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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (9 page)

Sin pensar, le acarició suavemente el cabello. Era plateado, y, cuando su rostro estaba en reposo, le hacía parecer un veterano de muchas guerras.

Abeleyn le apretó la mano hasta no dejarle circular la sangre, escondiendo la cabeza en su hombro. Cuando volvió a hablar, su voz sonó espesa y áspera, demasiado aguda.

—¿Dónde están esos malditos pajes? Parece que el servicio se ha ido al diablo en este lugar.

Abrusio había llegado a albergar un cuarto de millón de personas. Una quinta parte de la población había muerto en el ataque a la ciudad, y decenas de miles más habían empaquetado sus pertenencias y abandonado para siempre la capital. El comercio, vital para el gran puerto, se había reducido a una décima parte de su antiguo volumen, y todavía había miles de hombres trabajando para limpiar los destrozados muelles, reparar los almacenes bombardeados y demoler los edificios demasiado maltrechos para restaurarlos. Una gran parte de la Ciudad Baja se había convertido en un desierto chamuscado, y en aquella desolación acampaban miles de personas bajo refugios improvisados.

Pero en la Ciudad Alta los destrozos habían sido menores, y allí, donde se encontraban las grandes casas de la nobleza de Hebrion y los edificios de los gremios de la ciudad, la única evidencia de los recientes combates eran las balas de cañón, que todavía moteaban algunos edificios como carbunclos negros, y los pequeños cráteres en las calles adoquinadas, que se habían rellenado con grava.

Y allí, en la cumbre de una de las colinas gemelas que dominaban Abrusio, el antiguo monasterio inceptino resplandecía sobre la ciudad portuaria. En el enorme refectorio de la orden inceptina, la aristocracia superviviente del país se había reunido, ataviada con sus mejores galas, para votar sobre el futuro del reino.

Había habido una gran abundancia de detalles y acuerdos de último minuto, por supuesto, hombres afanándose e intrigando frenéticamente para formar parte del nuevo orden que se avecinaba. Pero, en general, todo había salido precisamente como Jemilla había planeado. Aquel día, el duque Urbino de Imerdon sería nombrado regente de Hebrion, y lady Jemilla sería proclamada públicamente madre del heredero del rey tullido. Sería reina en todo menos en nombre. «¿Qué hubiera pensado de esto Richard Hawkwood?», se preguntó, mientras los nobles se sentaban a su alrededor de modo lento e irritante, y el rostro de Urbino, por una vez sonriente, resplandecía en la cabecera de la gran mesa al contemplar a los demás nobles.

Una multitud se había concentrado fuera de la abadía para conocer el resultado del consejo. El asistente de Jemilla había sobornado a varios cientos de indeseables de la ciudad para aguardar allí y vitorear cuando se anunciara la noticia, y, como solía ocurrir, se les había unido una abigarrada multitud de varios miles de personas, que percibían la excitación en el aire. Jemilla también había tenido la precaución de ordenar que se distribuyeran cincuenta grandes toneles de vino por varios lugares de la ciudad, para que se pudiera brindar a la salud del regente cuando los pregoneros salieran a esparcir la noticia del cambio de gobierno. El vino tenía la misión de apaciguar la posible intranquilidad o los restos de sentimientos monárquicos que quedaran en la capital. No se había dejado nada al azar. Lo que Jemilla siempre había anhelado estaba allí, en aquel momento, a su alcance. ¿Qué haría en primer lugar? Ah, la perra de Astarac, Isolla. La enviaría a su casa, para empezar.

Mientras los murmullos se apagaban en el interior de la abadía y los nobles ocupaban sus lugares, fue posible oír el clamor de la multitud en el exterior. Había aumentado de repente. Parecía que estuvieran aplaudiendo. «Idiotas sin cerebro», pensó Jemilla. «El país puede estar en ruinas a su alrededor, pero dales una ración de vino barato y celebrarán una fiesta».

Los nobles se concentraron al fin, y se sentaron de acuerdo con todas las rivalidades y matices del rango. El duque Urbino se incorporó en su asiento, a la derecha de la silla vacía del rey. Parecía que intentara no sonreír, un fenómeno que producía efectos curiosos en su rostro alargado y melancólico. Las negociaciones que les habían ocupado día y noche durante los últimos días habían concluido. El resultado de la votación ya era conocido por todos, pero había que mantener las formalidades legales. En cuestión de pocos minutos, sería el gobernante de facto de Hebrion, uno de los grandes príncipes del mundo.

—Mis queridos primos —empezó Urbino… y se detuvo.

El ruido de la multitud se había convertido en un verdadero grito de júbilo, pero en aquel momento los gritos fueron ahogados por el atronar de una secuencia de disparos de artillería.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Urbino. Dirigió una mirada interrogadora a Jemilla, pero ella sólo pudo fruncir el ceño y menear la cabeza. No era obra suya.

La asamblea escuchaba, sumida en un silencio absoluto. Sonaba como un auténtico bombardeo.

—Dios mío, son los Caballeros Militantes. Han vuelto —dijo algún idiota.

