—Tengo un medio —dijo Tolomei— para encadenar a Marigny y tal vez destruirlo.
—En ese caso, ¡no vaciles! ¡Ammazzalo!
(¡Mátalo!)
—dijo Buonsignori, el jefe del más grande clan genovés.
—¡Cuál es tu medio? —interrogó el representante de los Scotti.
Tolomei movió la cabeza.
—No puedo decíroslo todavía.
—¡Deudas, sin duda? —preguntó Zaccaría—. ¿Y qué? ¡Acaso eso ha incomodado alguna vez a esa gente? ¡Al contrario! ¡Nuestra partida les dará buena ocación para olvidar lo que nos deben!
Zaccaría estaba amargado. Representaba a una pequeña compañía y sentía celos de Tolomei, que tenía clientela importante.
Tolomei se volvió hacia él, y con voz de profunda convicción, dijo:
—¡Mucho más que deudas, Zaccaría! Un arma envenenada, cuyo secreto estoy obligado a guardar. Mas para utilizarla, necesito de vosotros, amigos míos. Pues debemos tratar con el coadjutor de poder a poder. Poseo una amenaza, pero quisiera acompañarla de una oferta… para que Marigny elija entre el entendimiento y la lucha.
Desarrolló su idea. Si querían expoliar a los Lombardos, era para enjugar el déficit de las finanzas públicas. Marigny tenía que llenar el Tesoro a cualquier precio. Los Lombardos se iban a mostrar benévolos y propondrían espontáneamente un importante préstamo a interés muy reducido. Si Marigny rechazaba la oferta, Tolomei sacaría el arma de la vaina.
—Tolomei, es preciso que te expliques mejor —dijo Bardi—, ¿Cuál es esa arma de la que tanto hablas?
—Si insistís, puedo revelarla a nuestro capitán, pero solamente a él.
Circuló un murmullo y todos se consultaron con la mirada.
—Sí…
va bene… facciamo cosi
(Sí… está bien… hagámoslo así)
—se oyó.
Tolomei llevó al capitán a un rincón de la estancia. Los otros espiaban el rostro de nariz delgada, labios hundidos y ojos gastados del viejo florentino. Captaron sólo las palabras:
fratello y arcivescovo
.
(Hermano y arzobispo.)
—Dos mil libras bien colocadas, ¿verdad? —murmuró por fin Tolomei—. Sabía que algún día me prestarían un buen servicio.
Boccanegra soltó una risita que gorgoteó en el fondo de su vieja garganta; luego regresó a su sitio y dijo, señalando a Tolomei con la mano:
—
Abbiate fiduccia
.
(Tened confianza)
Entonces, Tolomei, tablilla en mano, comenzó a anotar las cifras de las suscripciones para el empréstito real.
Boccanegra se inscribió el primero con una suma considerable: diez mil trece libras.
—¿Por qué trece?
—
Per portar loro scarogna
.
(Para que les traiga desgracia)
—Peruzzi, ¿cuánto puedes dar? —preguntó Tolomei.
Peruzzi calculaba, arañando su tabla.
—Te lo diré… en seguida —respondió.
—¿Y tú, Salimbene?
Por la cara de los genoveses, alrededor de Salimbene y Buonsignori, se hubiera dicho que a cada uno le arrancaban un pedazo de carne. Se les conocía como los más duros para los negocios. De ellos se aseguraba: “Cuando un genovés echa el ojo a tu bolsa, dala por vacía.” No obstante, se decidieron. Algunos decían: “Si logra sacarnos de ésta, algún día sucederá a Boccanegra,”
Tolomei se aproximó a los Bardi, que hablaban en voz baja con Boccaccio.
—¿Cuánto, Bardi?
El mayoar de los Bardi sonrió:
—Lo mismo que tú, Spinello.
El ojo de Tolomei se abrió.
—En ese caso, el doble de lo que pensabas.
