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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (10 page)

—Es difícil obtener información fiable sobre la guerra en el este, santidad. También he oído que ha habido una gran batalla cerca de las puertas de la misma Torunn, pero no tenemos noticias del resultado.

—¿Es que no tenemos fuentes fiables en Torunn?

—Las tenemos, sí, pero con la capital toruniana prácticamente asediada, es difícil que la información llegue tan lejos.

Himerius no dijo nada. Su rostro parecía pálido y demacrado bajo la áspera luz del sol, pero sus ojos brillaban como gemas. En los pasados días había desplegado una reserva extraordinaria de energía para un hombre de su edad, trabajando hasta altas horas de la noche con escribientes, eruditos y oficiales militares almarkianos. En privado, Betanza se preguntaba cuánto tiempo podría mantener aquel ritmo. La Iglesia ramusiana (o, al menos, aquella versión) se había transformado, en cuestión de semanas, en un gran imperio que abarcaba no sólo Almark, sino también Finnmark, Perigraine y media docena de principados y ducados menores. Cadamost de Perigraine, abrumado por la carnicería en los estados heréticos de Hebrion, Astarac y Torunna, se había apresurado a poner su propio reino bajo el ala protectora de Charibon. «Un leal hijo de la Iglesia, desde luego», pensó Betanza, «pero sin redaños».

El propio Betanza contemplaba aquella repentina transformación de la Iglesia con sentimientos encontrados. Era el vicario general de la orden inceptina, la segunda figura más poderosa en la jerarquía eclesiástica, pero se sentía algo inquieto respecto a aquella acumulación de poder que estaba teniendo lugar. Si Torunn se había convertido en el foco de resistencia a las invasiones merduk, Charibon era el centro de un nuevo bloque de poder que se extendía desde las montañas de Malvennor en el oeste a las Címbricas en el este, y que por el norte llegaba hasta el sultanato de Hardukh, no lejos de las montañas de Jafrar del norte. Sólo Fimbria, en la época de su esplendor, había gobernado una extensión tan enorme de territorio, y los hombres sobre cuyas espaldas había recaído de repente aquella tremenda responsabilidad eran clérigos, sacerdotes sin experiencia en el gobierno. Aquello le intranquilizaba. Tampoco le parecía del todo apropiado que el cabeza de la fe ramusiana en Normannia pasara veinte horas al día dictando órdenes para reclutar tropas o mover ejércitos. No había dedicado su vida a la Iglesia para convertirse en general; ya había sido soldado anteriormente, y no quería repetir la experiencia.

Levantó la vista hacia donde aguardaban las temibles cumbres de las montañas Címbricas, blancas e indomables. La nieve volaba en grandes ráfagas y estandartes en torno a las cimas, como si las montañas humearan. El mundo ardía; el mundo que había conocido de niño y joven se tambaleaba, al borde de la destrucción. «Si al menos Aekir no hubiera caído…», se descubrió pensando. «Si no hubiéramos perdido a Macrobius»…

Aquellas ideas eran absurdas, por supuesto, y peligrosas. Tenían que sacar partido al presente. Pero ¿por qué se sentía tan asustado, tan temeroso del futuro? Tal vez era por el cambio en Himerius. El pontífice siempre había sido un hombre orgulloso y lleno de vanidad, capaz de conspirar sin misericordia. Pero últimamente parecía que su ambición hubiera dejado atrás a su fe. El hombre ni siquiera rezaba. ¿Podia estar bien aquello, en un jefe de la Iglesia? Y aquella extraña luz en sus ojos de vez en cuando, por las noches. Parecía de otro mundo. Muy inquietante.

«Estoy cansado», pensó Betanza. «Estoy cansado, y soy más viejo de lo que creo. Tal vez debería retirarme, pasear por los claustros, pensar en el otro mundo y en el Dios que lo creó. ¿Por qué no? Después de todo, para eso tomé los hábitos».

Pero sabía la respuesta incluso antes de hacer la pregunta. No se retiraría, porque tenía miedo de a quién podía nombrar Himerius para reemplazarlo. La mitad de la jerarquía eclesiástica ya había sido trasladada; Escriban, el prelado de Perigraine, ya no estaba en Charibon. Tenía una mente demasiado independiente para permanecer tranquila bajo el nuevo orden. Himerius había instalado a Pieter Goneril en su lugar, un ser anodino que hacía exactamente lo que se le ordenaba. Y el presbítero Quirion, de los Caballeros Militantes, uno de los mejores hombres que habían blandido una espada al servicio de la Iglesia, y un amigo personal de Betanza… también se había ido, a pudrirse en una pequeña ciudad fronteriza de Almark. Había perdido Hebrion frente al rey Abeleyn, junto a más de un millar de Militantes. Aquello no podía tener perdón.

«Charibon se ha convertido en una corte real», pensó Betanza. «No somos nada más que los recaderos de su monarca vestido de negro. ¿Y nuestra fe? ¿Qué le ha sucedido?»

