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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (35 page)

Y sin embargo ahora, mientras cabalgaba al frente de sus mercenarios cubriéndole las espaldas a ese mal rey que era Darío Codomano, comprobaba que su ánimo se hundía y que la amargura del fracaso emponzoñaba su alma valerosa.

¿Por qué lo había engañado Hera, con quien tanto había soñado, anunciándole que Alejandro había perdido el favor de los dioses? ¿Se había burlado cuando al ver que el hijo de Filipo se escoraba a un lado lo había animado a lanzar sus carros contra la infantería macedonia? ¿Cómo había podido precipitarse, permitiendo que se los arrebatasen y que destrozaran con sus hoces a su propia caballería…?

Ah, la batalla había sido dura, y él había luchado valientemente. Sus espías le habían informado de que sus enemigos pretendían sorprenderlos al amparo de la noche. Por eso había dado orden de que estuvieran preparados.

Había sido un error desafortunado. Pero quienes habían fallado pese a todo no habían sido sus hombres, sino aquel hatajo de cobardes naciones orientales que, poco acostumbradas a la guerra y debilitadas por la noche en vela, protagonizaron la más lamentable espantada.

—¿Se puede saber qué es lo que farfullas? —preguntó Farnabazo azuzando a su caballo para ponerse a su altura.

Para entonces los lamentos y gañidos quedaban al otro lado de las murallas. A él la compasión no le suavizaba la sensación de injusticia que había experimentado al ser abucheado por un gentío al que despreciaba aristocráticamente y casi se alegraba de poder tomar tan pronto la revancha.

Su estómago no estaba hecho para las digestiones largas.

Lo único que enturbiaba aquella sensación era la tristeza de haber pasado tan poco tiempo con su madre y de saber que, anciana como era, se quedaba en Susa. Sólo que al contrario de aquella estúpida muchedumbre él sabía que el Macedonio no era un loco sanguinario —un loco sí, pero no sanguinario— y que la trataría tan bien como a Sisigambis y a sus primas.

—No lo conseguiremos —dijo el rodio—. No así. Esta política de tierra quemada es de una cobardía sin nombre. No había que abandonar Susa. No de este modo. No ahora…

—Y sin embargo es lo que Memnón quería desde un principio —señaló el Aqueménida—. Quienes estuvieron presentes durante el consejo del Gránico aún lo recuerdan…

Y era cierto: muchos de los sátrapas seguían convencidos de que el desastre se habría podido evitar de haberse seguido a tiempo las indicaciones de Memnón.

Incluso después del desastre del Gránico, el viejo estratega siempre había mostrado plena confianza en que tarde o temprano le ganaría la guerra a un bisoño como Alejandro. Pero su muerte prematura había truncado toda esperanza. Había sido una broma cruel de los dioses.
Una más de tantas
, pensó Autofrádates descorazonado, pues la tristeza, que es hija de la derrota, debilitaba su ánimo tanto como la victoria podía fortalecerlo.

—No es lo mismo, Farnabazo. Memnón quería aplicar su política de tierra quemada con vistas a atraerlos hasta el corazón del imperio, no para retirarse permitiendo que el enemigo tomara la capital. Memnón habría resistido. Como hizo en Halicarnaso…

Nuevas imágenes del padre volvieron a sumergirlo en la amargura. Y Farnabazo no insistió, porque comprendía su sentimiento. La clave de la derrota había estado en sus propios carros. Al escorarse tan bruscamente a la derecha, el Macedonio les había obligado a precipitar su entrada en acción so riesgo de no poder hacerlo después.

Entonces habían entendido la presencia de todas aquellas tropas ligeras que colocadas por delante de las falanges enemigas se apartaron para formar sendos pasillos: la temprana pérdida de los vehículos había permitido a los macedonios sustituir a los conductores y utilizarlos para poner en fuga a los asustadizos orientales.

Sus propias tropas habían acabado retirándose. Pero sólo tras constatar que su heroica resistencia apenas contenía a unos enemigos llenos de denuedo. Lo hicieron de manera ordenada y honrosa y sus hombres todavía compartían las ganas de volver a enfrentarse con aquellos a quienes previamente habían vencido, y en más de una ocasión, a lo largo de sus campañas por el Egeo.

Todos consideraban injusto el tratamiento recibido por Autofrádates, el vencedor de tantas batallas.

—Memnón habría resistido, sí…

Lo peor había sido la sensación envilecedora de entregar una plaza tan simbólica como Babilonia. Los macedonios habían podido cruzar la llanura que separaba los dos ríos y marchar sin oposición contra la ciudad de las cien puertas de bronce. La más monumental de las urbes del Imperio quedaba al mando de Maceo, uno de los generales que más se habían destacado durante la batalla de Gaugamela y quien no obstante nada más comprobar que Alejandro acampaba con todas sus fuerzas ante las murallas aconsejó su entrega inmediata. Los babilonios habían enviado a sus sacerdotes y magistrados engalanados detrás de las estatuas de sus dioses, permitiendo que los invasores entraran entre vítores por las puertas principales.

Las calles a su paso estaban llenas de flores.

