Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Pero lo que se encontró superaba sus peores pesadillas.
A lo largo de la amplia avenida que serpenteaba hasta el palacio varios millares de personas se habían concentrado con el único objeto de abuchearlo. Formaban una mar amenazante y cada vez más apretada que inundaba el lugar por el que empezaban a cabalgar él y sus hombres como pequeñas barcas enfrentadas a la corriente.
Aquellas aguas cada vez más tumultuosas se arremolinaban a su alrededor y no dejaban de nutrirse de las nuevas corrientes que se iban formando a medida que se extendía la noticia por las calles aledañas.
—¡Vendidos! ¡Cobardes! ¡Perros!
Los insultos y algunas consignas denigrantes brotaban de una multitud de gargantas enfurecidas. Hombres, mujeres y niños se abrazaban en el odio y en el miedo. Ancianos, mayores y menores añadiendo cada cual su punta de ingenio y, a falta de él, su acento personal. Los más pudientes venían protegidos por sus esclavos. Pero la mayoría eran los desprotegidos, los miserables, los que no tendrían dinero para abandonar el lugar y desde luego los que más cadáveres pondrían en el caso de un asedio.
—¡Muerte al rodio, esclavo de Macedonia!
—¿Cómo tenéis el atrevimiento de volver con vida? —les espetó un tendero rojo de rabia y con la nariz partida en dos—. ¡Sinvergüenzas! ¡Traidores! ¡Mercenarios!
De los insultos se pasó rápidamente a los escupitajos. Era como una fiebre contagiosa.
Entretanto, Autofrádates se mantenía estoico en lo alto de la montura. Consideraba normal que estuvieran dolidos
.
No obstante, la amargura que semejante recepción provocaba en quien llevaba tantos años luchando para que aquella población de sanguijuelas disfrutara tranquilamente de las ventajas de su capitalidad resultaba imposible de calibrar.
Él ignoraba, claro está, que el populacho había sido preparado por los hombres de Beso, que habían infiltrado a sus agentes en todos los barrios y excitado el rencor popular de taberna en taberna, de mercado en mercado, de plaza en plaza y casi de puerta en puerta con los relatos más tergiversados a propósito de su persona.
Y a la vista quedaba el éxito: los huesos mondados y los restos de comida volaban desde los ángulos más inverosímiles.
Si no les lanzaban boñigos era porque no lo habían previsto.
Algunos oficiales, a espaldas de Autofrádates, empezaban a responder a los insultos.
—¡No sabéis lo que hacéis, ignorantes! ¡Este hombre es el único que puede salvaros!
Pero eso sólo encrespaba aún más los ánimos de la muchedumbre. Sus hombres lo miraban esperando una indicación. Los jinetes tenían que inclinarse a uno y otro lado de la montura cada vez que alguien vaciaba algún jarrazo de orín desde lo alto.
Y pese a todo, Autofrádates no descosía los labios sino que avanzaba, digno e impávido como si de una estatua y no de un hombre se tratara. Un cogollo lo acertó en el hombro sin que se inmutara. Los habitantes de Susa ya se esperaban un ataque inminente y su inquietud se incrementó cuando algunos de los jonios les hicieron saber con sus voces que Alejandro estaba a pocas jornadas de la ciudad.
—¿Y qué haréis cuando lo tengáis a las puertas? ¿Os entregaréis como los babilonios, o lloraréis para que os defendamos?
Llorarán para que los defendamos
, pensó Autofrádates. «
Las grandes naciones son ingratas. No esperes nada de ellas y no sufrirás»
, le había dicho alguna vez Memnón. ¡Cuánta razón tenía!, consideró mientras continuaba con la vista en el frente camino de la colina en la que se alzaba el palacio real.
El calvario todavía duró lo que el resto del trayecto. La muchedumbre se siguió arremolinando a sus espaldas, desahogándose hasta que vieron que la única reacción que recibían era la misma terca indiferencia. Sólo entonces empezaron a dispersarse.
—Ya se han cansado —dijo Farnabazo echando una ojeada por encima de su hombro.
Al llegar al palacio, ellos dos fueron los únicos en subir por las escaleras escoltados primero por aquellos «inmortales» de piedra y luego por doríforos de verdad. Según lo hacían levantaron la cabeza hacia donde en lo alto del último tramo, bajo los soportales de la logia principal, les esperaba un grupo de enucos barbilampiños.
—El Gran Rey sólo verá a Autofrádates —les anunció el más veterano de los eunucos.
Autofrádates alzó la mirada hacia el cielo cubierto: volvía a lloviznar. Soltó esa tos que le entraba con la humedad y se golpeó la coraza antes de volverse hacia Farnabazo.
Su lugarteniente se limitó a encogerse de hombros al tiempo que se cubría con su gorro.
Los pasos del rodio resonaron por el interior del palacio.