—Peor sería perderlo todo —dijo Bardi, encogiéndose de hombros—. ¿No es verdad, Boccaccio?
Este inclinó la cabeza; pero se puso en pie para llevar aparte a Guccio. El encuentro en la ruta de Londres había creado entre ellos una amistad.
—¿En verdad tu tío posee la manera de retorcerle el cuello a Enguerrando?
Guccio adoptó su expresión más seria para responder:
—
Caro
Boccaccio, jamás he oído a mi tío hacer una promesa que no pudiera cumplir.
Cuando se levantó la sesión, habían concluido en las iglesias los oficios de la tarde, y la noche caía sobre París. Los treinta banqueros salieron de casa de Tolomei. Alumbrados por las antorchas que llevaban sus criados, fueron acompañados de puerta en puerta a través del barrio de los Lombardos, formando en las oscuras calles una extraña procesión de la fortuna amenazada, la procesión de los penitentes del oro.
En su gabinete, Spinello Tolomei, a solas con Guccio, sumaba el total de las cantidades prometidas, como se cuentan las tropas antes de la batalla. Cuando hubo concluido, sonrió. Con el ojo entreabierto y las manos en la espalda, miraba el fuego, donde los leños se convertían en cenizas; y dijo:
—
Messire
de Marigny, aún no habéis vencido.
Luego se dirigió a Guccio.
—Si ganamos, pediremos nuevos privilegios en Flandes.
Pues aun estando tan cerca del desastre, Tolomei pensaba, sin poderlo evitar, en sacar provecho. Se dirigió a un arcón, y lo abrió.
—El recibo firmado por el arzobispo —dijo, sacando el documento—. si vinieran a hacernos lo que a los Templarios, preferiría que los agentes de
messire
Enguerrando no lo encontraran aquí. Toma tu mejor caballo y sal en seguida para Nauphle, donde pondrás esto en lugar seguro en nuestra oficina. Tú te quedarás allá.
Miró a Guccio cara a cara y agregó, gravemente:
—Si me sucediera alguna desgracia —los dos hicieron los cuernos con los dedos, y tocaron madera— entregarás este pergamino a monseñor de Artois, para que lo pase al conde de Valois, el cual sabrá hacer uso de él. Ten cuidado pues el factor de Nauphle no estará tampoco a resguardo de los arqueros.
—¡Tío, tío! —exclamó excitado—. Tengo una idea. Haré como decís, pero no iré a Neauphle sino a Cressay, cuyos castellanos siguen siendo nuestros deudores. Les presté gran ayuda y nuestro crédito es una excusa muy aceptable. Creo que, si las cosas no han cambiado, la hija no se negará a ayudarme.
—¡Bien pensado! —dijo Tolomei—. ¡Tú maduras, hijo mío! En un banquero, el buen corazón siempre ha de servir para algo… Hazlo así, pero puesto que necesitas de esa gente, llegarás a su casa con regalos. Toma algunas telas bordadas de oro y puntillas de Brujas, para las mujeres. Hay dos hijos, me dijiste… y les gusta cazar. Llévales, pues, los dos halcones que hemos recibido de Milán.
Y volvió al arcón.
—Aquí hay unos recibos firmados por monseñor de Artois —prosiguió—. No se negará a ayudarme, si es necesario. Pero estoy más seguro de su apoyo si le presentas la petición en una mano y sus cuentas en la otra… Y aquí tienes también, este crédito del rey Eduardo… No sé, sobrino mío, si serás rico con todo esto, pero al menos, podrás ser temible. ¡Vamos! No te retrases ahora. Haz que te ensillen el caballo y prepara tu bagaje. No tomes más que un hombre de escolta, para no hacerte notar; pero que vaya armado.
Puso los documentos en un estuche de plomo, que entregó a Guccio junto con una bolsa de oro.
—La suerte de las compañías lombardas está ahora, mitad en tus manos, mitad en las mías —agregó—. No lo olvides.
