Luego pensó en Jessie, que estaba a un millar de años luz. Sintió un deseo acuciante de levantarse de la cama, vestirse e ir hacia ella. Sus pensamientos se hicieron más confusos. Sólo con que hubiese un túnel, un hermoso y seguro túnel que se abriera camino entre sólida y segura roca, y entre metal desde Solaría a la Tierra, emprendería aquel interminable viaje a pie. Regresaría andando a la Tierra, junto a Jessie, para saborear de nuevo la comodidad y la seguridad de su hogar.
Seguridad.
Baley abrió los ojos. Sus brazos se tensaron y se incorporó apoyándose en un codo, en un gesto semiinconsciente.
¡Seguridad! Aquel hombre, Hannis Gruer, era el director general de Seguridad de Solaria. Así se lo había dicho Daneel. ¿Qué significaba
seguridad
? Si aquella palabra tenía el mismo sentido que en la Tierra, y de ello no había duda, entonces incumbía a Gruer la protección de Solaria contra cualquier invasión exterior o subversión interior.
¿Por qué se interesaba por un caso de asesinato? ¿Sería porque no existía policía en Solaria y la dirección general de Seguridad era el organismo competente para ocuparse de un crimen?
Gruer se había mostrado muy desenvuelto y natural con Baley, pero, de vez en cuando, dirigía furtivas miradas hacia donde se encontraba Daneel.
¿Sospechaba Gruer de los móviles que impulsaban a Daneel? Sus superiores le habían ordenado que mantuviese los ojos bien abiertos, y era probable que Daneel hubiese recibido consignas similares.
Era natural que Gruer pensase en la posibilidad de espionaje. Su cargo le obligaba a sospecharlo siempre que se presentase la oportunidad. Y también era lógico que no temiese demasiado a Baley, pues era un terrestre y representaba al menos temible de todos los mundos de la Galaxia.
En cambio, Daneel era oriundo de Aurora, el más antiguo, más grande y más fuerte de los Mundos Exteriores, y esto era ya otra cosa.
Baley recordaba perfectamente que Gruer no dirigió una sola vez la palabra a Daneel.
En ese caso, ¿por qué Daneel se empeñaba en hacerse pasar por un hombre? La primera explicación que dio Baley al hecho —la de que fuese un simple acto de jactancia por parte de los constructores aurorianos de Daneel— parecía fútil. A la sazón le resultaba evidente que había motivos más graves detrás de aquella mascarada.
Un hombre hubiera gozado de inmunidad diplomática, junto con cierta cortesía y afabilidad en el trato, pero un robot no podía pretender tanto. Entonces, ¿por qué Aurora no había enviado a un hombre de carne y hueso? ¿Por qué lo había apostado todo a una carta representada por un robot, por un falso hombre? Baley halló inmediatamente la respuesta a las preguntas que se había formulado. Un auténtico habitante de Aurora, un hombre del espacio de carne y hueso, no hubiera querido asociarse tan íntimamente, ni por tanto tiempo, con un terrestre.
Pero, admitiendo que todo esto fuese cierto, ¿por qué daba tanta importancia Solaría a este asesinato, hasta el punto de permitir que un terrestre y un auroriano se trasladasen a su planeta? Baley se sentía atrapado, acorralado en Solaría por las necesidades inherentes a su misión; acorralado por el peligro que corría la Tierra; acorralado en un ambiente que a duras penas podía soportar y acorralado por una responsabilidad que no podía rehuir. Y por si fuera poco, se veía atrapado en un conflicto entre hombres del espacio cuya verdadera naturaleza no alcanzaba a comprender.
Se levantó de la cama y pasó al cuarto de baño para afeitarse y cumplir con el resto del ritual matinal. Antes advirtió:
—Si entra un robot para afeitarme, mándalo a paseo. Me ponen nervioso. Aunque no los vea, me sacan de mis casillas.
Se miró a la cara mientras se afeitaba, un poco extrañado de que se pareciese a la imagen reflejada de sí mismo que veía en la Tierra. Ojalá aquella imagen hubiese sido la de otro terrestre con el que poder cambiar impresiones en lugar de ser la suya propia. Le hubiera gustado repasar con él lo que ya sabía, aunque fuese muy poco...
—¡Muy poco! Pues a procurarse más —murmuró, dirigiéndose al espejo.
Salió del cuarto de baño secándose la cara y se puso unos pantalones después de cambiarse la ropa interior. (Los condenados robots estaban en todo.)
—¿Quieres contestar a unas cuantas preguntas, Daneel? —preguntó Baley a su compañero.
—Como sabes, camarada Elías, respondo a todas las preguntas lo mejor que sé.
« O siguiendo al pie de la letra tus instrucciones», se dijo Baley. Añadió:
—¿Por qué viven tan sólo veinte mil personas en Solaria?
—Esto es un simple hecho —repuso Daneel—. Un dato, una cifra resultante de un proceso matemático.