La apadana era la habitación central y ocupaba buena parte del edificio. Eso permitía que las seis ventanas de la sala y las puertas generalmente abiertas que daban a las logias laterales iluminaran su interior con una luz que las baldosas vitrificadas reproducían.
A Autofrádates lo precedían dos de los eunucos y estaba flanqueado por cuatro doríforos. Mientras avanzaba más eunucos iban echando a muchos de los cortesanos, siguiendo las órdenes de un soberano que ya se encaramaba al trono, al fondo.
Los que habían almorzado con Darío eran los únicos a los que se permitía estar presentes. Se habían distribuido a ambos lados en el punto más cercano en que los doríforos permitían la presencia de los cortesanos.
Al pasar junto a ellos, Autofrádates saludó a Artábazo y a sus hijos con un ligero cabeceo.
Los toros de piedra parecían observarlo desde lo alto. A algunos sólo les faltaba echar fuego por la nariz.
Unos momentos después Darío lo recibía al pie del trono.
El monarca procuraba ocultar su irritación y observarlo con frialdad.
El temblor casi continuo de sus manos delataba su estado nervioso, y también parpadeaba de una manera excesiva.
Tras recapitular brevemente una derrota que ya había sido descrita en detalle por varios mensajeros, Autofrádates dio su estimación de dónde estaba ahora mismo un enemigo que según sus últimos informes había dejado su bagaje en la vecina Babilonia y viajaba veloz, y luego procuró convencerlo de que le permitiera hacerle frente.
Le pidió que le dejara la mitad de su ejército.
Le dijo que defendería su capital con el mismo ahínco con el que Memnón había defendido Halicarnaso.
—¡Los dioses no pueden favorecerlo eternamente!
Pero, antes incluso de que hubiera terminado, la «araña» se puso a susurrarle al monarca unas palabras al oído, vertiendo como en una copa sus venenosas palabras.
Autofrádates no escondió una mueca de disgusto.
Ahora rehúyes mi mirada
—pensó—.
Eres una sanguijuela, una rata despreciable
…
El rodio sentía que se avivaba en su interior una repugnancia invencible hacia su rival. Pero eso no le impidió experimentar un gran dolor en el alma cuando, tras haberle escucha do sin demasiado interés, el Gran Rey le hizo entender, a él, al más bravo de sus generales, que con aquella última derrota en Gaugamela había perdido su confianza.
—Y ahora despídete de tus hombres y retírate. Permanecerás en el palacio de Artábazo hasta que tenga claro cuál es tu nuevo destino. Iros los dos. Por la mañana os llegarán mis órdenes.
Unos minutos después el orgulloso hijo de Memnón abandonaba con paso lento la apadana de Darío.
Como no dejaron de observar los presentes, ni siquiera se había permitido el lujo de fulminar con la mirada a su rival.
Autofrádates sabía que la grandeza se demuestra, no en el triunfo, sino en la desgracia.
Es cuando más duele ésta cuando conviene quedarse quieto.
La finca que Artábazo tenía en la ciudad estaba en la propia colina del palacio. Era una finca pequeña en la que solían instalarse los suyos cada vez que pernoctaban en Susa. Carecía de lujos superfluos y tenía un mobiliario funcional y el olor triste de los lugares en los cuales no vive casi nadie.
Era la primera vez en bastante tiempo que Autofrádates y Artábazo tenían la ocasión de conversar en profundidad y ninguno de los dos lo desaprovechó.
Hablaron de la campaña por las islas del Egeo que el propio Artábazo había auspiciado a lo largo de aquel primer invierno desde los cuarteles generales de Trípoli y que Autofrádates y Farnabazo habían ejecutado con tan gran acierto.
Y también del resto de la guerra, y en especial de la batalla de Gaugamela, lo que resultó doloroso para el hijo de Memnón.
Pero Artábazo quería apreciar todos los detalles y le pidió que hiciera un esfuerzo. Quería conocer la disposición de los soldados, su plan de ataque, los movimientos y las órdenes dadas. Y mientras Artábazo iba recreando la contienda tal y como la había vivido y las impresiones que había ido teniendo en cada momento, el anciano no dejó de asentir en un gesto de complicidad que daba a entender que él en las mismas circunstancias habría actuado igual.
Autofrádates se mostraba todo lo afable que podía, dentro de su natural hosquedad, y también de las dolorosas circunstancias actuales. Y cuando volvió a escuchar de boca del anciano el relato detallado de la muerte de su padre, sólo se lamentó de la pérdida de aquella cabeza esculpida por Scopas que Artábazo le habría traído de no haber sido alcanzado a su nave en Rodas por Parmenión.
Él ya conocía todo aquello, pero los dos hombres sentían la necesidad de rendirle un nuevo homenaje a la memoria de Memnón.
Por lo demás evitaron el tema candente de la deserción de Barsine.