—Supongo que tienes razón. Pero piensa que nada grande se alcanza sin conocer antes la derrota, y que ésta ha sido honrosa…

Durante la batalla Farnabazo había visto evolucionar el ánimo del rodio. Desde las primeras esperanzas cuando comprobaron que su caballería perforaba el ala de Parmenión, pasando por la irritante decepción al constatar que en vez de envolver al enemigo muchos jinetes se precipitaban hacia el bagaje y el amargo desconcierto cuando se volvieron los carros de afiladas hoces contra sus propias filas.

Por último, las incertidumbres ante las oscilaciones inevitables de la batalla habían preludiado la más negra de las desesperaciones, aquella que sobreviene en el ánimo del guerrero cuan do se produce la dolorosa y definitiva constatación de la derrota.

Su propia participación al frente de sus hombres no había sido tan eficaz como en otras ocasiones debido a que la noche en vela también había mermado su espíritu.

—Gracias por tu compasión, Farnabazo. Pero no pretendas engañarme. He vencido en cien batallas. Pero ha bastado una única derrota para perder todo mi crédito. Uno vale lo que su última batalla. Ésa es la cruda realidad…

Por consiguiente me atreveré a preguntarte lo siguiente, ¡oh Ahura Mazda!: ¿Qué acontecimientos se acercan y qué acontecimientos acaecerán en el futuro? ¿Qué oraciones y confesiones de ofensas parecen agradarte y qué ventajas se obtienen con los ofrecimientos santos?

En ese momento Beso levantaba la vista.

A él el traqueteo del carruaje no le habría impedido coger el sueño, y menos con una superficie tan mullida como la que compartían con aquel eunuco y las dos esclavas silenciosas que permanecían en una de las esquinas del vehículo.

Pero Darío llevaba demasiados días de desvelo y no era previsible que con los nuevos acontecimientos fuera capaz de descansar.

El Codomano se había incorporado y se acercaba al lateral del carromato para apartar el cortinaje. No dejaba de lanzarle miradas acongojadas a una ciudad amurallada que con sus torres alumbradas por las antorchas empezaba a desaparecer por el tétrico horizonte a espaldas de la culebra armada que los seguía.

—Mi querida Susa. ¡Tener que vivir para ver esto! Al Gran Rey sin mujer, sin hijas y sin madre abandonando su capital para dirigirse sin rumbo fijo hacia el oriente. Son tiempos tristes los que vivimos, Beso… ¿Cuándo acabará esta pesadilla,…?

Cuando tengamos un monarca digno de ese nombre
, pensó para sí el favorito.

Pero se abstuvo de hacer ningún comentario.

Sabía que en aquel estado el menor desliz podía serle fatal.

Mejor callar y dejar que se desahogara.

Al final, en un tono parecido al que podría emplear un padre con su hijo, le aconsejó que no desesperara. Reiteró que no partían sin rumbo fijo ni tampoco al destierro, sino hacia Persépolis, su capital de verano, donde los esperaban más tropas y más dinero.

—Y después, si es preciso, encontraremos refugio más al norte, en Ecbatana. Pero las cosas tienen que cambiar. No puede favorecerle siempre la fortuna a ese… loco
.

Lo dijo con un inevitable tono de duda e ignorando, desde luego, que, en algún lugar a sus espaldas, su gran rival mascullaba palabras similares.

Y no era el único pensamiento que compartían dos grandes ambiciosos como eran, cada cual a su manera, Beso y Autofrádates. Al igual que la mayor parte del ejército, ninguno confiaba ya en el destino de aquel miserable rey. El Imperio reclamaba a voz en grito el auxilio de temperamentos templados, de hombres de honor capaces de enderezar a una nación enferma y cada vez más falta de autoestima y orgullo como era en aquellos momentos la Persia de los Aqueménidas.