—¡Callad! —espetó otro.

Siguieron escuchando. Urbino parecía haberse vuelto de madera, con la cabeza inclinada hacia el sonido de los cañones. Estaban muy cerca; debían de estar disparando desde las murallas del palacio. Pero ¿por qué? Y entonces Jemilla se dio cuenta, con una terrible sensación de derrota. Era una salva de saludo.

—¡Contad los disparos! —gritó, sin reparar en el tono histérico de su voz.

—Van diecinueve —dijo uno de los nobles más ancianos, Hardio de Pontifidad, según recordó Jemilla. Un realista. Su rostro estaba dividido entre la esperanza y el desaliento.

El eco de las explosiones se desvaneció por fin, pero la multitud seguía vitoreando enloquecida. Veintiocho disparos. El saludo para un monarca reinante. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

—Tal vez es por el nuevo regente —dijo alguien, pero Hardio meneó la cabeza.

—Serían veintidós disparos.

—Tal vez haya muerto —dijo uno de los imbéciles—. Siempre se dispara una salva de saludo a la muerte de un rey.

—Dios no lo quiera —jadeó Hardio, pero la mayoría de los presentes parecieron aliviados. Fue Jemilla quien habló, con la voz convertida en un látigo de desprecio.

—No seáis idiotas. ¿Oís a la multitud? ¿Creéis que vitorearían la muerte del rey? —Estaba perdiendo la partida, podía sentirlo. De algún modo, Golophin e Isolla la habían derrotado. Pero ¿cómo?

La pregunta tuvo una rápida respuesta. Hubo un clamor de cuernos en el exterior, y el sonido de cascos de muchos caballos. Los cuernos tocaron varias veces una llamada de honor. Al otro lado de las grandes puertas dobles del refectorio se oyó un fuerte ruido de botas marcando el paso. Luego un gran estrépito cuando alguien golpeó las puertas desde el exterior.

—¡Abrid en nombre del rey!

Un grupo de sirvientes temerosos pertenecientes a la casa de Urbino permanecieron donde estaban, indecisos. Miraron a su señor en busca de órdenes, pero él parecía totalmente aturdido. Fue Jemilla quien gritó:

—¡Abrid las malditas puertas!

Lo hicieron. Los del interior de la estancia se pusieron en pie como una sola persona, frotando las sillas sobre la anciana piedra. Al otro lado de las puertas había dos largas filas de arcabuceros hebrioneses, vestidos con el intenso color azul de la librea real. Había portaestandartes, con el confalón de los Hibrusidas convertido en un reluciente jirón de seda sobre sus cabezas. Y delante de todos ellos, una figura alta cubierta con media armadura negra, con el rostro oculto por un yelmo cerrado sobre el que resplandecía la corona hebrionesa entre destellos de oro y gemas.

En silencio, las hileras de arcabuceros entraron en la estancia y se alinearon en las paredes. Las mechas estaban encendidas, y la cámara pronto se llenó del olor acre a pólvora. La figura solitaria tocada con el yelmo cerrado entró en último lugar, mientras los portaestandartes cerraban la puerta tras ella. Los nobles reunidos parecían petrificados, hasta que una voz dura espetó:

—Arrodillaos ante vuestro rey.

Y la figura de negro se despojó del yelmo. La aristocracia de Hebrion abrió los ojos, estupefacta, y luego obedeció. La figura de la armadura negra era sin duda Abeleyn IV, rey de Hebrion e Imerdon.

Era más alto de lo que recordaban, y parecía lo bastante viejo para ser el padre del joven al que habían conocido. No quedaba rastro del niño rey. Sus ojos eran como destellos de escarcha negra mientras estudiaba a la multitud arrodillada. Jemilla permaneció en su asiento junto al fuego, demasiado aturdida para moverse, pero él ni siquiera la miró. La habitación apestaba a miedo tanto como a mecha quemada. Abeleyn podía ordenar que les mataran a todos, allí y entonces, y nadie podría levantar un dedo.

Hardio y los escasos nobles que habían estado contra la regencia desde el principio resplandecían de alegría.

—Me alegro de vuestra recuperación, señor —dijo el anciano noble—. Éste es un gran día para el reino.

La severidad del rostro arrugado del rey se relajó ligeramente, y los presentes entrevieron por un momento al joven de pocos meses atrás.

—Gracias, Hardio. Nobles primos, podéis levantaros.

Un suspiro colectivo, perdido en el rumor de los aristócratas poniéndose en pie. Vivirían, entonces.

—Ahora —dijo el rey con voz tranquila—, creo que os habíais reunido aquí para discutir importantes asuntos relativos a mi reino. —Nadie dejó de reparar en el énfasis puesto en el «mi», ni en el momentáneo abandono del plural mayestático—. Si no tenéis objeción, ocuparemos nuestro lugar a la cabeza de esta augusta asamblea.

—Desde… desde luego, señor —tartamudeó Urbino—. Y también quisiera felicitaros por la recuperación de vuestra salud y facultades.

