El cuarto estaba lleno de gente; amigos y criados se revelaban ante el enfermo, y en un rincón, formando un pequeño grupo solapado y gárrulo, la familia, pensando en el botín, calculaba el valor del mobiliario.
Para Nogaret, eran sólo espectros irreconocibles que se movían lejos de él, sin objeto ni razón.
Pero otras apariciones, visibles sólo para él, comenzaban a asediarlo.
Al cura de la parroquia, que vino a ayudarle, sólo le pudo confesar voces de estertor y palabras inteligibles.
—¡Atrás, atrás! —gritó con espantosa voz cuando lo ungieron con los santos óleos.
Acudieron los médicos. Nogaret, acostado, se retorcía en el lecho, con los ojos en blanco, rechazando a las sombras… Había entrado en las angustias.
Su memoria, que ya no le servía para nada, se vació ante él de golpe, como una botella boca abajo que se va a tirar, y le representaba todas las agonías a las que él había asistido, todas las muertes que él había ordenado. Muertos en los tormentos del interrogatorio, en la prisión, en la hoguera, en el potro, en las cuerdas de la horca, todos danzaban delante de él como si por segunda vez vinieran a morir.
Con las manos en la garganta, se esforzaba en quitarse los candentes hierros, con los que había quemado a tantos, del desnudo pecho. Sus piernas se agitaban convulsas; y se le oía gritar.
—¡Las tenazas! ¡Las tenazas! ¡Quitádmelas por compasión!
El olor de su sangre vomitada le parecía el hedor de la sangre de sus víctimas.
En su última hora, le había llegado a Nogaret el momento de situarse en el lugar de los
‘otros’
; ése era su castigo.
—¡Nada hice en nombre mío! ¡Al rey!… ¡Sólo servía al rey!
Ante el tribunal de la muerte, el legista intentaba el último recurso.
Los asistentes, con más curiosidad que emoción, con menos compasión que desagrado, veían cómo se hundía en el más allá uno de los verdaderos dueños del reino.
A la caída de la tarde, la habitación quedó vacía. Sólo un barbero y un fraile de Santo Domingo permanecieron junto a Nogaret. Los criados se tendieron en el suelo de la antecámara, con la cabeza sobre sus manos.
Bouville tuvo que pasar sobre ellos, cuando vino por la noche, de parte del rey. Preguntó al barbero.
—Nada se ha podido hacer —dijo éste en voz baja—. Vomita menos, pero no cesa de delirar. Sólo nos resta esperar que Dios se lo lleve.
Entre los estertores de la agonía, Nogaret era el único que veía a los Templarios muertos, que lo esperaban en la profundidad de las tinieblas. Con la cruz cosida a la espalda, se mantenían hieráticos a lo largo de una ruta sin fin, bordeada de precipicios y alumbrada por el brillo de las hogueras.
—Aymom de Barbonne… Juan de Furnes… Pedro Suffet… Brintinhiac… Ponsard de Gizy…
¿Era la voz de los muertos o la suya propia que ya no reconocía?
—Sí, sire… Iré mañana…
A Bouville, viejo servidor de la corona, se le partió el corazón cuando oyó ese leve murmullo, que prometió repetir al rey.
Pero de golpe, Nogaret se incorporó, alto el mentón, erguido el cuello y gritó espantosamente:
—¡Hijo de Cataria!
(Los padres de Nogaret eran cátaros, es decir, pertenecientes a una secta religiosa, que contaba con numerosos adeptos en el sur de Francia, a fines del siglo XII y principios del siglo XIII.
Divididos en ‘prefectos’ y ‘creyentes’, los cátaros profesaban la abstención de la carne y de la vida terrenal. Alentaban la no procreación y honraban a los suicidas; se negaban a considerar el matrimonio como sacramento y alimentaban una sólida hostilidad hacia la Iglesia de Roma. Fueron declarados herejes. El papa Inocencio III determinó una Cruzada contra ellos, conocida como la Cruzada contra los Albigenses, dirigida de manera salvaje por el famoso Simón de Montfort. Esta verdadera guerra religiosa intestina terminó con un tratado firmado en París en 1229.
Las sospechas que podían recaer sobre Guillermo de Nogaret por su ascendencia hereje, lo hicieron más cuidadoso e intolerante en toda cuestión concerniente a la exactitud de la fe. Igualmente fue excomulgado como consecuencia de su expedición contra Bonifacio, sanción que le fue levantada por Clemente V, bajo promesa de peregrinaje a Tierra Santa que debía cumplir él mismo o alguno de sus descendientes. En 1870, dos ancianas fueron a Roma y pidieron audiencia al Papa. Eran las últimas descendientes de Guillermo de Nogaret y habían caído en la cuenta de que la penitencia dictada a su antepasado no había sido cumplida aún, después de cinco siglos. Querían saber qué debían hacer. El Papa las liberó de la obligación.)
Bouville miro al dominico y los dos se santiguaron.
—¡Hijo de Cataria! —repitió Nogaret, y cayó sobre la almohada.
