—Así, una vez muerto Leebig, usted hizo que Gladia abandonase Solaria. ¿Lo hizo usted para salvarla en caso de que a los solarianos se les ocurriese reconstruir el crimen?
—Ya había sufrido bastante, la pobrecilla —dijo Baley con un encogimiento de hombros—. Había sido la víctima de todos y de todo: de su marido, de Leebig, de la sociedad de Solaria.
—¿No cree que transgredió la ley para satisfacer un capricho personal?
Las angulosas facciones de Baley adquirieron aún mayor dureza.
—No fue ningún capricho. La ley solariana no me obligaba a nada. Por encima de todo estaban los intereses de la Tierra y en su defensa tenía que cargar toda la culpa sobre Leebig, que era el verdaderamente peligroso. En cuanto a la señora Delmarre, traté de realizar con ella un experimento.
—¿Un experimento?
—Quería saber si consentiría en trasladarse a un mundo donde la presencia personal fuese algo normal. Sentía la curiosidad de saber si ella tendría el valor de romper con unas costumbres tan profundamente arraigadas. Temía que se negase a marchar; que insistiese en quedarse en Solaria, un verdadero purgatorio para ella, antes de avenirse al abandono de su artificiosa forma de vivir. Pero prefirió cambiar, y me alegré; para mí esto fue simbólico. Me pareció como si abriese las puertas de la salvación para todos nosotros.
—¿Para nosotros? —preguntó vivamente Minnim—. ,Qué demonios quiere usted decir?
—No para usted ni para mí, en particular, señor subsecretario —repuso Baley gravemente— sino para toda la humanidad. Está equivocado respecto al resto de Mundos Exteriores. Éstos tienen pocos robots; permiten la presencia personal y se han dedicado a investigar lo que ocurre en Solaria. Como usted ya sabe, me acompañaba allí R. Daneel Olivaw, que también redactará su informe. Existe el peligro de que esos mundos se conviertan algún día en otras tantas Solarias, pero probablemente se darán cuenta del peligro a tiempo, esforzándose por mantenerse en un equilibrio razonable de población, con el fin de seguir siendo los dirigentes de la humanidad.
—Esto no es más que su opinión particular—dijo Minnim, tozudo.
—Pero aún hay más. Existe únicamente un mundo semejante a Solaria, y es la Tierra.
—¡Vamos, agente Baley!
—Así es, señor. Somos una Solaria al revés. Allí se han aislado unos de otros. Aquí, nos hemos aislado de la Galaxia. Ellos se encuentran en el callejón sin salida de sus haciendas inviolables. Nosotros nos encontramos en el callejón sin salida de nuestras ciudades subterráneas. Allí sólo existen dirigentes sin seguidores, acompañados tan sólo de robots que asienten a todo cuanto se dice. Aquí, todos somos seguidores sin dirigentes, encerrados en nuestras ciudades que nos dan una falsa sensación de seguridad.
Baley cerró los puños con fuerza. Minnim manifestó su desaprobación:
—Agente Baley, ha pasado usted una prueba muy dura. Necesita tomarse un buen descanso. Un mes de vacaciones con paga completa y un ascenso al reintegrarse al trabajo.
—Gracias, pero no es eso todo lo que quiero. Quiero que usted me escuche. Sólo existe un camino para huir de la encerrona en que nos hemos metido, y ese camino nos lleva afuera, hacia el espacio.
Existe un millón de mundos por poblar, y los hombres del espacio sólo ocupan cincuenta. Ellos son pocos y su vida es larga. Nosotros somos muchos, y nuestras vidas son cortas. Estamos más preparados que ellos para la exploración y la colonización. El incesante aumento de población nos empuja, y la rápida sucesión de las generaciones nos suministra constantemente hornadas de jóvenes intrépidos. Fueron nuestros antepasados quienes colonizaron los Mundos Exteriores, no lo olvide.
—Sí, de acuerdo..., pero temo que ya haya pasado nuestra hora.
Baley notaba la ansiedad que experimentaba su interlocutor por librarse de su presencia, pero él seguía sentado e imperturbable.
—Cuando, como resultado de las primeras colonizaciones —prosiguió— surgieron mundos superiores al nuestro en tecnología,
nosotros nos evadimos encerrándonos en las entrañas de la Tierra, para huir de los hombres del espacio, ante los que teníamos una sensación de inferioridad. Esto no es ninguna solución. Si queremos evitar el ritmo destructivo de la rebelión y la supresión, debemos rivalizar con ellos, seguirles y, si se tercia, dirigirles. Para hacer esto, debemos afrontar el exterior; debemos obligarnos a salir al aire libre. Si ya es demasiado tarde para ello, por lo que a nosotros se refiere, debemos enseñar a hacerlo a nuestros hijos. ¡Es vital!
—Necesita usted descansar, agente Baley.