Guccio abrazó a su tío con emoción. No necesitaba esta vez crearse un personaje imaginario; el personaje venía hacia él.
Una hora más tarde, abandonaba la calle de los Lombardos.
Entonces, maese Spinello Tolomei se puso la capa forrada de pieles, pues octubre era frío, hizo que lo acompañara un criado con antorcha y daga, y se encaminó a palacio de Marigny.
Aguardó largo rato, primero en la portería, después en una gran sala de espera que servía de antecámara. El coadjutor vivía regiamente, y había gran movimiento en su palacio hasta muy tarde. Tolomei era hombre paciente. Les recordó su presencia varias veces, insistiendo en la necesidad que tenía de ver al coadjutor en persona.
—Venid, señor —le dijo por fin un secretario.
Tolomei atravesó tres espaciosas salas y se halló frente a Enguerrando de Marigny, quien terminaba su cena, a solas en su gabinete, sin dejar de trabajar.
—Una imprevista visita —dijo Marigny, fríamente—. ¿Qué asunto es trae por aquí?
Tolomei respondió con igual tono de voz:
—Asuntos del reino,
messire.
—Aclarádmelo —dijo.
—Desde hace unos días, monseñor, corre el rumor de que el consejo del reino prepara una medida que atañe a los privilegios de las compañías lombardas. Al esparcirse el rumor, nos inquieta y nos molesta gravemente el comercio. La confianza está en tela de juicio, los compradores escasean, los proveedores exigen pagos al contado y los deudores retrasan los vencimientos.
—Eso no es de la incumbencia del reino —observó Marigny.
—Veamos —dijo Tolomei—, veamos. El caso concierne a mucha gente, tanto aquí como en el extranjero. Se habla hasta fuera de Francia.
Marigny se frotó el mentón y la mejilla.
—Se habla demasiado. Vos sois hombre razonable, maese Tolomei. No debéis dar crédito a tales rumores —dijo tranquilamente al hombre a quien iba a aniquilar.
—Si vos me lo aseguráis, monseñor… Pero la guerra flamenca ha costado mucho al reino, y el Tesoro puede hallarse en necesidad de oro fresco. Por consiguiente, nosotros hemos preparado un proyecto…
—Os repito que vuestro comercio no me concierne…
Tolemei alzó la mano como queriendo decir: “Paciencia, aún no lo sabéis todo…”, y prosiguió:
—Aunque no hablamos en la gran Asamblea, no estamos menos deseosos de acudir en socorro de nuestro bien amado rey. Estamos dispuestos a ofrecer al Tesoro un préstamo, en el cual participarían todas las compañías lombardas, sin límite de tiempo, y al más bajo interés. Estoy aquí para hacéroslo saber.
Luego, Tolomei se inclinó y murmuró una cifra. Marigny se estremeció, pero pensó al instante; “Si están dispuestos a desprenderse de esa suma, quiere decir que hay veinte veces más para quitarles.”
Su vista estaba fatigada de tanto leer y de las continuas noches en vela, y sus ojos estaban enrojecidos.
—Es una buena idea, una loable intención que os agradezco —dijo, tras breve pausa—. De todos modos, debo expresaros mi sorpresa… Ha llegado a mis oídos que ciertas compañías han hecho importantes envíos de oro a Italia. Tal oro no podría estar al mismo tiempo allí y aquí.
Tolomei cerró por completo su ojo izquierdo.
—Vos sois hombre razonable, monseñor. No debéis dar crédito a tales rumores —dijo, repitiendo las mismas palabras que el coadjutor—. ¿Acaso la oferta que os hago no os prueba nuestra buena fe?
—Deseo creer lo que me aseguráis. De no ser así, el rey no podría tolerar tales resquicios en la fortuna de Francia y sería preciso ponerles término…
Tolomei no se inmutó. El éxodo de los capitales lombardos había comenzado a raíz de la amenaza de expoliación, y tal éxodo servía a Marigny para justificar su medida. El círculo vicioso.