En el inmenso, atormentado paisaje de montañas y valles, que llevaba en su mente, y que lo conducía al juicio final, Nogaret había partido de nuevo para su gran expedición. Cabalgaba un día de septiembre bajo el deslumbrante sol de Italia, a la cabeza de seiscientos caballeros y de un militar de infantes hacia la roca de Anagni. Sciarra Colonna, enemigo mortal de Bonifacio, el hombre que prefirió remar tres años, encadenado al banco de una galera berberisca antes que darse a conocer y correr el riesgo de ser enviado al Papa, cabalgaba a su lado. Thierry de Hirson formaba parte de la expedición. La pequeña ciudad de Agnani les abrió las puertas. Los asaltantes, pasado por el interior de la catedral invadieron el palacio Caetani y las habitaciones pontificias. Allí, el anciano Papa, de ochenta y ocho años, con la tiara en la cabeza, con la cruz en la mano, solo en la inmensa sala abandonada, contemplaba la entrada de la horda armada. Instado a abdicar, respondió:
—Aquí tenéis mi cuello; aquí, mi cabeza. Moriré, pero moriré Papa.
Sciarra Colonna lo abofeteó con su guantelete de hierro, y Bonifacio lanzó a Nogaret: “¡Hijo de Cataria! ¡Hijo de Cataria!”
—¡Yo impedí que lo mataran! —gimió Nogaret.
Se defendía aún. Pero pronto rompió en sollozos, como había sollozado Bonifacio tirado bajo su trono; estaba de nuevo en lugar del ‘
otro
’…
La razón del anciano Papa no resistió a la agresión y al ultraje. Cuando lo llevaron a Roma, seguía llorando como un niño. Luego cayó en una demencia furiosa, insultando a todo el que se le aproximaba, rechazando los alimentos y arrastrándose de pies y manos por el cuarto donde lo guardaban. Un mes después, moría el Papa rechazando, en una crisis de rabia, los últimos sacramentos.
Inclinado sobre Nogaret, y haciendo sin cesar la señal de la cruz. El fraile dominico no comprendía por qué el antiguo excomulgado se obstinaba en rehusar la extremaunción que había recibido ya horas antes.
Se marchó Bouville. El barbero, conociendo su inutilidad hasta que tuviera que hacerle el arreglo funerario, se había dormido en su asiento y balanceaba la cabeza. El dominico dejaba, de tanto en tanto, su rosario para despabilar la candela.
Hacia las cuatro de la mañana los labios de Nogaret articularon débilmente:
—Papa Clemente… caballero Guillermo… rey Felipe…
Sus grandes dedos negros y achatados arañaban la sábana.
—¡Me quemo! —dijo todavía.
Luego, los ventanales empezaron a agitarse con la tímida claridad del alba, sonó débilmente una campana al otro lado del Sena, y los servidores empezaron a moverse en la antecámara.
Entró uno de ellos y abrió una ventana. París olía a primavera y a hojas nuevas. La ciudad se despertaba entre un confuso rumor.
Nogaret había muerto, y un hilillo de sangre se había sacado en su fosa nasal. El fraile de Santo Domingo dijo:
—¡Dios se lo ha llevado!
Una hora después de que Nogaret hubo entregado su alma,
messire
Alán de Pareilles, acompañado de Millard, secretario del rey, fue al palacio de Nogaret para apoderarse de todo documento, pieza o legajo que hubiera en la morada del guardasellos,
Luego el mismo rey acudió para hacer la última visita a su ministro. Permaneció sólo breves momentos junto al cadáver. Sus lívidos ojos contemplaban al muerto, sin pestañear, como cuando le hacía su pregunta habitual: “Vuestro consejo, Nogaret” Y parecía decepcionado de no recibir respuesta.
Aquella mañana Felipe el Hermoso no dio su diario paseo por calles y mercados. Volvió directamente a palacio, donde, ayudado por Millard, se dedicó a examinar los documentos traídos de casa de Nogaret, que habían sido depositados en su gabinete.
En seguida entró Enguerrando de Marigny en las habitaciones reales. El soberano y su coadjutor se miraron, y el secretario salió.
—Al cabo de un mes, el Papa —dijo el rey—, y un mes después, Nogaret…
había angustia, casi congojaen la manera como pronunció tales palabras. Marigny tomó asiento donde el rey le designó. Guardó silencio un momento y luego dijo:
—Ciertamente, son extrañas coincidencias,
sire
. Pero cosas semejantes acontecen todos los días, que no os impresionan porque las ignoramos.
—Nos hacemos viejos, Enguerrando, y esto ya es bastante maldición.
Tenía cuarenta y seis años; Marigny, cuarenta y nueve. Pocos hombres alcanzaban la cincuentena en aquellos tiempos.
—Es preciso examinar todo esto —prosiguió el rey señalando los legajos.
Y se pusieron a trabajar. Una parte de los documentos serían depositados en los archivos del reino, en el mismo palacio.
