El rostro de Baley se iba congestionando conforme su compañero exponía las razones de su negativa, pero, a la vez, comprendía que era inútil encolerizarse con aquel ser, un simple robot. Además, Baley se sabía de memoria la Primera Ley de la Robótica, la cual decía:
Un robot no puede causar daño a un ser humano, ni con su pasividad, permitiendo que éste lo sufra
.
El cerebro positrónico de un robot —y esto era válido para todos los mundos de la Galaxia— estaba supeditado por entero a esta norma. Naturalmente, los robots tenían que obedecer las órdenes que se les diesen, pero ante todo primaba aquella primera ley. La obediencia y el cumplimiento de las órdenes recibidas constituían la Segunda Ley de la Robótica, que rezaba así:
Un robot debe obedecer las órdenes que le dicten los seres humanos, excepto cuando estas órdenes entren en conflicto abierto con la Primera Ley
.
Baley se dominó, tratando de mostrarse cortés y razonable:
—Creo que no podré soportarlo por mucho tiempo, Daneel.
—No comparto tu opinión, camarada Elías.
—Permite que sea yo quien decida esa cuestión, Daneel.
—Si esto es una orden, camarada Elías, no puedo cumplirla.
Baley se reclinó en el mullido asiento. Por supuesto, era inútil tratar de imponerse al robot por la fuerza. Si Daneel ponía en juego toda la que era capaz de desarrollar, centuplicaba la de cualquier criatura de carne y hueso. Podía dominar perfectamente a Baley sin necesidad de hacerle daño.
Baley iba armado. Podía encañonar a Daneel con el desintegrador, pero pasado el primer momento de aparente triunfo, sentiría doblemente el peso de la frustración, con lo que se acrecentaría la sensación de impotencia que le invadía. Las amenazas de destrucción son inútiles ante un robot, cuyo instinto de conservación configura la Tercera Ley, que dice:
Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando esta protección no conculque la primera o la segunda ley
.
A Daneel no le importaría que le destruyesen si, para evitarlo, tenía que transgredir la Primera Ley. Por otro lado, Baley no sentía deseo alguno de aniquilar a Daneel.
Con todo, persistía en la idea de asomar la cabeza fuera del vehículo, y este impulso acabó convirtiéndose en una obsesión. Además, no estaba dispuesto a tolerar por más tiempo aquella tutela casi paternal de que el robot le hacía objeto. Por un momento pensó en apoyar el desintegrador contra la sien y amenazar al robot con darse muerte si no descapotaba el coche. O sea, contraponer a !a Primera Ley una situación de más grave apremio.
Baley, sin embargo, sabía que no sería capaz de tal cosa. Le parecía un acto indigno y la imagen que la idea evocaba en su mente le repugnaba profundamente. Con voz cansina manifestó:
—¿Quieres preguntar al conductor cuántos kilómetros nos faltan aún para llegar al punto de destino?
—Con mucho gusto, camarada Elías.
Daneel se inclinó para oprimir el interruptor, momento que Baley aprovechó para saltar hacia delante y gritar:
—Conductor, ¡abre el techo del coche!
La mano de Baley se adelantó a la de Daneel y volvió a oprimir el mando de conexión. El detective seguía presionando con firmeza el botón. Jadeaba ligeramente y levantó los ojos hacia el robot.
Éste permaneció inmóvil un segundo, como si los circuitos positrónicos de su cerebro hubieran quedado momentáneamente bloqueados debido al esfuerzo para adaptarse a la nueva situación. Pero no tardó en recuperar la iniciativa y adelantó el brazo.
Baley había previsto la reacción de su compañero: el robot le apartaría la mano sin causarle daño, reactivaría el transmisor y daría !a oportuna contraorden.
—No podrás retirar mi mano de ahí sin herirme —le previno Baley—. Te lo advierto: lo más seguro es que me fractures un dedo.
El detective terrestre sabía que esto no era cierto, pero bastó para detener a Daneel. Al oponer el daño al daño, el cerebro positrónico del robot tenía que sopesar las probabilidades y traducirlas a potenciales opuestos, lo que significaba prolongar unos instantes su estado de vacilación.
—Lo siento, amigo, llegaste tarde —dijo Baley.
Se había salido con la suya. El techo se deslizaba hacia atrás y por la abertura penetraba a raudales la luz blanca y cegadora del sol de Solaria.
Al principio, atemorizado, Baley sintió deseos de cerrar los ojos. Pero luchó contra este impulso y se forzó a sí mismo a pasear la vista por la enorme extensión de azul y verde por aquella superficie bicolor que se perdía en el horizonte. Notó en las mejillas el soplo de la fuerte brisa, pero no pudo distinguir el menor detalle. Un objeto pasó por su lado como una exhalación. Pudo ser un robot, un animal o un objeto impelido por una racha de viento huracanado. El coche lo dejó atrás a gran velocidad.
Azul, verde, aire, ruido, movimiento..., y sobre todo ello, cayendo furiosa, implacable y amedrentadora aquella luz blanca provinente de una esfera celeste.