—Sí, pero no te me vayas por las ramas. El planeta puede mantener a millones de personas. ¿Por qué, entonces, sólo alberga a veinte mil? Dijiste que los solarianos consideran éste el número ideal. ¿Por qué?
—Están acostumbrados a vivir así.
—¿Quieres decir que restringen la natalidad?
—Sí.
—¿Para dejar medio vacío al planeta?
Baley no estaba muy seguro de por qué insistía tanto en este detalle, pero quizá se debiera a que uno de los pocos datos seguros que conocía era el referente a la población del planeta. Aparte de esto, poco más podía preguntar.
Por último consiguió conciliar el sueño. No recordaba cuándo se quedó dormido. Hubo un período en que sus pensamientos se hicieron más deslavazados. Luego vio brillar la cabecera de su lecho y el techo de la estancia se iluminó con una fría luz diurna. Consultó el reloj.
Habían pasado varias horas. Los robots que formaban el servicio doméstico habían considerado conveniente que se despertase, y obraron en consecuencia.
Se preguntó si Daneel estaría también despierto, pero inmediatamente comprendió lo absurdo de esta idea. Daneel no podía dormir. Baley se preguntó luego si, como parte de la comedia que estaba representando, habría simulado que dormía. Incluso era capaz de haberse desnudado para ponerse un pijama.
Como si le hubiera oído, Daneel entró en la estancia.
—Buenos días, camarada Elías.
El robot estaba completamente vestido y su semblante traslucía una completa calma. Dirigiéndose al detective preguntó:
—¿Has dormido bien?
—Sí —respondió secamente Baley—. ¿Y tú?
—El planeta no está medio vacío —explicó Daneel— sino dividido en propiedades, cada una de las cuales está bajo la dirección de un solariano.
—Ello significa que cada cual mora en su propiedad. Así pues, son veinte mil parcelas, al frente de las cuales hay un solariano, ¿no es eso?
—Son unas cuantas menos, camarada Elías. Los cónyuges comparten el gobierno de la respectiva hacienda.
—¿No hay ciudades? —Baley sintió un escalofrío.
—Ni una sola, camarada Elías. Viven completamente aislados unos de otros y nunca se ven, salvo en circunstancias extraordinarias.
—¿Son unos ermitaños?
—Sólo hasta cierto punto.
—¿Qué quieres decir?
—El señor Gruer nos visitó ayer por medio de su imagen tridimensional; pues bien, los solarianos se visitan con frecuencia por este medio, pero no en persona.
Baley miró fijamente a Daneel y preguntó:
—¿Se nos incluye a nosotros en esto? ¿Esperan que también vivamos de ese modo?
—Es la costumbre de este mundo.
—¿Entonces, cómo podré investigar el caso? Supongamos que deseo entrevistarme con determinado solariano.
—Desde esta casa, camarada Elías, puedes obtener una imagen tridimensional de cualquier habitante del planeta. En realidad, te evitará el fastidio de tener que salir de tu morada. Como ya te dije cuando llegamos, no tendrás necesidad de acostumbrarte a vivir al aire libre. Creo que es lo mejor; cualquier otra solución te resultaría en extremo desagradable.
—Deja que sea yo quien juzgue acerca de lo que es desagradable para mí —dijo Baley— Lo primero que haré hoy, Daneel, será ponerme en contacto con esa Gladia, la esposa del hombre asesinado. Si la proyección tridimensional no me convence, iré personalmente a visitarla. Soy yo quien tiene que decidirlo.
—Veremos qué es lo mejor y más factible, camarada Elías——contestó Daneel con gran reserva—. Voy a pedir el desayuno.
Baley se quedó mirando las anchas espaldas del robot. Casi le divertía: Daneel Olivaw actuaba como si fuese él quien llevara la voz cantante. Si sus instrucciones consistían en evitar que Baley supiese más de lo imprescindible, entonces el detective contaba con una formidable baza. Al fin y al cabo su compañero no era más que R. Daneel Olivaw. Bastaba con decir a Gruer, o a cualquier solariano, que Daneel era un robot y no un hombre. Pero, por otra parte, la pseudohumanidad de Daneel podía ser muy útil. No era necesario jugar inmediatamente aquel triunfo; a veces resultaba más útil guardarlo en espera de la ocasión propicia. «Mantengámonos alerta», pensó Baley, a la par que seguía a Daneel hacia el comedor.
Baley preguntó:
—¿Cómo se las arregla uno para establecer un contacto tridimensional?
—Es muy sencillo, camarada Elías —dijo Daneel, oprimiendo con el dedo uno de los cuadros de contacto que servían para llamar a los robots. En seguida acudió una de las criaturas mecánicas.
Baley se preguntaba de dónde diablos salían, ya que cuando vagaba por el deshabitado laberinto que constituía la mansión, jamás había visto a uno solo de ellos. ¿Desaparecían prudentemente de la vista cuando un ser humano se aproximaba? ¿Intercambiaban mensajes entre sí para apartarse del camino? Sin embargo, cuando se les llamaba aparecían sin tardanza.
