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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (15 page)

Alarmada por la fuerza de sus propios sentimientos, se apartó de la puerta y creyó oír, tan débilmente que podía ser una ilusión, un suspiro surgido de ninguna parte y que se perdió a lo largo del pasillo. Miró hacia atrás, no vio nada y, entonces, se dio cuenta de que Drachea estaba tan inquieto como ella.

—Deberíamos irnos —dijo a media voz.

Él asintió con la cabeza, tratando de disimular su alivio.

—Volveremos. Encontraremos la llave, de alguna manera, y volveremos.

Le asió la mano al volverse y echar a andar de regreso a la biblioteca, Cyllan no sabía si para tranquilizarla a ella o para tranquilizarse él mismo. Al llegar al salón abovedado, Drachea cerró cuidadosamente la pequeña puerta detrás de ellos y, después, recogió los libros que había elegido.

—No sé si Tarod viene aquí alguna vez, pero no me gustaría encontrarme cara a cara con él. —Su sonrisa era forzada—. Será prudente que no nos entretengamos demasiado.

Cyllan no sabía lo que había sentido él detrás de la puerta de plata y dudaba de que se lo dijese. Ella no dijo nada; solamente miró una vez atrás, reflexivamente, mientras salían de la biblioteca y empezaban a subir la escalera.

CAPÍTULO VI

G
ant Ambaril Rannak trataba de dominar su impaciencia y su irritación, pero era una batalla perdida. Se levantó y miró a través de la larga ventana del salón, sin que su mente registrara la vista de los jardines que ya empezaban a florecer. Estaba demasiado perturbado por el sonido de los sollozos ahogados de su esposa. Era el día de su cumpleaños, y, tendrían que haberlo celebrado. En vez de esto, estaban sumidos en una pesadilla de la que parecía imposible despertar: el misterio de la desaparición de su hijo mayor.

Si por lo menos hubieran recibido alguna noticia… El heredero de un Margraviato no se desvanecía, simplemente, sin dejar rastro. Alguien tenía que haber visto a Drachea saliendo de la plaza del mercado con aquella maldita vaquera y, sin embargo, aunque había empleado todos sus recursos, que no eran pocos, Gant no había podido encontrar un solo testigo de lo que le había sucedido a su hijo. Al principio, había considerado la posibilidad de que el Warp que se había desencadenado aquel día sobre Shu-Nhadek se los hubiese llevado a los dos; pero conocía a su hijo, y su hijo no era tan imbécil como para dejarse sorprender de una manera tan espantosa.

Desde luego, se había formulado la teoría de que el jefe de los boyeros estaba detrás de todo el asunto: había utilizado a la muchacha para atraer a Drachea y le retenía para obtener algún rescate. Estos crímenes no eran raros y, con el aumento de la delincuencia en el último año, había bastantes rufianes que considerarían que el riesgo valía la pena. En los primeros accesos de furia y de angustia, Gant había hecho encarcelar al boyero y le había interrogado despiadadamente, pero pronto se puso de manifiesto que Kand Brialen no sabía nada del suceso. Su horror había sido dolorosamente genuino y, aunque éste se debiese más al miedo de perder un rico cliente que a la preocupación por la suerte de su sobrina, Gant se había visto obligado, muy a su pesar, a desechar sus sospechas.

Y así, frenético por tener noticias y frustrado a cada paso, Gant había empleado todos sus considerables recursos en lo que había sido, hasta ahora, una búsqueda totalmente inútil. La milicia provincial bajo su mando no había descubierto nada; las videntes de la Hermandad habían ejercitado sus dotes sin el menor resultado… y ahora parecía que incluso su última esperanza iba a fallarle.

Se volvió hacia el lugar donde un hombre corpulento, con la insignia de oro de los Iniciados sobre el hombro, conferenciaba en voz baja con la Señora Silve Bradow, superiora de la más importante Residencia de la Hermandad en la provincia. Por pura casualidad, Hestor Tay Armeth, Adepto de cuarto grado del Círculo, se hallaba en la Residencia cuando llegó el mensajero de Gant para pedir ayuda a la Hermandad, y Silve Bradow, que había sido nombrada recientemente para su cargo y nunca había tenido que intervenir personalmente en un problema de esta importancia, había solicitado inmediatamente el consejo de Hestor.

Pero ahora parecía que el representante del Círculo no tenía poder para ayudarles. Lejos de ofrecer la solución que Gant y su familia ansiaban, Hestor se había andado hasta el momento con rodeos. El Margrave sospechaba que, detrás de su actitud ambigua, había algo más que lo que saltaba a la vista, pero no podía sonsacarle, y su paciencia, debilitada por la preocupación que roía todas las fibras de su ser, se estaba agotando.

Giró sobre sus talones y carraspeó con fuerza para llamar la atención de los otros. La Margravina sorbió y se enjugó los ojos, y miró a su marido con llorosa esperanza.