(En el tiempo de Felipe el Hermoso, los archivos eran una institución relativamente reciente; su fundación remontaba solamente a San Luis, quien ordenó que se agruparan y clasificaran todos los documentos sobre derechos y costumbres del reino. Hasta entonces, los documentos eran guardados, cuando lo eran, por los señores o por las comunas; el rey no conservaba para sí más que los tratados y los documentos concernientes a las propiedades de la corona. Con los primeros capetos tales documentos iban colocados en una carreta que seguían todos los desplazamientos del rey.)
Otros, sobre asuntos todavía en curso, serían conservados por Marigny o enviados a sus legistas; otros, en fin, por prudencia irían al fuego.
El silencio reinaba en el gabinete, turbado apenas por los lejanos gritos de los mercaderes, y el rumor de París. El rey se inclinaba sobre los abiertos legajos. Era todo su reinado lo que veía pasar de nuevo ente sus ojos, los veintinueve años, durante los cuales había tenido en sus manos la suerte de millones de hombres y había impuesto su voluntad a toda Europa.
Y de pronto, ese desfile de acontecimientos, de problemas, de conflictos, de decisiones, le parecía ajeno a su propia vida, a su propio destino. Diferente luz iluminaba ahora lo que había sido el trabajo de sus días y la preocupación de sus noches.
Porque descubría de golpe lo que los otros pensaban y escribían acerca de él; se veía desde el exterior. Nogaret había conservado cartas de embajadores, borradores de interrogatorios e informes policiales. De aquellas líneas surgía una imagen del rey que éste no conocía: la imagen de un ser lejano, duro, ajeno al dolor de los hombres, inaccesible a los sentimientos, una figura abstracta que encarnaba la autoridad en lo alto y el despego de sus semejantes. Sobrecogido de asombro leía dos frases de Bernardo de Saisset. Aquel obispo, origen del gran conflicto con Bonifacio VIII… Dos frases terribles que sobrecogían: “Aunque su belleza no tenga igual en el mundo, solo sabe mirar a las gentes en silencio. No es un hombre, ni una bestia, es una estatua.”
Y leyó también estas palabras de otro testigo de su reinado: “Nada lo doblegará; es un rey de hierro.”
—Un rey de hierro —murmuró Felipe el Hermoso—. ¿Tan bien he ocultado mis flaquezas? ¡Cuán poco nos conocen los demás, y qué mal juzgado seré!
Un nombre encontrado al azar le hizo recordar la extraordinaria embajada que había recibido a comienzos de su reinado. Rabban Kaumas, obispo nestoriano chino, había ido a Francia, enviado por el gran Khan de Persia, descendiente de Gengis Khan, para ofrecerle una alianza, un ejército de cien mil hombres y la guerra contra los turcos.
Felipe el Hermoso contaba entonces veinte años. ¡qué seductor resultaba para un hombre joven ese sueño de una cruzada en la que participara Europa y Asia! ¡Una empresa digna de Alejandro! No obstante, aquel día eligió otro camino: no más cruzadas ni aventuras guerreras; quería dedicar todos sus esfuerzos a Francia y a la paz.
¿Había hecho bien? ¿Cuál habría sido su vida y qué imperio habría fundado de haber aceptado la alianza con el Khan de Persia? Por in instante soñó con la gigantesca reconquista de las tierras cristianas, que habría asegurado su gloria para los siglos venideros. Pero Luis XII y San Luis habían perseguido los mismos sueños que acabaron en desastre.
Volvió a la realidad. Cogió otro legajo. En él había una fecha: ¡1305! Era el año de la muerte de su mujer, Juana, que había aportado Navarra al reino; y a él, el único amor de su vida. Jamás deseó otra mujer, desde hacía nueve años que había muerto jamás miró a otras. Pero apenas se había quitado las ropas de luto cuando estallaron motines. París se sublevó contra sus ordenanzas, y tuvo que refugiarse en el Temple. Y al año siguiente, hacía detener a los mismos que lo habían acogido y defendido…
Nogaret había conservado sus notas sobre la marcha del proceso.
¿Y ahora? Después de tantos otros, la figura de Nogaret desaparecerá del mundo. Sólo quedaban de él esos legajos de escritura, testigos de su labor.
“¡Cuántas cosas duermen aquí! —pensó el rey—. ¡Cuántos procesos, torturas, muertes!”
Con los ojos fijos, meditaba.
“¡Por qué? —se preguntaba—. ¿Con qué fin? ¿Dónde están mis victorias? Gobernar es una obra sin final. Quizá me quedan sólo unas semanas de vida. Y ¿qué he hecho yo que tenga asegurada su permanencia después de mí…?
Volvía a experimentar la gran ansiedad de acción que siente el hombre acosado por la idea de su propia muerte.
Marigny, con el mentón en la mano, permanecía inmóvil, inquieto por la preocupación del rey. Todo le había resultado relativamente fácil al coadjutor en el ejercicio de sus tareas y sus cargos. Todo, excepto comprender los silencios de su soberano.
—Hicimos que el Papa Bonifacio canonizara a mi abuelo el rey Luis —dijo Felipe el Hermoso—, pero ¿fue en realidad un santo?
—Su canonización fue útil al reino,
sire
—respondió Marigny—. Una familia real es más respetada si cuenta con un santo.