Y, desde luego, los dos lamentaron el comprobar que la situación actual estuviera tan fuera de su control. Pero, con la derrota de Autofrádates, la omnipotencia de Beso era una dura realidad con la que en adelante tendrían que contar.
—Aun así no durará para siempre —dijo Artábazo—. Nada dura siempre. Ni siquiera la maldad de Angra Mainyús…
—Ojalá que Ahura Mazda escuche tus palabras, anciano —repuso el rodio, pues plegarse a la realidad nunca había sido su fuerte.
A primera hora del día siguiente llego el mensajero de palacio.
—Dile a Darío que yo y mis hijos nos uniremos a él, pero que ninguno de nosotros está de acuerdo con su decisión.
El emisario esperaba de pie en medio de un jardín inhabitualmente verde por la lluvia: una vez recibida la respuesta pivotó sobre sus talones y salió a la carrera.
Más tarde Artábazo todavía recordaría que los receptáculos para captar la lluvia estaban llenos aquel día.
Durante el resto de la mañana los esclavos les ayudaron a preparar la partida.
Su agitación era grande. Pero, con serlo, no tenía parangón con la que se estaba dando en esos mismos momentos en el palacio de Darío.
Por Susa ya se sabía que los macedonios estaban a un par de jornadas y había incluso quien abandonaba el lugar, pequeñas comitivas apresuradas que cruzaban las puertas orientales. Pero la mayoría aún confiaba en que los ejércitos del Gran Rey los defenderían.
No obstante, con los movimientos de tropas se empezó a correr la voz de que los soldados tenían orden de abandonar la ciudad. Los más ingenuos no se lo creyeron hasta que no vieron con sus propios ojos a los primeros grupos de hombres abandonando en cuidadosa formación la explanada al pie del palacio donde se los había hecho formar bajo la supervisión de Farnabazo y otros generales.
Era la hora del crepúsculo y en la calle se armó un revuelo parecido al que se había organizado para recibir a Autofrádates, sólo que aquellas gentes ya no se sentían tan fuertes en su odio plebeyo ni se arremolinaban con tanta confianza en torno a los soldados.
—¡No nos abandonéis!
Las mujeres se echaban a la calle y dejaban a sus hijos para arrodillarse ante unos hombres que apartaban la vista abochornados y continuaban desfilando camino de la puerta del es te por donde los primeros contingentes ya estaban adentrándose en la ruta que partía en dirección a las montañas que los separaban de Persépolis, la residencia estival de los grandes reyes.
Agotados los ruegos, las mujeres se desahogaban insultando su virilidad y a sus familias pero sobre todo al Gran Rey, que viajaba a la cabeza de la comitiva.
—¡Cobardes! —gemían—. Del primero al último, ¡sois unos cobardes! ¡Como él! ¡Maldito seas, Darío!
Al final los insultos provocaron la caída unas cuantas cabezas, algo que ni siquiera consiguió encrespar los ánimos del deprimido gentío sino, por el contrario, achantarlo definitivamente.
El carromato imperial había sido de los primeros en partir por el mal empedrado camino. Ahora lo escoltaban, además de una cincuentena de doríforos, los hombres más valerosos de la tierra de Beso: ya se había convenido que Bactriana sería la línea de retirada más segura si su actual destino también era atacado, como empezaban a temer.
—¿Y cuándo volveremos?
El pesaroso monarca yacía en medio de un mar de cojines de seda. No tenía ánimos ni de levantarse. Seguía siendo víctima de esos mismos temblores que hacían que fuera casi incapaz de sujetar una copa. Al ser el primero en partir no había tenido que enfrentarse a los ruegos y llantos del pueblo y eso era una suerte de la que él mismo no se daba cuenta. Quién sabía de lo que habría sido capaz la muchedumbre, con su carromato a la vista.
—Cuando Ahura Mazda lo quiera —contestó muy fríamente el favorito.
Y esto deseo ahora preguntarte, ¡oh, Ahura Mazda!, y te ruego me contestes con claridad: ¿quién podrá destruir victorioso a nuestros enemigos para proteger a todos los vivientes por medio de Tu Doctrina y por Tu Causa?
En aquel mismo instante, a algunos estadios a sus espaldas, Autofrádates acababa de dejar atrás las puertas orientales de la ciudad a la cabeza de sus jonios a los que se le había permitido seguir comandando.
Él también contemplaba la multitud de tropas que no dejaba de salir, a la luz de las antorchas, por las puertas abiertas. El espectáculo se le antojaba espectral y deprimente. Él jamás lo habría ordenado, pensó.
Nos está condenando a todos
.
El rodio había aguantado la humillación de verse expulsado de la apadana con la misma entereza con la que había aguantado previamente los abucheos del pueblo.
Sabía que estaba pagando por algo de lo que no era, en el fondo, responsable. Había una profunda injusticia en todo ello. Por eso había conseguido mantener su entereza.