—Veo que, al menos en esto, consideráis nuestro negocio como cosa del reino —respondió el banquero.
—Creo que nos hemos dicho todo lo que era preciso decir, maese Tolomei —concluyó Marigny.
—Cierto, monseñor…
Tolomei se levantó y dio un paso. Luego, de golpe, como si recordara algo.
—Monseñor el arzobispo de Sens, ¿está en París? —preguntó.
—Está.
Tolomei movió la cabeza pensativo.
—Vos tenéis más ocasión de verlo que yo. ¿Me haría la merced vuestra señoría de hacerle saber que desearía hablarle, desde mañana a cualquier hora, sobre el asunto que él sabe? Le interesaría hablar conmigo.
—¿Qué tenéis que decirle? Ignoraba que tuviera relaciones con vos.
—Monseñor —dijo Tolomei inclinándose—, la primera virtud de un banquero es saber callar. De todos modos, como sois hermano de monseñor de Sens, puedo confiaros que se trata de su bien, del nuestro… y del de nuestra Santa Madre Iglesia.
Luego, al salir repitió secamente:
—Desde mañana, si le place.
Tolomei no durmió aquella noche. Se preguntaba: ¿Habrá prevenido Marigny a su hermano? ¿Le habrá confesado el arzobispo qué arma tengo en mis manos? ¿No obtendría durante la noche el asentimiento real y se me adelantará? ¿No se pondrán de acuerdo ambos hermanos para asesinarme?
Dando vueltas en su insomnio, Tolomei pensaba con amargura en esa su segunda patria, a la que consideraba haber servido con su trabajo y su dinero. Puesto que se había enriquecido allí, estaba ligado a Francia más que a su Toscana, y la amaba verdaderamente, a su manera. ¡No sentir más bajo las suelas de sus zapatos el empedrado de la calle de los Lombardos, no escuchar la campana mayor de Notre Dame, no asistir más a las reuniones del Locutorio de los burgueses
(La primera ‘casa comunal’ de París, llamada al principio
Casa de las Mercancías
, y después, a partir del siglo XI.
Locutorio de los Burgueses
, estaba situada en el sector de Chätelet. Etienne Marcel trasladó en 1357 los servicios municipales y el lugar de reunión de los burgueses a una casa de la plaza de Gréve, emplazamiento actual del Ayuntamiento de la ciudad de París.)
, no respirar más el olor del Sena! Todos esos renunciamientos desgarraban su corazón. “Recomenzar en otra parte una fortuna a mis años… ¡si es que me dejan con vida para comenzar!”
Sólo se adormeció al alba, pero en seguida fue despertado por los golpes de la aldaba y por unos pasos en el patio. Creyó que venían a arrestarlo y se precipitó sobre sus ropas. Apareció un criado, muy asustado.
—Monseñor, el arzobispo está abajo —dijo.
—¿Quién lo acompaña?
—Cuatro servidores con hábito, pero más parecen gente de prebostazgo que clérigos de cabildo.
Tolomei hizo una mueca.
—Abre los postigos de mi gabinete —dijo.
Monseñor Juan de Marigny subía ya las escaleras. Tolomei lo aguardó, de pie en el rellano. Delgado, con la cruz de oro golpeándole el pecho, el arzobispo se encaró al instante al banquero.
—Maese, ¿qué significa ese extraño mensaje que mi hermano me ha hecho llegar durante la noche?
Tolomei alzó sus manos regordetas y puntiagudas con ademán de pacificador.
—Nada que deba inquietaros, monseñor. No valía la pena que os molestarais. Yo habría ido, según mejor os conviniera, a vuestro palacio episcopal… ¿Queréis entrar en mi gabinete?
El criado acababa de quitar los postigos interiores, ornados de pinturas. Luego arrojó unas astillas sobre las brasas de la chimenea, aún rojas, y muy pronto chisporrotearon las llamas. Tolomei ofreció asiento a su visitante.