Por una décima de segundo echó la cabeza hacia atrás y miró de hito en hito al astro rey de Solaria. Lo contempló sin la protección del vidrio difusor colocado en los miradores situados en el nivel más elevado de las ciudades terrestres. Contempló el Sol desnudo.
En aquel instante sintió las pesadas manos de Daneel sobre sus hombros. Durante aquel momento irreal y tumultuoso los pensamientos se apiñaron en su mente. ¡Tenía que mirar! ¡Tenía que ver todo cuanto pudiera! Pero Daneel, a su lado, quería impedirlo. Un robot jamás se atrevería a emplear la violencia contra un hombre. Esta era su idea dominante. Daneel no podía reducirle por la fuerza. Sin embargo, notaba como las manos del robot le obligaban a doblar las rodillas.
Baley levantó los brazos para librarse de aquellas manos que no eran de carne y hueso, y perdió el conocimiento.
Baley se encontraba a salvo, encerrado en el compartimiento del vehículo. El rostro de Daneel oscilaba ante sus ojos. Lo veía sembrado de manchas negras que se volvían rojas cuando parpadeaba. Entonces preguntó:
—¿Qué ha sucedido?
—Lamento que hayas sufrido daño pese a estar yo presente —dijo Daneel———. La exposición directa a los rayos solares es dañina para el ojo humano. Pero como en tu caso ha sido de breve duración confío en que no te haya afectado de modo permanente. Cuando vi que alzabas la vista tuve que intervenir y obligarte a bajar el cuerpo. Entonces sufriste un desvanecimiento.
Baley hizo una mueca. Faltaba saber si se había desmayado a causa de la sobreexcitación (o tal vez el pánico) o si perdió el conocimiento por el efecto de un golpe. Se palpó la mandíbula y la cabeza, pero no sintió dolor. Renunció a interpelar a Daneel. En cierto modo prefería seguir ignorando lo acontecido. Volviéndose hacia el robot dijo:
—Parece que no ha sido grave.
—A juzgar por tus reacciones, camarada Elías, diría que lo pasaste muy mal.
—En absoluto —repuso Baley, obstinado. Las manchas que danzaban ante sus ojos se iban borrando y también había dejado de lagrimear—. Lo único que siento es haber visto tan poco. El vehículo iba demasiado aprisa. ¿Verdad que nos cruzamos con un robot?
—Pasamos junto a muchos de ellos. Estamos atravesando la propiedad de Kinbald, dedicada a plantación de árboles frutales.
—Tendré que intentarlo otra vez —observó Baley.
—No en mi presencia —lijo Daneel— Pero, entretanto, he preguntado lo que querías saber.
—¿Qué te había preguntado?
—Según recordarás, camarada Elías, antes de ordenar al conductor que abriese el techo del coche, me ordenaste que le preguntase a cuántos kilómetros nos hallábamos de nuestro punto de destino. Estamos a dieciséis kilómetros del mismo, y llegaremos dentro de unos seis minutos.
Baley sintió el impulso de preguntar a Daneel si le disgustaba el haberle gastado aquella treta, aunque sólo fuera para ver alterarse aquel rostro perfecto, pero se contuvo. Daneel se hubiera limitado a responder negativamente, sin el menor rencor ni disgusto. Permanecería tan tranquilo e imperturbable como siempre, como si nada hubiese ocurrido.
Suavemente, Baley, dijo:
—De todos modos, Daneel, tendré que ir acostumbrándome, ¿sabes?
El robot contempló a su compañero humano.
—¿A qué te refieres?
—Pues al... ¡al exterior, hombre! En este planeta no hay otra cosa.
—No habrá necesidad de salir al exterior —repuso Daneel. Y luego, como para zanjar el asunto, añadió—: estamos aminorando la marcha, camarada Elías. Creo que ya hemos llegado. Ahora será necesario esperar a que conecten otro tubo aéreo, para pasar a la morada que se convertirá en nuestra base de operaciones.
—El tubo aéreo me parece innecesario, Daneel. Si tengo que trabajar al aire libre, de nada sirve retrasar mi adiestramiento.
—Nada te obligará a trabajar al aire libre, camarada Elías.
El robot iba a añadir algo, pero Baley le hizo callar con un ademán perentorio.
En aquel momento no se sentía de humor para escuchar los circunspectos consuelos de Daneel, ni sus palabras apaciguadoras, ni sus aseveraciones de que todo iría bien y de que cuidarían de él. Lo que deseaba realmente era la certidumbre interior de que se bastaba a sí mismo para llevar a término su misión. La visión del espacio abierto le resultó una prueba muy dura. Quizá llegado el momento, le faltaría el temple para enfrentarse de nuevo con él, y ello sería a costa de su propia dignidad y, desde luego, de la seguridad terrestre. Todo por no verse capaz de afrontar el vacío.
Su semblante asumió una expresión contrariada al pensarlo. ¡Afrontaría el aire, el sol y el espacio vacío si fuese necesario!
