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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (23 page)

—Cualquiera de nosotros puede ser engañado por la criatura en quien ha depositado su confianza —dijo.

—¡Por eso mismo! —exclamó Valois, que de todo sacaba partido—. Por eso mismo no hay crimen mayor para un vasallo que cometer seducción y rapto de honor con la mujer de su señor. Los escuderos de Aunay han debido…

—Dalos por muertos, hermano —interrumpió el rey, con un pequeño gesto a la vez negligente y tajante, que equivalía a la más larga sentencia; y continuó—: Lo que debemos hacer ahora, es fijar la suerte de las princesas adúlteras… Hermano mío, permitid que antes interrogue a mis hijos… Hablad, Luis.

En el momento de abrir la boca, Luis de Navarra sufrió un acceso de tos y dos manchas rojas aparecieron en sus pómulos. Se hallaba poseído por la cólera, y su ahogo fue respetado.

—¡Pronto dirán que mi hija es bastarda! —exclamó cuando recobró al aliento—. ¡Eso dirán! ¡Bastarda!

—Luis, si sois el primero en gritarlo —dijo el rey, descontento—, los demás no se privarán de repetirlo.

—En efecto, en efecto —dijo Carlos de Valois, que no había pensado en ello aún, y cuyos grandes ojos azules brillaron bruscamente con una extraña luz.

—¿Por qué no gritarlo si es cierto? —repitió Luis, perdiendo el dominio de sí mismo.

—Luis, callaos —dijo el rey de Francia, golpeando la mesa—. Dignaos deciros, solamente, cuál es el castigo que queréis para vuestra esposa.

—¡Que muera! —respondió el Turbulento—. ¡Ella y las otras dos! ¡Las tres! ¡Que mueran, que mueran, que mueran!

Profería estas palabras con los dientes cerrados, y cortaba el aire con sus manos como si cortara cabezas.

Entonces Felipe de Poitiers, pidiendo a su padre la palabra con una mirada, dijo:

—El dolor os nubla la mente, Luis. Sobre Juana no pende tan gran pecado como sobre Margarita y Blanca. Ciertamente es muy culpable por haber favorecido su extravío, y ha desmerecido mucho. Pero
messire
de Nogaret no ha logrado pruebas de que haya traicionado el matrimonio.

—¡Hacedla atormentar por él y veréis si no confiesa! —gritó Luis—. ¡Ha ayudado a ensuciar mi honor y el de Carlos, y si nos amáis le daréis el mismo trato que a las otras dos rameras!

Felipe de Poitiers se tomó su tiempo.

—Aprecio vuestro honor, Luis —dijo al fin—, pero no menos el Franco-Condado.

Los presentes se miraron entre sí, y Felipe prosiguió diciendo:

—Vos tenéis a Navarra en derecho, Luis, porque proviene de nuestra madre y tendréis, quiera Dios que sea lo más tarde posible, a Francia. Por mi parte, yo sólo tengo a Poitiers, que nuestro padre hizo la merced de darme, y ni siquiera soy par del reino. Pero por Juana soy conde palatino de Borgoña y señor de Salins, de cuyas minas de sal procede la mayor parte de mis rentas. Que Juana sea, pues, encerrada en un convento el tiempo que se juzgue necesario, por toda la vida si es preciso al honor de la corona, pero que no se toque su vida.

Monseñor Luis de Evreux, callado hasta aquel momento, aprobó a Felipe.

—Mi sobrino tiene razón —dijo, convencido pero sin énfasis—. La muerte es un grave trance que será un gran tormento para cada uno de nosotros, y que no debemos dictar para nadie, en nuestra cólera.

Luis de Navarra le lanzó una mirada de odio.

La familia se hallaba, desde largo tiempo atrás, escindida en dos. Carlos de Valois contaba con el afecto de sus sobrinos Luis y Carlos, débiles y sugestionables, que quedaban boquiabiertos ante su facundia, el prestigio de su vida aventurera y sus tronos perdidos. Felipe de Poitiers, por lo contrario, estaba de lado del conde de Evreux, personaje tranquilo y recto, reflexivo, carente de ambición, y que se conformaba con sus tierras normandas que administraba inteligentemente.