Abeleyn ocupó el trono vacío que encabezaba la larga mesa. Su caminar era extraño; avanzaba sobre unas piernas que parecían demasiado largas para él, balanceándose levemente como un marinero en la cubierta de un barco.

—No sabía que hubiéramos perdido las facultades, Urbino —dijo, y la frialdad de su voz heló la habitación. Los nobles volvieron a ser conscientes de las hileras de soldados armados a sus espaldas—. Pero tomamos nota de vuestro interés —continuó el rey—. No lo olvidaremos. —Y los ojos de Abeleyn recorrieron la habitación, deteniéndose al fin sobre Jemilla—. Confiamos en que os encontréis bien, señora.

Jemilla tardó un segundo en encontrar su voz.

—Muy bien, mi señor.

—Excelente. Pero no deberíais estar preocupándoos con los problemas del estado en vuestra condición. Tenéis nuestro permiso para retiraros.

No tenía alternativa, por supuesto. Hizo una torpe reverencia y abandonó la estancia. Las grandes puertas atronaron al cerrarse tras ella, aislándola de sus ambiciones y sueños. Jemilla mantuvo la cabeza alta, ignorando la ruidosa alegría de la multitud en el exterior y las sonrisas de los soldados. No dio rienda suelta a las lágrimas ni a la furia hasta alcanzar la intimidad de sus propios aposentos.

—Un estado de cosas muy satisfactorio —dijo Himerius, sumo pontífice de los reinos ramusianos de Occidente.

Era un día de sol brillante, que se reflejaba sobre la nieve de las colinas de Naria a su alrededor, y que centelleaba de modo cegador sobre los picos de las montañas Címbricas al este. Himerius estaba en pie, con el rostro vuelto contra el fuerte viento que descendía de las temibles cumbres, y, cuando exhalaba, el vapor blanco de su respiración se reducía a jirones al instante. Tras él, un grupo de monjes con el hábito inceptino se arrebujaban en sus túnicas y se frotaban discretamente las manos en el interior de las voluminosas mangas, en un vano intento de mantener caliente la sangre de sus dedos.

—Desde luego, santidad —dijo el rudo y colorado Betanza—. No podía haber salido mejor. Mientras hablamos, el regente Marat está preparando una fuerza expedicionaria de unos ocho mil hombres. Deberían estar aquí en quince días, si el tiempo no cambia.

—¿Los correos han salido hacia Alstadt?

—Salieron ayer, escoltados por una columna de Militantes. Calculo que, en cuestión de tres meses, tendremos una guarnición fortificada en el paso de Torrin, lista para repeler cualquier reconocimiento merduk, o para servir de base en otras empresas.

—¿Y qué noticias hay de Vol Ephrir?

—El rey Cadamost aceptará una guarnición en la frontera de Astarac, pero no debe ser de ciudadanos almarkianos. Sólo Caballeros Militantes; es una cuestión de orgullo nacional, ¿comprendéis? Por desgracia, ahora mismo no tenemos Militantes suficientes.

—Las tropas almarkianas son ahora las siervas de la Iglesia, tanto como los Caballeros Militantes. Si eso tranquiliza a Perigraine, los almarkianos pueden vestirse con la librea de los Militantes, pero debemos establecer tropas al sur de Perigraine. ¿Está claro, Betanza?

—Perfectamente, santidad. Me ocuparé al momento.

—Cadamost será nombrado presbítero honorario, por supuesto. Es lo menos que puedo hacer. Es un fiel hijo de la Iglesia, desde luego. Pero no puede permitirse pensar sólo en Perigraine en un momento como éste. Debemos presentar un frente unido contra los heréticos. Si Skarpathin de Finnmark está dispuesto a aceptar la guarniciones almarkianas, Cadamost no tiene ningún motivo para no hacer lo mismo.

—Sí, por supuesto, santidad. Es simplemente una cuestión de prestigio. Skarpathin es un príncipe, y su principado ha sido un aliado de Almark desde siempre. Pero Perigraine es un estado soberano. Hay que respetar las formalidades diplomáticas.

—Sí, sí, no soy ningún niño, Betanza. Simplemente hacedlo. No me importa los obstáculos que tengáis que superar, pero debe haber guarniciones de las fuerzas de la Iglesia estacionadas en todos los reinos que reconocen su supremacía espiritual. Éste es un tiempo de crisis, y no permitiré que se repita la debacle de Hebrion. Perdimos todo un reino frente a los herejes porque nuestras fuerzas sobre el terreno eran insuficientes. Eso no debe volver a ocurrir.

—Sí, santidad.

—Si queremos atacar a los herejes, sólo podemos hacerlo por el este, cruzando el paso de Torrin, o por el sur, hacia el este de Astarac. ¿Aún no tenemos noticias de Fimbria?

—No, santidad. Aunque hay rumores de que el ejército fimbrio enviado al este por los electores fue destruido con la guarnición del dique de Ormann en la batalla de la Cadena del Norte.

—¿Rumores? ¿Ahora basamos nuestra política en rumores?

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