Le resultaba difícil admitir ante sí mismo qué era lo que más le inquietaba, lo que le hacía despertarse por las noches cubierto de sudor a pesar del frío. Un fragmento de profecía soñada por un loco, pero un loco que era uno de los padres fundadores de la Iglesia.

Y la Bestia llegará a la tierra en los días del Segundo Imperio del mundo. Y se alzará en el oeste, con una luz en sus ojos terrible de contemplar. Con ella llegará la Edad del Lobo, en la que el hermano matará a su hermano. Y todos los hombres se prostrarán y la adorarán.

Betanza nunca había sido un gran lector antes de abandonar su túnica ducal para vestirse con el hábito negro. De hecho, estrictamente hablando, había sido analfabeto. Pero había aprendido a leer en sus años de eclesiástico, y había descubierto que la lectura era una ocupación que le apasionaba. Tenía varias estanterías de libros en sus aposentos, entre ellos algunos tomos que, de descubrirse en posesión de un novicio, podrían enviarlo a la pira. Había empezado a reunirlos tras el extraño asesinato de Commodius, el bibliotecario jefe, en las entrañas de la gran biblioteca de San Garaso. Sintió un escalofrío en las tripas al recordar las líneas del
Libro de Honorius
. ¿Los delirios de un lunático, o verdadera presciencia? Nadie podía decirlo. ¿Y por qué habían asesinado a Commodius? Tampoco lo sabía nadie. Sus investigaciones no le habían llevado a ninguna parte. Los dos monjes que eran los principales sospechosos habían desaparecido en la noche. Curiosamente, Himerius había parecido indiferente a ello, más preocupado por sellar las catacumbas bajo la biblioteca que por encontrar a los asesinos.

¡Buen Dios, hacía frío! ¿Es que la primavera no iba a llegar nunca? Qué año tan terrible.

Himerius había adoptado la costumbre de pasear por las murallas de la catedral seguido por una cohorte de escribientes y subordinados. Decía que le ayudaba a pensar. Por eso estaban allí arriba, como insectos que recorrieran la espina dorsal de un gigante de piedra dormido. Charibon se extendía debajo de ellos como una ciudad de juguete. El mar de Tor aún estaba helado en las orillas, y Betanza podía ver grupos de nativos pescando sobre el hielo. El invierno había sido duro para ellos, y todavía más dura la obligación de alojar tropas en sus hogares. Parecía que cada día llegaban a Charibon nuevas filas de soldados. La ciudad monasterio se estaba convirtiendo en un campamento armado.

Himerius recorría las murallas dictando a sus escribientes. Betanza no se movió, y sólo un clérigo decidió quedarse a su lado. El viejo Rogien, jefe de la casa del pontífice. Su rostro arrugado parecía casi transparente bajo la intensa luz, y en sus sienes resaltaban las venas azules.

—¿Pensando, hermano?

—Tengo mucho en que pensar —sonrió Betanza.

—¿No nos ocurre a todos? Su santidad es un hombre de habilidades extraordinarias.

—Extraordinarias, sí.

—Parecéis contrariado, hermano.

—¿Yo? —Betanza miró hacia el grupo del pontífice. No podían oírles. Y hacía mucho tiempo que conocía a Rogien—. Contrariado no, Rogien. Tal vez inquieto.

—Ah. Bueno, en tiempo de guerra, eso es un derecho de todo hombre.

—Pero no somos soldados.

—¿No? Tal vez no llevamos armadura ni blandimos espadas, pero también somos una especie de guerreros.

—Y Charibon se ha convertido en el campamento de todos los soldados de Almark.

—Pero ahora estamos en la frontera, Betanza. Dicen que han visto merduk en las orillas orientales del mismo mar de Tor. Charibon ya fue saqueada una vez, por las tribus címbricas. ¿Queréis que vuelva a ocurrir?

Betanza hizo una mueca.

—Sabéis muy bien que no me refería a eso.

—Tal vez lo sé. —Rogien bajó la voz y se acercó más—. Pero nunca lo admitiré.

—¿Por qué no? ¿Es que ya no hay libertad de expresión en Charibon?

Rogien soltó una risita.

—Vamos, Betanza. ¿Cuándo ha habido libertad de expresión en Charibon?

—Vos habláis de herejía. Yo hablo de política. —Betanza estaba irritado. Pero el viejo monje permaneció impasible.

—Las dos cosas son la misma en estos días; si aún no lo sabéis, es que no habéis prestado atención. Vamos, hermano; vos fuisteis duque, un hombre poderoso en el mundo seglar. ¿De veras sois tan ingenuo? Tendréis que volver a aprender las habilidades que usabais antes de vestir ese hábito. Os serán muy útiles en los próximos días.

—Maldita sea, Rogien. No me hice monje para convertirme en una especie de aristócrata monástico.

—Oh, por favor, hermano. Pertenecéis a la orden religiosa más politizada del mundo; más que eso, sois su cabeza. No queráis pasar por un asceta torturado. Si hablarais en serio, ahora mismo llevaríais un hábito gris y los pies descalzos, y estaríais predicando a los pobres en alguna ciudad de mala muerte de Astarac.