Por lo tanto, nadie se sorprendió de que apoyara la posición de su sobrino preferido; su afinidad con él era conocida.

Más sorprendente fue la actitud de Valois quien, después del furibundo discurso pronunciado, volvió grupas y, dejando a su querido Luis de Navarra en la estacada, se declaró también en contra de la pena de muerte. El convento le parecía un castigo demasiado suave para las culpables; por lo tanto aconsejaba la reclusión en una fortaleza, a prisión perpetua; e insistía sobre la palabra: ‘perpetua’.

Tal mansedumbre en el exemperador titular de Constantinopla no era en modo alguno la expresión de una disposición natural. No podía ser más que el resultado del cálculo, y dicho cálculo lo había establecido cuando Luis de Navarra pronunció la palabra: ‘bastarda’. En efecto…

En efecto, ¿cuál era el estado de la descendencia real? Luis de Navarra no tenía otro heredero que la niña Juana, tachada desde hacía un momento de sospecha de ilegitimidad, lo cual podría obstaculizar su posible ascensión, al trono. Carlos no tenía descendencia pues los hijos de Blanca habían muerto al nacer. Felipe de Poitiers tenía tres hijas, sobre las cuales podía rebotar el escándalo… Ahora bien, si las esposas culpables eran ejecutadas, los tres príncipes se apresurarían a contraer nuevo matrimonio, y habría abundantes posibilidades de que tuvieran descendencia. En tanto que si las princesas eran encarceladas para el resto de su vida, quedarían impedidos para contraer nuevas nupcias, y por lo tanto asegurarse descendencia.

Carlos era imaginativo. Como esos capitanes que, al partir para la guerra, sueñan con la posibilidad de que muera toda la oficialidad superior a ellos, y se ven ya elevados al mando del ejército; el hermano del rey, mirando el pecho hundido de su sobrino Luis y la delgadez de su sobrino Felipe de Poitiers, pensaba que la enfermedad podía causar imprevistos desastres. Además, estaban los accidentes de caza, los torneos, las caídas de caballo… y no era la primera vez que un tío sucedía a sus sobrinos.

—¡Carlos! —dijo el hombre de los párpados inmóviles, quien por el momento, era el único y verdadero rey de Francia.

Valois se estremeció como si temiera que hubieran leído su pensamiento. Pero Felipe el Hermoso no se dirigía a él sino a su hijo menor.

El joven príncipe separó las manos de su rostro. Estaba llorando.

—¡Blanca, Blanca!, ¿cómo es posible, padre? ¿Cómo pudo hacer cosa semejante? —gemía—. ¡Me decía que me amaba…! ¡Me lo demostraba tan bellamente!

Isabel tuvo un gesto de impaciencia y menosprecio. “¡Ah, ese amor de los hombres por el cuerpo que han poseído!”, pensaba. “Esa facilidad con que se tragan todas las mentiras, con tal de no perder la mujer que desean!”

—Carlos —insistió el rey, como si hablara con un débil mental— ¿qué aconsejas que se haga con vuestra esposa?

—No lo sé, padre, no lo sé. Quiero ocultarme, quiero marcharme, quiero retirarme a un convento.

Estaba a punto de pedir que lo castigaran a él porque su esposa lo había engañado.

Felipe el Hermoso comprendió que no obtendría más de ellos. Miraba a sus hijos como si no los hubiera visto nunca; reflexionaba sobre el orden de la primogenitura, y se decía que a veces la naturaleza hace flaco servicio al tronco. ¿Cuántas tonterías sería capaz de cometer, una vez sentado en el trono, ese irreflexivo, impulsivo y cruel Luis, su hijo mayor? ¿Qué sostén podría representar para él su hermano menor, que se desmoronaba al primer drama? El mejor dotado para reinar era, sin duda, el segundo, Felipe, pero se veía que Luis no lo escucharía.

