llevó a la cueva y los dejó cerca del hogar para que se derritiera su contenido. Era muchísimo más fácil que picar el hielo del río, de manera que decidió aprovechar la ocasión para lavar. Estaba acostumbrada a lavarse con nieve derretida en invierno, con regularidad, pero le había costado bastante picar hielo en cantidad suficiente para beber y cocinar. Lavar era un lujo del que podía prescindir.

Alimentó el fuego con leña del montón que había en la parte de atrás de la cueva, después quitó la nieve que cubría la leña adicional amontonada fuera, y repuso sus reservas en el interior.

«Ojalá pudiera almacenar el agua como la leña –pensó mirando los recipientes llenos de nieve que se derretía–. No sé cuánto durará esto cuando el viento vuelva a soplar.» Salió de nuevo por otra carga de leña, llevando consigo un tazón para quitar la nieve. Al recoger un tazón de nieve y volcarlo sobre el suelo, comprobó que la nieve conservaba su forma al retirar el tazón. «Me pregunto... ¿Por qué no puedo amontonarla de esa manera, como si fuese un montón de leña?»

La idea despertó su entusiasmo, y muy pronto la mayor parte de la nieve que no había sido pisoteada en el saliente quedó amontonada contra la pared junto a la entrada de la cueva. Entonces se dedicó al sendero que conducía al río. Whinney aprovechó la pista abierta para bajar al campo. Los ojos de Ayla brillaban y sus mejillas estaban sonrosadas cuando se detuvo y sonrió, satisfecha, frente al montón de nieve que tenía al lado de la cueva. Descubrió una pequeña sección en el extremo del saliente que aún no había limpiado, y se dirigió hacia allí con decisión. Miró hacia el valle y rió al ver a Whinney, que, con pasos prudentes, se abría camino a través de los montones de nieve que habían surgido.

Al mirar de nuevo el montón de nieve, se detuvo y una sonrisa divertida levantó una de las comisuras de sus labios al ocurrírsele una travesura: el enorme montón de nieve estaba compuesto de muchos bultos con forma de tazón invertido, y desde donde ella lo veía le sugerían los contornos de una cara. Recogió un poco más de nieve, la puso de golpe donde consideró oportuno y retrocedió para comprobar el efecto.

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