Elías Baley se sentía como un habitante de una de las más pequeñas ciudades, por ejemplo, Helsinki, visitando Nueva York, contando los niveles, lleno de pasmo. La idea de
morada
le sugería la de un piso o algo parecido, pero aquella residencia no se parecía lo más mínimo a un piso. Las habitaciones estaban colocadas en sucesión interminable. Las ventanas panorámicas, cuidadosamente tapadas, impedían que penetrase el menor resquicio de claridad diurna. Las luces se encendían en silencio, desde lugares ocultos, cuando penetraban en una estancia, para apagarse con el ni ¡sino silencio cuando la abandonaban.
—¡Cuántas habitaciones! —exclamaba Baley, maravillado—. Esto parece una pequeña ciudad, Daneel.
—En efecto, camarada Elías —asintió Daneel con ecuanimidad.
Aquello le parecía muy extraño. ¿Por qué juntarle con tantos hombres del espacio en un lugar tan reducido? Así es que preguntó:
—¿Cuántos vivirán aquí conmigo?
Repuso Daneel:
—Estaré yo, desde luego, y algunos robots.
Baley pensó: «Tendría que haber dicho algunos otros robots». Era evidente que Daneel tenía la intención de representar el papel de hombre hasta sus últimas consecuencias, aunque no tuviese otro espectador que Baley, y pese a que éste conocía perfectamente cuál era su verdadera condición.
Aquel pensamiento se evaporó de su mente a instancias de otro más apremiante. Exclamó:
—¿Robots? ¿Y cuántos seres humanos?
—Ninguno, camarada Elías.
Acababan de entrar en una estancia, abarrotada hasta el techo de libros audiovisuales. Tres visores fijos, con grandes pantallas de 60 centímetros colocadas verticalmente, se alzaban en tres ángulos de la habitación. El cuarto contaba con una pantalla para la proyección de dibujos animados.
Baley miró consternado a su alrededor, diciendo:
—¿Han echado a todo el mundo a puntapiés para dejarme solo vagando por este mausoleo?
—Lo han destinado únicamente para ti. Una morada como ésta, para una sola persona, es lo acostumbrado en Solaria.
—¿Aquí todos viven de esta manera?
—Todos.
—¿Y para qué necesitan tantas habitaciones?
—Se acostumbra a destinar una habitación para cada actividad. Esta es la biblioteca. Hay también una sala de música, un gimnasio, una cocina, una panadería, un comedor, una tienda automatizada, varias salas de pruebas y reparaciones para los robots, dos dormitorios...
—¡Alto! ¿Cómo sabes todo esto?
—Forma parte de las informaciones que me grabaron antes de salir de Aurora —repuso Daneel con mansedumbre.
—¡Caramba! ¿Y quién cuida de todo esto? —Y al decir estas palabras describió un amplio arco con el brazo.
—Existe cierto número de robots domésticos. Los han puesto a tu servicio y se ocuparán de que nada te falte.
—Pero yo no necesito tanto espacio —dijo Baley. Sintió el impulso de sentarse y negarse a continuar la caminata. Estaba harto de ver habitaciones.
—Si lo deseas, podemos quedarnos en una sola habitación, camarada Elías. Previmos esta posibilidad desde el primer momento. Sin embargo, teniendo en cuenta los usos y costumbres de Solaria, se consideró más prudente autorizar la construcción de esta casa.
—¿La construcción, dices? —Baley se quedó boquiabierto. ¿Quieres decir que la han construido para mí? ¿Toda esta casa? ¿Especialmente para mí?
—Bueno, esta es una economía totalmente robotizada...
—Sí, ya sé lo que vas a decir. ¿Pero, que harán con la casa cuando nuestra misión haya terminado?
—Supongo que la derribarán.
Baley apretó fuertemente los labios. ¡Claro que la derribarían! Habían construido un gigantesco edificio para uso exclusivo de un solo terrestre y luego la echarían abajo. Esterilizarían el terreno sobre el que se alzó la casa y fumigarían la atmósfera que él respiró. Los hombres del espacio podían parecer fuertes, pero también se hallaban dominados por absurdos temores —pensó.
Daneel pareció leer sus pensamientos, o al menos interpretar su expresión, pues observó:
—Quizá te parezca, camarada Elías, que destruirán la casa para evitar el contagio. Si es esto lo que piensas, será mejor que dejes de atormentarte dándole vueltas al asunto. El temor a las enfermedades no llega a tales extremos entre los hombres del espacio. Simplemente, la derribarán porque el esfuerzo necesario para levantarla fue mínimo, y el gasto que representará este derribo les parece insignificante.
»Además, según la ley, camarada Elías, esta residencia no podrá seguir en pie. Se halla situada en los terrenos propiedad de Hannis Gruer y, como únicamente puede haber una morada legal en cada propiedad, ésta no puede ser otra que la del dueño. La casa se construyó gracias a un permiso especial y para una finalidad determinada. Debe albergarnos a los dos durante un período de tiempo preciso, o sea, hasta terminar nuestra misión.