—Isabel, tu consejo —preguntó a su hija en voz baja inclinándose hacia ella.

—La mujer que haya pecado —dijo ella—, debe ser apartada para siempre de la transmisión de la sangre real. Y el castigo debe ser conocido por el pueblo, para que sepa que el crimen es castigado más severamente en la mujer o hija del rey que en la mujer del ciervo.

—Bien pensado —dijo el rey.

De todos sus hijos, ella hubiera sido el mejor soberano.

—El fallo será dado antes de vísperas —dijo el rey levantándose.

Y se retiró para consultar su última decisión, como siempre, con Marigny y Nogaret.

X.- El juicio

Durante todo el trayecto de París a Pontoise, la condesa Mahaut, en el interior de su litera, no había cesado de pensar en la manera de aplacar la ira del rey. Pero le costaba gran esfuerzo fijar sus ideas. La dominaban demasiados pensamientos, la agitaban demasiados temores, demasiada cólera contra la locura de sus hijas, contra la estupidez de sus maridos, contra la imprudencia de sus amantes, contra todos los que por ligereza, ceguera o sensualismo, amenazaban con socavar el edificio de su poderío. ¿Qué sería de Mahaut, madre de princesas repudiadas? Estaba decidida a echarle todas las culpas a la reina de Navarra. Margarita no era hija suya. Para salvar a sus hijas acusaría de mal ejemplo y enseñanza…

Roberto de Artois conducía la comitiva a buen paso, como si quisiera dar pruebas de un gran celo. Se complacía en ver al canónigo-canciller dando botes sobre su montura y, sobre todo, oír los gemidos de su tía. Cada vez que de la gran litera sacudida por las mulas se escapaba un lamento, Roberto, como por azar, hacía forzar la marcha. De modo que la condesa lanzó un sus piro de alivio cuando aparecieron por fin, por encima de las copas de los árboles, las torrecillas de Maubuisson.

En seguida la comitiva entró en el patio del castillo. Reinaba allí un gran silencio, roto por los pasos de los arqueros.

Mahaut descendió de la litera y preguntó al oficial de guardia.

—¿Dónde está el rey?

—Dicta justicia, madame, en la sala capitular.

Seguida de Roberto, de Thierry de Hirson y de Beatriz, Mahaut se dirigió a la abadía. A pesar de su fatiga caminaba con paso firme y ligero.

Bajo la fría bóveda, que cobijaba de ordinario los rezos de las monjas, estaba ahora toda la corte de Francia, inmóvil ante su rey.

Cuando entró la condesa Mahaut, algunas filas de cabezas se volvieron, y un murmullo recorrió la sala. Nogaret suspendió la lectura.

Mahaut vio al rey, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano, e inmóvil la mirada.

En el tremendo ejercicio de la justicia que estaba cumpliendo, Felipe el Hermoso parecía ausentarse de este mundo, o mas bien, parecía comunicar con un universo más vasto que el mundo visible.

La reina Isabel, Marigny, Carlos de Valois, Luis de Evereux, así como los tres príncipes y muchos grandes barones permanecían sentados a ambos lados. Al pie del estrado, se veía a tres jóvenes monjes, con el cráneo rapado, arrodillados sobre las baldosas y con la cabeza gacha. Alán de Pareilles se mantenía en pie un poco apartado, cruzadas las manos sobre los gavilanes de la espada.

—“Gracias a Dios, llego a tiempo —se dijo Mahaut—, deben de estar juzgando algún caso de brujería o sodomía.”

Se dispuso a subir al estrado, donde era natural que tomara asiento por su condición de par del reino. De pronto, sintió que le flaqueaban las piernas. Uno de los arrodillados penitentes había alzado la cabeza: era Blanca, su hija. ¡Los tres monjes, eran, pues, las tres princesas a quienes habían rapado y vestido con un sayal! Mahaut se tambaleó, y profirió un sordo grito como si la hubieran golpeado en pleno vientre. Maquinalmente, se apoyó en su sobrino, porque era el que estaba más cerca de ella.