Baley contempló al robot recién llegado. Era esbelto, pero no refulgente. Su superficie tenía un tono apagado, grisáceo, con un diseño a cuadros en el hombro derecho como única nota de color. Unos cuadrados blancos y amarillos (en realidad oro y plata, debido al brillo metálico) dispuestos, al parecer, sin orden ni concierto.
—Llévanos a la sala de conversación—le ordenó Daneel.
El robot se inclinó y se dio la vuelta, pero sin decir palabra.
Baley le llamó.
—Espera, muchacho. ¿Cómo te llamas?
El robot se volvió hacia Baley y manifestó con gran claridad y sin la menor vacilación:
—No tengo nombre, señor. Mi número de serie (levantó un dedo metálico y señaló el dibujo del hombro) es ACX-2745.
Daneel y Baley siguieron en pos de él y penetraron en una amplia estancia que Baley reconoció como la misma en la que había aparecido Gruer y la silla, el día anterior.
Otro robot les esperaba con el aspecto paciente y eternamente diligente de la máquina. El primer robot hizo una leve reverencia con la cabeza y se fue.
Baley comparó el dibujo que ambos ostentaban en el hombro mientras el primero se inclinaba para despedirse. El dibujo de oro y plata era diferente. El diseño estaba formado por un cuadrado de seis cuadros por lado. El número de posibles combinaciones era, pues, de 2^36, o sea, setenta mil millones. Muchas más de las necesarias.
—Al parecer —observó Baley— existe un robot para cada cosa. Uno para acompañarnos aquí, otro para manejar el visor...
A lo que Daneel repuso:
—Los robots están muy especializados en Solaria, camarada Elías.
—Lo comprendo, habiendo tantos.
Baley miró al segundo robot. A no ser por el cuadrado del hombro y, como era de presumir, por los invisibles circuitos positrónicos albergados en el interior de su esponjoso cerebro de platino e iridio, diríase que era hermano gemelo del primero. Le preguntó:
—¿Tu número de serie?
—AC-1129, señor.
—Bueno, yo te llamaré muchacho. Ahora quiero hablar con una tal señora Gladia Delmarre, viuda del difunto Rikaine Delmarre... Daneel, ¿hay alguna agenda de direcciones u otro medio para localizarla?
Daneel repuso con voz calma:
—No creo que sea necesario facilitarle más información que ésta. Interrogaré al robot...
—Lo haré yo —dijo Baley—. Muy bien, muchacho: ¿sabes cómo localizar a esa señora?
—Sí, señor. Conozco la combinación para conectar con todos los amos.
Hizo esta afirmación sin orgullo, exponiendo únicamente un hecho, como si hubiese dicho: «Estoy hecho de metal, mi amo».
—Esto no es nada sorprendente, camarada Elías —terció Daneel—. Las conexiones que hay que facilitar a los circuitos de la memoria no llegan a diez mil, cifra más bien exigua.
Baley asintió.
—¿Hay alguna otra Gladia Delmarre, acaso? No vayamos a confundirnos de persona.
—¿Cómo, señor?
Después de esta pregunta el robot guardó un silencio total.
—Me parece que este robot no ha comprendido tu pregunta —dijo Daneel—. Estoy convencido de que en Solaria no existen nombres duplicados. Los nombres se registran al nacer y nadie puede adoptar uno utilizado ya por otra persona.
—Bravo —exclamó Baley— no hay momento que no aprendamos algo nuevo. Vamos a ver, muchacho, ahora dime cómo funciona lo que sirve para que los amos se comuniquen entre sí; luego dame la combinación adecuada, o como la llames, y después vete.
Hubo una pausa claramente perceptible antes de que el robot respondiese. Cuando lo hizo, preguntó:
—¿Desea usted establecer contacto personalmente, señor?
—Eso es.
Daneel dio un suave codazo a Baley.
—Un momento, camarada Elías.
—¿Qué sucede ahora?
—Creo que el robot establecerá contacto con mayor facilidad. Ésa es su especialización.
Baley dijo ceñudo:
—Estoy convencido de que lo puede hacer mucho mejor que yo, y probablemente me armaré un lío de mil diablos. —Miró retadoramente al impasible Daneel antes de añadir—: Pero me da igual.
Prefiero comunicar por mí mismo. Vamos a ver, ¿eres tú o yo quien da las órdenes aquí?
Daneel repuso:
—Tú, camarada Elías, y tus órdenes serán obedecidas hasta donde lo permita la Primera Ley. No obstante, con tu permiso, me gustaría exponerte todo cuanto sé acerca de los robots solarianos. Los robots de Solaria están mucho más especializados que en los otros Mundos, y aunque son físicamente capaces de realizar muchas cosas, se les prepara a fondo para desempeñar un tipo particular de trabajo. Para realizar funciones que escapan del marco de su especialización se requieren los elevados potenciales producidos por la aplicación directa de una de las tres leyes. Asimismo, para que no realicen la tarea que les ha sido asignada se requiere también la aplicación directa de una de las tres leyes.