III
Los problemas de
Filipo

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Con el frente doméstico ya pacificado, yo lo que pretendía era concentrarme en mis asuntos diplomáticos antes de reunirme con Parmenión y concentrarme en la invasión. Pero por el momento preferí licenciar a la mayor parte de las tropas y me dispuse a regresar a Pela contigo y con un pequeño grupo de mis hombres de confianza. Yo procuraba recuperar la armonía perdida y como prueba de buena voluntad incluso cabalgué junto a Olimpia, ya lo viste. Yo procuraba apaciguar con alguna que otra chanza sus furibundos odios. Pero lo único que conseguí fue esa ostentosa indiferencia con la que pretendía mortificarme desde que me había casado con Cleopatra. En cualquier caso, como la tranquilidad en este mundo dura menos que el oro en una cueva de ladrones, todo se volvió a complicar cuando a punto de dejar atrás las montañas penetramos en un último desfiladero y sufrimos un ataque inesperado. Una de esas bandas de exaltados que tanto abundan en los últimos tiempos. Bárbaros armados con hoces y palos dispuestos a cualquier cosa por cuatro miserables armaduras. Sus gritos encabritaron a los caballos. Y al ver que el pánico cundía, yo eché pie a tierra cuidando de no fastidiarme la pierna y me dispuse a hacerles frente. Entre los dos cubrimos a tu madre. Y en breve acudieron Antípatro, Átalo y también tu perrito faldero. Eso obligó a los restantes hombres a controlar sus monturas y a aguantar con nosotros el envite. Pero está escrito que la valentía no paga, hijo mío. Porque al verme tan expuesto el jefe de los bárbaros avanzó dos pasos y lanzó una mortífera jabalina que me habría acertado en pleno pecho de no haber ofrecido en ese preciso instante su cuerpo Pausanias, el más bello de mis guardias personales. Fue un gesto digno de un espartano, que me salvó la vida. Y aquello instó al resto de la guardia a recuperar el terreno perdido. Entretanto al buen Pausanias el alma se le escapaba por la herida. Se agarraba a mis piernas gimiendo mi nombre con sus últimas fuerzas. «Filipo…» Pero yo tenía que volver a la batalla. Y cuando regresé su cadáver ya estaba frío. Esa noche Átalo arrastraba un humor sombrío. No quería hablar con nadie. No lo había hecho desde que habíamos rendido honores funerarios, en medio de las armas apiladas de nuestros enemigos, a mi salvador. Y yo respeté su silencio. Sabía que lo había pretendido. Y era consciente, además, de que le dolía el regreso inesperado de Olimpia: él ya se imaginaba el recibimiento que lo esperaba en su familia. Sin embargo, al día siguiente, durante el rato en que cabalgamos juntos se mostró más locuaz. «La maledicencia de la Corte…» Sus ojos brillaban con una furia contenida mientras me relataba cómo se había acercado al moribundo y cómo éste le había susurrado al oído sus últimas palabras. El bravo Pausanias le había hecho entender que había un tocayo suyo que iba por ahí diciendo que era el más afeminado de mis mancebos. La calumnia lo había ofendido y quería que nadie se equivocara al respecto de su gesto. Era lo que me intentaba decir, mientras moría. «No te estaba pidiendo calor como una mujerzuela. Sólo quería aclarar que su devoción no tenía nada de afeminada…» Aquello lo había impresionado y ya tenía decidido, en su fuero interno, castigar al calumniador. Yo le había visto actuar en ocasiones similares. Por eso tampoco me sorprendió cuando a los pocos días, estando de vuelta en Pela, durante una mañana en la que salía a cazar se me acercó un oficial a caballo. Al llegar hasta nosotros bajó de su montura y, viendo la urgencia con la que instaba a mis guardias a apartarse, me acerqué a preguntar qué quería. «Me llamo Pausanias.» Una lividez mortal se había apoderado de su semblante. «Y vengo a reclamar justicia al rey de Macedonia.» Yo eché pie a tierra. Le dejé las riendas de mi caballo a uno de los guardias y le indiqué que me acompañase. Después caminamos un rato, a mi ritmo, bajo la suave brisa. El campo estaba florido. Era primavera y el sol brillaba con alegría. No hacía calor y los árboles permanecían cubiertos de hojas de vivos colores. Entonces le pregunté qué tipo de justicia reclamaba. Dijo que vengarle de una infamia sin nombre. Sus labios eran finos como los de una mujer. Temblaban de ira. Sintiendo su aliento alcoholizado le pregunté a qué infamia se refería y él enrojeció furiosamente. «Ya sabes, Filipo, la forma impúdica en la que tus súbditos acostumbran castigar a aquellos a quienes consideran calumniadores…» Resultaba que durante la víspera había sido invitado al banquete de Átalo, quien lo había agasajado, haciéndole beber tanto, que se había quedado dormido. Entonces Átalo había animado a sus huéspedes y a sus sirvientes a tomar provecho de la situación. Lo habían agarrado sobre una mesa, aprovechando el torpor del alcohol, y lo habían golpeado hasta que se desvaneció. Y una vez desaparecidos los vapores de la borrachera había vuelto en sí en una de las calles principales en medio del olor de sus propios excrementos y se había sacudido de encima al perro que le lamía la sangre para venirse a exigir venganza. Al pobre tipo todavía se le saltaban las lágrimas. Hasta le costaba caminar, de lo escocido que traía el trasero. Pero yo mientras lo escuchaba no podía dejar de pensar en el otro Pausanias caído a mis pies con el pecho atravesado. «Exijo justicia, Filipo. Sólo eso. ¡Justicia…!», se expresaba con la torpeza de los días de resaca. Pero yo guardaba silencio. Al cabo le hice entender que Átalo era mi mejor general, y que además era el tío de Cleopatra, mi nueva esposa. «Sólo puedo procurar compensarte…» Él se volvió a crispar. Luego se echó a llorar como una niña, cosa que me desagradó profundamente. Aun así obsequié a toda su familia con suntuosos regalos, y a él lo promoví al rango de oficial de mi guardia personal. Yo pensaba que con eso quedaba resuelto el asunto. Pero me equivocaba, hijo mío. ¡Cuánto me equivocaba! Porque aquel hombre que se había vuelto tan callado prefería morir matando a vivir con la ignominia. Que Zeus nos guarde a todos de los hombres silenciosos, Alejandro. […]»

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