—Demasiado tarde, tía, llegamos demasiado tarde —dijo Roberto, saboreando su venganza.

El rey hizo una señal al guardasellos, y éste prosiguió su lectura.

—“…y por dichos testimonios y confesiones, habiendo sido convictas de adulterio las dichas damas Margarita, esposa de monseñor el rey de Navarra, y Blanca, esposa de monseñor Carlos, serán encarceladas en la fortaleza de Chäteau-Galliard por el resto de los días que plazca a Dios concederles.”

—Por vida… son condenadas por vida… —murmuró Mahaut.

—“Doña Juana, condesa palatina de Borgoña y esposa de monseñor de Poitiers —prosiguió Nogaret—, en consideración a que no ha sido convicta de haber cometido falta contra el matrimonio y que no puede imputársele tal crimen, mas habiéndose probado su complicidad y complacencia culpable, será encerrada en el torreón de Dourdan por el tiempo necesario para su arrepentimiento y que al rey le plazca.

Hubo un instante de silencio durante el cual Mahaut pensó, mirando a Nogaret: “El ha sido. Ese perro lo ha hecho todo, su rabia por espiar, denunciar y torturar. Me la pagará, me la pagará con su pellejo.”

Pero el guardasellos no había terminado su lectura: —“Los señores Gualterio y Felipe de Aunay, habiendo faltado gravemente contra el honor y traicionando el vínculo feudal, cometiendo adulterio con personas de majestad real, serán enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados y colgados en público cadalso, en Pontoise, la mañana que seguirá al día de hoy. Así lo ha determinado nuestro muy sabio, muy poderoso y muy amado rey.”

Las princesas se habían estremecido al oír los suplicios que aguardaban a sus amantes. Nogaret enrolló su pergamino y el rey se puso en pie. La sala comenzó a vaciarse en medio de un prolongado murmullo que se elevaba entre aquellos muros acostumbrados a la oración… La condesa Mahaut vio que todos se apartaban de ella y evitaban su mirada. Quiso ir hacia sus hijas, pero Alán de Pareilles le cerró el paso.

—No, señora —le dijo—. El rey no ha autorizado más que a sus hijos, si ellos lo desean, a oír de sus esposas su despedida y su arrepentimiento.

Ella buscó entonces al rey, pero éste había salido ya, lo mismo que luis de Navarra y Felipe de Poitiers.

De las tres esposos sólo se había quedado Carlos. Se acercó a Blanca.

—Yo no sabía… Yo no quería… ¡Carlos! —dijo ésta rompiendo en sollozos.

La navaja había dejado pequeñas placas rojas en la rapada cabeza.

Mahaut se mantenía a distancia, sostenida por su canciller y su dama de compañía.

—¡Madre! —le gritó Blanca—, decid a Carlos que yo no sabía, y que me perdone.

Juana de Poitiers se pasaba las manos por las orejas, que tenía un poco separadas, como si no pudiera acostumbrarse a sentirlas destapadas.

Apoyado en un pilar, cerca de la puerta, Roberto de Artois, con los brazos cruzados, contemplaba su obra.

—¡Carlos, Carlos! —repetía Blanca.

En ese momento, se elevó la voz dura de Isabel de Inglaterra.

—Nada de flaquezas. Carlos, portaos como un príncipe —dijo.

Estas palabras desencadenaron la furia de la tercera condenada Margarita de Borgoña.

—¡Nada de flaquezas, Carlos! ¡No tengáis piedad! —gritó—. ¡Imitad a vuestra hermana Isabel que no puede comprender los impulsos del amor! ¡Sólo tiene odio y hiel en el corazón! ¡Sin ella nunca os hubierais enterado de nada! ¡Pero me odia, os odia, nos odia a todos!

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