Éste exclamó con acritud:
—Escúcheme, por favor. Si los hombres del espacio conservan su fuerza y nosotros seguimos como hasta ahora, la Tierra será aniquilada antes de un siglo. Usted mismo me ha dicho que así ha sido calculado. Si los hombres del espacio tienen una debilidad oculta que cada vez se hace mayor, en ese caso podemos salvarnos. Mas ¿quién puede afirmar que los hombres del espacio son débiles? Esto sólo es cierto por lo que se refiere a los solarianos, pero aquí termina todo.
—Hombre...
—Aún no he terminado. Hay algo que sí podemos cambiar, sin meternos en si los hombres del espacio son débiles o fuertes. Podemos cambiar nuestro modo de vida. Afrontemos el exterior, y nunca tendremos que apelar a la revuelta. Podemos desparramarnos por los mundos que nos rodean, convirtiéndonos también en hombres del espacio. Si seguimos acorralados en la Tierra, nada podrá detener la inútil y fatal revuelta. Y ésta aún será peor si se basa en falsas esperanzas acerca de la pretendida debilidad de nuestros enemigos. Vamos, pregúnteselo a los sociólogos. Expóngales mis argumentos. Y si aún siguen dudando, halle el medio de enviarme a Aurora, para que pueda traer un informe sobre los auténticos hombres del espacio. Entonces, verá usted lo que debe hacer la Tierra.
Minnim asintió.
—Sí, sí. Ahora, adiós, agente Baley.
Éste se marchó presa de una gran exaltación. Nos esperaba alcanzar una victoria inmediata sobre Minnim. No se conseguía desarraigar en unos momentos ideas fijas y preconcebidas. Pero advirtió la expresión de incertidumbre que cruzó por el rostro de Minnim, borrando por unos momentos su primera expresión de júbilo.
Estaba seguro de adivinar el futuro. Minnim interrogaría a los sociólogos, y uno o dos de ellos se mostrarían indecisos.
Para resolver sus dudas, consultarían a Baley.
«Esperemos un año —se dijo éste— solamente un año, y saldré en dirección a Aurora. Y dentro de una generación, saldremos de nuevo al espacio.»
Baley subió al ferrocarril subterráneo que se dirigía al Norte. Pronto volvería a ver a Jessie. ¿Lo comprendería ella? ¿Y su hijo Bentley, que contaba a la sazón diecisiete años? Cuando Ben tuviese, a su vez, un hijo de esa edad, ¿se hallaría quizás en un mundo vacío como colonizador?
Aquella idea le asustaba, pues Baley aún temía los espacios abiertos. Pero ¡había dejado de preocuparse por aquel temor! En vez de batirse en retirada ante él, debía plantarle cara.
Baley creyó notar un toque de locura. Desde el primer momento en que lo experimentó, el aire libre ejerció una extraña atracción sobre él; desde el día en que, hallándose en el vehículo terrestre, engañó a Daneel para que el robot conductor bajase la cubierta y él pudiera levantarse y respirar el aire libre.
Entonces no lo comprendió. Daneel creyó que lo hacía por perversión. En cuanto a Baley, creyó que se enfrentaba con el aire libre por necesidad profesional, para resolver un crimen. Sólo la última noche que pasó en Solaria, cuando arrancó la cortina que cubría la ventana, comprendió la necesidad que sentía de enfrentarse con el aire libre por la atracción y la promesa de libertad que representaba.
Debía de haber millones de seres humanos en la Tierra que experimentarían la misma necesidad si se les enfrentara con el aire libre; si se les obligaba a dar el primer paso.
Miró a su alrededor.
El ferrocarril subterráneo corría velozmente. Por doquier veía luz artificial, enormes hileras de pisos que desaparecían con celeridad, centelleantes anuncios luminosos, rutilantes escaparates, fábricas, luces, bullicio y muchedumbres... ruido, gentío..., animación y vida...
Era todo cuanto había amado hasta entonces; todo cuanto había temido dejar, todo cuanto creyó añorar en Solaria.
Y a la sazón todo le parecía extraño, ajeno a él. Sintió que no encajaba en aquella vida.
Fue a resolver un asesinato, y algo ocurrió en su interior.
Había dicho a Minnim que las ciudades estaban construidas en las entrañas de la Tierra. ¿Y qué es lo primero que debe hacer un hombre en esta vida? Debe abandonar las entrañas maternas. Debe nacer. Y después de abandonar el seno materno, ya no podrá entrar de nuevo en él.
Baley había abandonado la Ciudad y ya no podía entrar de nuevo en ella. La Ciudad ya no era suya; era un extraño en las bóvedas de acero. Así tenía que suceder, y así sería para sus semejantes. Entonces, la Tierra nacería de nuevo y saldría al exterior.
Su corazón latía tumultuosamente y el bullicio que le rodeaba se convirtió en un murmullo apenas perceptible.
Entonces recordó el sueño que había tenido en Solaria y finalmente lo comprendió. Levantando la cabeza, le pareció ver a través del acero, el cemento y las muchedumbres que se extendían sobre su cabeza. Vio el faro clavado en el espacio, que con sus destellos llamaba a los hombres. Vio cómo sus rayos bañaban hasta el último rincón de la Ciudad. ¡Los rayos del sol desnudo!