Betanza no pudo responder. Rogien tenía razón, por supuesto. Pero ello no le ayudaba.

—Vamos —dijo, señalando con la cabeza las espaldas del pontífice y su séquito—. Nos están dejando atrás.

—No, hermano —dijo fríamente Rogien—. Os dejan atrás a vos.

Capítulo 6

La antigua sala de reuniones del alto mando toruniano era un lugar cavernoso, con las paredes flanqueadas por pilares de mármol, y las chimeneas de cada extremo lo bastante grandes para que cupiera en su interior un hombre adulto. El techo se arqueaba hacia una penumbra de antiguas vigas llenas de estandartes y banderas de batalla, cuyos brillantes colores habían quedado oscurecidos por los años, el humo y el polvo… y por la sangre de los hombres que habían muerto llevándolos a la batalla. El edificio se remontaba a la Hegemonía fimbria, pero no se había utilizado en años; el rey Lofantyr prefería reunirse con sus generales en cámaras más acogedoras de palacio. Pero la reina Odelia, la nueva gobernante de Torunna, había vuelto a abrir el salón donde John Mogen y Kaile Ormann habían propuesto sus estrategias. Cuando la jerarquía del ejército toruniano se concentró en su interior para su primera reunión con su nuevo comandante en jefe, los fantasmas de aquellos gigantes del pasado parecían acecharles desde las sombras.

Los oficiales reunidos vestían con sus uniformes de corte: azul para la artillería, negro para la infantería y burdeos para la caballería. Eran un grupo imponente, aunque cualquier comandante avezado hubiera observado que todos eran demasiado jóvenes o demasiado viejos para sus rangos. Los oficiales con más talento de Torunna habían muerto. John Mogen y Sibastion Lejer en Aekir, Pieter Martellus en el dique de Ormann, Martin Menin en la Batalla del Rey. Lo que quedaba eran los restos de una maquinaria militar antaño potente. Torunna había llegado al extremo de la cuerda. No había más reservas a las que acudir, y nadie esperaba que los fimbrios enviaran otro ejército en su ayuda, no después de que el primero hubiera acabado diezmado sin propósito alguno en la Cadena del Norte. Era cierto que de las montañas Címbricas bajaban guerreros para unirse a ellos en números cada vez mayores, pero ninguno de los hombres presentes en aquel histórico salón tenía una opinión demasiado elevada sobre las habilidades militares de aquellos salvajes, por muy bien que hubieran luchado bajo el general Cear–Inaf. Eran una anomalía, nada más. Su presencia en el funeral del rey había sido de muy mal gusto, según la opinión general, pero la multitud había vitoreado al ver a los famosos y exóticos jinetes rojos montando guardia mientras se daba sepultura a Lofantyr.

El murmullo de la estancia se interrumpió al entrar el general en cuestión, y de su brazo iba la propia reina. Odelia se sentó a la cabecera de la larga mesa que ocupaba el centro de la habitación, y el resto de sus ocupantes la imitaron, algunos de ellos intercambiando rápidas miradas escépticas. ¿Una mujer en una reunión de estado mayor? Unos cuantos de los más observadores también se fijaron en la forma con que la reina contemplaba a su recién ascendido general, y decidieron que los chismorreos de palacio debían tener razón después de todo.

Fue el general Cear–Inaf quien se incorporó en su asiento para llamar al orden. Los oficiales torunianos permanecieron debidamente atentos. Aquel hombre llevaba la carga de la propia supervivencia del reino. Y, lo que era igual de importante, podría potenciar o destruir la carrera de cualquiera de ellos.

—Todos me conocéis, o habéis oído hablar de mí —dijo Corfe—. Serví a las órdenes de Mogen en Aekir, y huí de mi puesto cuando cayó la ciudad. También serví en el dique de Ormann, igual que Andruw y Ranafast. Estuve al mando de las fuerzas que lucharon en la Cadena del Norte, y dirigí la retirada tras la Batalla del Rey. El destino ha querido que sea vuestro comandante en jefe, y por lo tanto, al margen de vuestros sentimientos personales, obedeceréis mis órdenes como si fueran la palabra de Dios. Así es cómo funciona un ejército. Siempre estaré abierto a escuchar las sugerencias e ideas de cualquiera de vosotros, y podéis solicitar verme en persona a cualquier hora del día o de la noche. Pero mi palabra es definitiva en cualquier asunto militar. Su majestad me ha honrado con su confianza en la dirección de esta guerra, y debo tener las manos totalmente libres. No habrá más discusiones sobre superioridad o preferencias entre la clase de oficiales. Los ascensos se conseguirán a partir de ahora sólo a través del mérito, no por las conexiones familiares ni por los años en el servicio. ¿Hay alguna pregunta?

Nadie habló. Era lo que esperaban. No podían pretender que un simple campesino ascendido desde soldado raso supiera respetar los valores de la tradición y el rango social.

—Muy bien. En la última hora he recibido un mensaje del almirante Bersa, llegado por galera correo. Me informa de que ha localizado y destruido dos de los depósitos de provisiones merduk en las costas del mar Kardio…

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