—Adepto —dijo Gant, en un tono cortés, pero no exento de acritud—, me perdonarás que te hable francamente, pero este asunto se hace más urgente a cada minuto que pasa. Mi hijo y heredero ha desaparecido, y todos los esfuerzos para encontrarle han sido vanos. Acudo al Círculo en busca de ayuda, como sin duda tiene derecho a hacer cualquiera en tales circunstancias, ¡y parece que nada puedes decirme! Te haré una simple pregunta: ¿puedes ayudarme, o no?

Hestor y la Señora Silve cambiaron una mirada y, después, la Superiora cruzó las manos y miró al suelo alfombrado mientras Hestor respondía:

—Margrave, lo único que te he dicho es que no puedo prometerte nada. Existen complicaciones que…

Gant le interrumpió:

—Por lo que veo, Señor, la única complicación es la naturaleza misteriosa de la desaparición de mi hijo. Seguramente, en este caso hay razones suficientes para informar al Sumo Iniciado de lo que ocurre. —Se pasó la lengua por los labios—. Conozco a Keridil Toln, como conocí a su padre Jehrek, y estoy seguro de que él desearía estar informado y ofrecerme la ayuda del Círculo. —Gant hizo una pausa, preguntándose si Hestor reaccionaría a la amenaza implícita en sus amables palabras; después, al ver que el hombre se mostraba impasible, añadió—: Desde luego, si prefieres tomar la responsabilidad sobre tus hombros…

El Adepto sonrió reservadamente y sin entusiasmo.

—No quisiera mostrarme presuntuoso, Margrave. Naturalmente, me aseguraré de que el mensaje llegue al Castillo; pero estas cosas requieren tiempo, y el tiempo puede no estar de nuestra parte.

Gant encogió tristemente los hombros.

—Sin embargo, parece ser nuestra única esperanza, ya que todo lo demás ha fracasado. —Miró a su esposa—. He oído decir que se están realizando experimentos para emplear aves de rapiña como mensajeros en casos de emergencia. Si pudiéramos usar este método, la noticia llegaría al Sumo Iniciado mucho antes de lo que tardaría en llevarla un buen jinete.

—He oído algo de esto —dijo precavidamente Hestor—. Los halconeros de la Provincia Vacía han estado empleando aves, y el procedimiento está siendo también ensayado en Wishet. Pero en cuanto a su eficacia…

—¡Maldita sea! ¿Acaso no vale la pena intentarlo? —bufó Gant, y después, haciendo un esfuerzo, dominó su mal genio—. Discúlpame, pero seguramente comprenderás mis sentimientos. La Margravina está loca de preocupación y de dolor, y si el Círculo no puede ayudarnos, ¡nada podremos ya hacer!

De momento, Hestor desvió la mirada; después pareció recobrar su aplomo y la fijó de nuevo enla del Margrave.

—Desde luego, Margrave, tienes razón, y te pido disculpas si he parecido vacilar o mostrarme reacio. No puedo saber cómo te ayudará el Círculo…, pero haré lo que esté en mi mano. Te lo aseguro.

Gant gruñó.

—Entonces, ¿informarás al Sumo Iniciado?

—Con toda la rapidez posible.

La Margravina suspiró débilmente y su marido cruzó la estancia para darle unas palmadas en el hombro con rígido afecto.

—Bueno, querida, ya has oído lo que ha dicho el Adepto. Podemos contar con la ayuda del Círculo. Si algún poder en el mundo puede devolvernos a Drachea, es el del Círculo. —Miró de nuevo a Hestor—. Aunque la celebración no será tan alegre como en ocasiones anteriores, dadas las circunstancias, hoy daremos una pequeña cena en familia para celebrar el cumpleaños de la Margravina. Será para mí un honor si la Señora y tú queréis acompañarnos.

Hestor se inclinó ligeramente.

—Gracias, Margrave, pero creo que descuidaría mi deber si no pusiese en marcha la investigación del Círculo sin la menor dilación. He prometido acompañar a la Señora Silve a su Residencia y después emprenderé el camino hacia el Norte.

En su fuero interno, Gant se sintió aliviado por la negativa. La cena de cumpleaños sería ya bastante triste sin que la presencia de extraños violentara todavía más la situación. Llamó a un criado para que trajese los caballos de los visitantes delante de la casa, y se despidió formalmente de ellos en la puerta. Les observó alejarse en dirección al camino, frunciendo los párpados contra el sol declinante y deseando poder identificar la nueva sensación de inquietud que se agitaba dentro de él. Algo iba mal. Las seguridades que le había dado el Adepto las había obtenido con demasiada facilidad, y había tenido la firme impresión de que los dos le ocultaban algo. No sabía si esto afectaba directamente a su hijo, pero el instinto le decía que era un mal presagio.

Los caballos y sus jinetes se perdieron de vista y una nube cubrió la cara del sol, proyectando una sombra triste sobre el suelo. Gant aflojó las manos, que había mantenido inconscientemente rígidas, dio media vuelta y, encorvado como un viejo, volvió a entrar en la casa.

—Ojalá no me hubiese visto obligado a mentirle. —Hestor retuvo su caballo para dejar pasar a una carreta por el estrecho camino—. Sienta un mal precedente.

La Señora Silve sacudió la cabeza.

—No tenías elección, Hestor. —El raro defecto de pronunciación de algunas palabras era una peculiaridad que tenía desde la infancia—. A fin de cuentas, no podíamos decirle la verdad.

El Adepto suspiró entre los dientes apretados.

—¿Qué podía hacer, si no? ¿Enviar a la Península de la Estrella un mensaje que no podrá ser entregado? Compadezco al Margrave, lamento lo que le ocurre, pues yo también tengo hijos, pero hay asuntos urgentes que requieren mi atención más que la desaparición de un joven irresponsable que probablemente está viviendo con alguna ramera a menos de medio día de viaje de aquí.

Silve entrecerró los ojos.

—Este sentimiento no te honra, Hestor.

—No… no; lo siento; fue una idea impertinente. Atribúyelo a mi preocupación… No puedo dejar de pensar en mi propia familia que quedó en el Castillo y de preguntarme qué habrá sido de ella…, qué habrá sido de todos ellos.

—¿Todavía no has recibido noticias? —preguntó ella.

El Adepto sacudió la cabeza.

—Nada, y cada día que pasa aumenta mi temor de que algo terrible ha sucedido. He estado reflexionando sobre esto una y otra vez y no puedo encontrar una respuesta que tenga sentido. Si Keridil hubiera tenido intención de aislar el Castillo del mundo, nosotros lo habríamos sabido. Aún en el caso de que no pudiese revelar su propósito, nos habría dado algún aviso. Pero esto… —y de nuevo sacudió con impotencia la cabeza.

—Los rumores circulan rápidamente —dijo Silve, en tono sombrío—. Al principio las especulaciones sólo se hacían en las provincias del Norte, pero ahora se han extendido a todas partes. No pasará mucho tiempo antes de que lleguen a oídos del Margrave.

—Y mientras tanto, nosotros permanecemos sentados sin poder hacer nada y esperando saber algo de los que volvieron a la Península. —Hestor se estremeció—. Te confieso que en parte tengo miedo de oír las noticias que nos traigan.

Cabalgaron en silencio durante unos minutos, antes de que Silve dijese tímidamente:

—¿Tienes alguna teoría personal, Hestor, sobre lo que pueda haber ocurrido en el Castillo?

El Adepto no respondió en seguida y ella se preguntó si no habría oído la pregunta. Pero cuando iba a repetirla, él dijo súbitamente:

—No, Señora, no tengo ninguna. O al menos… ninguna que me atreva a considerar.

Ella asintió con la cabeza e hizo la señal de Aeoris sobre el pecho.

—Debemos rezar para que Aeoris nos guíe.

—¿Nos guíe? —repitió Hestor—. No estoy seguro, Señora, no estoy seguro. Tal vez sería mejor que rezásemos a Aeoris para que nos libere.

Cyllan yacía en la ancha cama de su habitación, combatiendo el cansancio que estaba tratando de romper sus defensas. En este lugar sin tiempo, conceptos tales como el hambre y la sed y el cansancio eran, según sabía, ilusorios; pero los sucesos estaban desgastando su energía y habría deseado poder cerrar simplemente los ojos y descansar con un sueño tranquilo y sin pesadillas.

Pero la verdad era que tenía miedo de dormir. Pensamientos inquietantes y no deseados se acumulaban en su mente, y por mucho que lo intentase, no podía desterrarlos de ella. A su regreso de la biblioteca, Drachea había corrido a su propia habitación con su preciosa carga de libros; ella había deseado que se quedase, pero él, o no había comprendido sus insinuaciones o había preferido hacer caso omiso de ellas, y la había dejado sola.

Cyllan no quería estar a solas con sus pensamientos. Necesitaba una distracción para impedir que se apoderaran de ella y la sujetasen dolorosamente con sus garras; se sentía indefensa contra ellos y pensaba, desesperadamente, que incluso la compañía de Tarod habría sido preferible a esta soledad.

Tarod

Dio media vuelta y se sentó en la cama, irritada y un poco asustada por el hecho de que el hilo de su pensamiento la hubiese conducido inexorablemente al punto de partida. Desde que se había despertado y encontrado a Tarod a su lado, no había tenido oportunidad de analizar sus pensamientos y sentimientos; pero ahora éstos requerían su atención. Había acusado a Tarod de provocar aquel horrible fenómeno psíquico que la había atacado en su habitación; él lo había negado sarcásticamente y, aunque sin buenas razones, Cyllan descubrió que le creía.

¿O era una víctima no del todo involuntaria de una propia y engañosa ilusión? Drachea la había acusado de parcialidad, y ella era lo bastante sincera para confesar que habría sido una trampa en la que hubiera podido caer fácilmente. Durante muchos meses, se había ido convenciendo de que su camino y el de Tarod no volverían a encontrarse nunca; sus dos breves encuentros habían sido coincidencias insignificantes, y esperar algo más, como reconocía que había esperado, era una estupidez infantil. Pero ahora se habían cruzado en circunstancias que sus más locas pesadillas no habrían podido nunca imaginar; y todos los antiguos recuerdos chocaban dolorosamente con la triste realidad del presente. La frialdad de Tarod, su ocasional malevolencia, el poder que podía ejercer la horrorizaba… Y entonces había llegado la revelación de Drachea.

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